201 años de República
por
Joan Guimaray; joanguimaray@gmail.com
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21-7-2022
Cumplimos 201 años
de vida republicana caminando casi a tientas, sin un destino seguro, ni
horizonte fijo y sin rumbo previsto.
En más de dos
centurias de creación de la república, no hemos aprendido a entendernos entre
peruanos, ni hemos intentado descubrir la causa de nuestros grandes problemas,
tampoco, nos hemos interesado por tratar de confluir en objetivos comunes,
ponernos de acuerdo en metas generales y coincidir en fines colectivos.
Es decir, en más de
dos siglos de vida republicana, ni siquiera hemos podido establecer con
meridiana claridad, las grandes vigas maestras o las principales columnas guías
hacia el desarrollo. Nuestro primitivo letargo, nuestra natural idiocia y
nuestra arraigada indiferencia nos han hecho eludir la noble tarea de
construirnos como prójimos, de formarnos como ciudadanos, de integrarnos como
una sola nación y de reconocernos como republicanos.
Nunca hemos tenido
una clara idea de país, mucho menos la noción de patria. Pero eso sí, hemos
sido civilistas por ambición, pierolistas por codicia, militaristas por avidez,
alanistas por voracidad, fujimoristas por conveniencia. Y aún hoy, a pesar del
anacronismo que encarna “Perú libre”, y pese al fermento de ignorancia y
cinismo que tenazmente personifica Castillo, un poco más del veinte por ciento
de nosotros, todavía confiamos en este gobierno: unos por nesciencia, otros por
negocios, algunos por credulidad sin juicio pero, creo que ninguno por amor al
Perú.
En más de
doscientos años, no hemos podido liberarnos de nuestras horrorosas taras.
Seguimos siendo
esclavos de nuestros alarmantes vicios. Y sin que nos demos cuenta, hasta
nuestra nesciencia, en lugar de decrecer, va haciéndose cada vez más densa,
intensa y espantosa. Pues, la educación que pudo habernos despertado la dormida
esencia fue desplazada por una mediana instrucción. La escuela que pudo
habernos desarrollado la agudeza, terminó colapsada. Y, la universidad que nos
pudo haber dado algo de luces en estricto cumplimiento de su noble esencia de
origen que viene a ser el studium
generale o la enseñanza de la sabiduría, ahora ha quedado reducida a una
simple entidad comercial, mercantil y utilitaria.
En las dos últimas
décadas hemos tenido hasta dos presidentes que en la etapa de la campaña
electoral ofrecían “revolucionar la educación” para construir el país. Sin
embargo, por la falta de ideas, la carencia de teorías y por padecer de
ignorancia supina, ambos terminaron su período, sin cumplir sus promesas, pero
hediendo a impureza y sumergidos en el más fétido océano de la corrupción.
Aunque es verdad,
que hubo pequeños aumentos salariales para los docentes y algo de desayuno para
escolares más pequeños, pero ninguna de esas decisiones, significa revolución
educativa.
El problema mayor o
el asunto principal que aún no hemos podido entender o resolver hasta ahora,
para dar solución a los otros problemas menores del país, es el de no haber
comprendido en tantos años, la real importancia de la educación desde su
principio etimológico y a partir de su origen conceptual, diferenciándola de la
simple instrucción a la que está dedicada la escuela y la universidad.
Pues el día que
logremos entender que por su naturaleza metafísica, la educación es distinta de
la instrucción, nos daremos categórica cuenta de su verdadero valor, de su
ilimitada trascendencia y de su infinita dimensión. Entonces, nuestras cabezas
empezarán a ordenarse siguiendo el juicio lógico, el criterio ético y el sentido
estético. Y como consecuencia, irán surgiendo prójimos con ideas razonables
para construir el país, y conciudadanos con nobles proyectos para el desarrollo
de la patria.
Aunque claro está,
que quizá no desaparezcan las izquierdas ni las derechas, pero transformadas
por la educación, ya no serán como las de ahora: cromagnones de un lado y
neanderthales del otro.
Pero si
perentoriamente no ponemos en revisión el concepto de la educación, y si luego
no salimos a las calles y plazas a hacernos escuchar para emprender el cambio,
que no nos quepa la menor duda de que nuestros hijos y nietos arribarán al
tricentenario, no sólo con los mismos problemas del bicentenario, sino también,
con similares autoridades: mitómanas, cleptómanas, hipócritas, felonas, cínicas
e ignaras.