por Herbert Mujica Rojas
27-2-2009
Congreso: de elegantísimo ridículo
En muy pocas horas, el conjunto de tagarotes, damas y caballeros que
no suelen hacer demasiados esfuerzos para parecer más ridículos e
intrascendentes cuando dan discursos en el Estable y lo propio en su
condición natural de adornos políticos cobradores los quinces y
treintas, brillarán como nunca por una de las más tremebundas
claudicaciones en que haya incurrido el Congreso: ¡se dejó escamotear
por el Ejecutivo el Tratado de Libre Comercio y quirúrgicamente quedó
al margen de cualquier participación en este subprepticio acuerdo
comercial, tributario e internacional con Chile. Hasta hoy fue muy
simplón cómo han ocultado los del Congreso su inverosímil cobardía y
hasta natural renuncia expresa y traidora al país. Cuando un país no
debe temer a las inexistentes fuerzas invasoras porque las naturales
que posee son ineptas hasta de pronunciar la palabra Dignidad, es poco
o nada lo que puede aguardarse de semejante "reserva". De hoy en
adelante habrá de recordarse este Congreso como el que no se atrevió a
reafirmar ni siquiera su existencia. Que los oficialistas nos digan
arrebañados lo que no pueden decir en singular es cabalísima imagen de
qué se sienten dueños los precarísimos inquilinos de la Plaza Bolívar.
Al TLC con Chile le cambiaron el nombre por Acuerdo de Complementación
Económica –ACE- y las sendas decisiones en Diputados y Senadores en
Valparaíso daban testimonio cómo favorecían al país del sur. A menos a
que algún imbécil le funcione el cerebro con cola sintética inmediata
y compacte todo al revés. Nunca debe olvidarse, tampoco, que a veces
han existido también jenízaros que no dudaron en vender sus almas a
quien pagaran más por tales alicaídas verguenzas públicas.
Un razonamiento simplísimo destroza cualquier mamarracho protocolario
o engañifa diplomática de esas que suelen impulsar las pandillas
patibularias a quienes no importa el fin sino los medios. Y aquí se ha
pretendido insinuar que el Congreso no debía de pronunciarse. En
puridad de derecho, es cierto que siempre se puede prescindir de una
malagua tan jabonosa como el Congreso, no obstante reflexionar cuánto
y por causa de qué han servido con tanto desdoro contra el país,
equivale a volver a comprender que Perú no pierde sus guerras sino que
los apóstatas ponen al país en bandeja y en salsa de hongos y al mejor
postor.
¿Podía el Congreso ensayar lo que hasta hoy soy vagidos soterrados y
hasta insonoros presididos por el estigma monstruoso de la verguenza?
Si para ser congresista debíase llegar a un fango abisal, lo que
ocurre en nuestros días equivale al Tratado de Ancón de octubre de
1883 firmado con las tropas y pezuña invasoras fabricando el cartabón
de los foráneos. ¿Equivaldrá aquello a uno de los requisitos para
todos los futuros parlamentarios? ¿No hemos llegado ya a esa
pestilencia que precede a la abyección total de los cuerpos en
putridez irreversible?
Quien no cumple la Constitución y la violenta o permite que la
trasgresión de los preceptos de la Carta Magna aniquila hasta los
barruntos elementales de cualquier espíritu legiferante. Esto es lo
que está ocurriendo en Perú, aunque 120 individuos digan lo contrario
porque han perdido hasta la última gota de verguenza.
Don Manuel González Prada en Los honorables cinceló palabras de
vibrante y estentórea vigencia:
"¿Qué es un Congreso peruano? La cloaca máxima de Tarquino, el gran
colector donde vienen a reunirse los albañales de toda la República.
Hombre entrado ahí, hombre perdido. Antes de mucho, adquiere los
estigmas profesionales: de hombre social degenera en gorila
politicante. Raros, rarísimos, permanecen sanos e incólumes; seres
anacrónicos o inadaptables al medio, actúan en el vacío, y lejos de
infundir estima y consideración, sirven de mofa a los histriones de la
mayoría palaciega. Las gentes acabarán por reconocer que la techumbre
de un parlamento viene demasiado baja para la estatura de un hombre
honrado. Hasta el caballo de Calígula rabiaría de ser enrolado en
semejante corporación.
¿Ven ustedes al pobre diablo de recién venido que se aboba con el
sombrero de pelo, no cabe en la levita, se asusta con el teléfono,
pregunta por los caballos del automóvil y se figura tomar champagne
cuando bebe soda revuelta con jerez falsificado? Pues a los pocos
meses de vida parlamentaria se afina tanto y adquiere tales agallas
que divide un cabello en cuatro, pasa por el ojo de una aguja y
desuella caimanes con las uñas. Ese pobre diablo (lo mismo que sus
demás compañeros) realiza un imposible zoológico, se metamorfosea en
algo como una sanguijuela que succionara por los dos extremos.
El congresante nacional no es un hombre sino un racimo humano. Poco
satisfecho de conseguir para sí judicaturas, vocalías, plenipotencias,
consulados, tesorerías fiscales, prefecturas, etc; demanda lo mismo, y
acaso más, para su interminable séquito de parientes sanguíneos y
consanguíneos, compadres, ahijados, amigos, correligionarios,
convecinos, acreedores, etc. Verdadera calamidad de las oficinas
públicas, señaladamente los ministerios, el honorable asedia, fatiga y
encocora a todo el mundo, empezando con el ministro y acabando con el
portero. Vence a garrapatas, ladillas, pulgas penetrantes, romadizo
crónico y fiebres incurables. Si no pide la destitución de un
subprefecto, exige el cambio de alguna institutriz, y si no demanda
los medios de asegurar su reelección, mendiga el adelanto de dietas o
el pago de una deuda imaginaria. Donde entra, saca algo. Hay que darle
gusto: si de la mayoría, para conservarle; si de la minoría, para
ganarle. Dádivas quebrantan penas, y ¿cómo no ablandarán a senadores y
diputados?
¡Atentos a la historia, las tribunas aplauden lo que suena bien!
¡Ataquemos al poder, el gobierno lo tiene cualquiera!
¡Rompamos el pacto infame y tácito de hablar a media voz!
¡Sólo el talento salvará al Perú!
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