24-11-2005
Los honorables
por Manuel González Prada,
Bajo el oprobio, 1914
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Al atravesar la plazuela
de Bolívar (operación que rara vez efectuamos por miedo a los núcleos
infecciosos) nos asalta el deseo de coger una brocha, saturarla de alquitrán y
escribir en los muros de las dos Cámaras: AQUI SE NECESITA UN ARGUEDAS.
No logrando satisfacer el
buen deseo, nos decimos interiormente: ¡Bienaventurados los tiempos en que la
muchedumbre se arme de azotes y lance fuera de la ciudad a las dos hordas
acantonadas en la plazuela de Bolívar!
¿Qué es un Congreso peruano? La cloaca máxima de Tarquino, el gran
colector donde vienen a reunirse los albañales de toda
¿Ven ustedes al pobre
diablo de recién venido que se aboba con el sombrero de pelo, no cabe en la
levita, se asusta con el teléfono, pregunta por los caballos del automóvil y se
figura tomar champagne cuando bebe soda revuelta con jerez falsificado? Pues a
los pocos meses de vida parlamentaria se afina tanto y adquiere tales agallas
que divide un cabello en cuatro, pasa por el ojo de una aguja y desuella
caimanes con las uñas. Ese pobre diablo (lo mismo que sus demás compañeros)
realiza un imposible zoológico, se metamorfosea en algo como una sanguijuela
que succionara por los dos extremos.
El congresante nacional no
es un hombre sino un racimo humano. Poco satisfecho de conseguir para sí
judicaturas, vocalías, plenipotencias, consulados, tesorerías fiscales,
prefecturas, etc; demanda lo mismo, y acaso más, para su interminable séquito
de parientes sanguíneos y consanguíneos, compadres, ahijados, amigos,
correligionarios, convecinos, acreedores, etc. Verdadera calamidad de las
oficinas públicas, señaladamente los ministerios, el honorable asedia, fatiga y
encocora a todo el mundo, empezando con el ministro y acabando con el portero.
Vence a garrapatas, ladillas, pulgas penetrantes, romadizo crónico y fiebres
incurables. Si no pide la destitución de un subprefecto, exige el cambio de
alguna institutriz, y si no demanda los medios de asegurar su reelección,
mendiga el adelanto de dietas o el pago de una deuda imaginaria. Donde entra,
saca algo. Hay que darle gusto: si de la mayoría, para conservarle; si de la
minoría, para ganarle. Dádivas quebrantan penas, y ¿cómo no ablandarán a
senadores y diputados?
El representante ingenuo
que se disculpaba por haber votado mal por insinuación u orden del Jefe
Supremo, dio la nota justa, reveladora de la sicología parlamentaria: diputados
y senadores se consideran ellos mismos como parte de la servidumbre palatina.
Habiendo, pues, un Ejecutivo, no se necesita un Legislativo. Pudiendo
entenderse con el señor, no se trata con los lacayos. Entonces ¿para qué los
congresos? ¿Para qué las discusiones de pedantes y fraseólogos que al oírse
hablar creen sentirse pensar? ¿Para qué las luchas encarnizadas entre minorías
y mayorías? Lo que alguien dijo de los abogados cuadra mejor a los
parlamentarios. Gobiernista y oposicionista figuran las dos hojas de una misma
tijera: se embisten con furia, mas no se causan daño. Quien sale cortada es
Y sin embargo, esas gentes
se gratifican el honorable con un tupé inverosímil y una prodigalidad
asombrosa. Honorabilidad de honorables, tan evidente como la blancura del
tordo, la ligereza de la tortuga, el buen olor del añás.
“Señor honorable, tiene usted
el uso de la palabra”, dice un trujimán de presidente congresil, dirigiéndose
al recomendable sujeto que hizo dar o dio un esquinazo, medró con los deslices
de una mujer o supo en una tesorería cargar con el santo y la limosna. Uno se
pregunta ¿esos individuos hablan seriamente o se burlan de nosotros?
Billinghurst fue derrocado
ignominiosamente por haber concebido el propósito de celebrar un plebiscito
para decidir si convenía la renovación total del Congreso. Sin duda le
infundieron náuseas los mismos hombres que trasgrediendo las leyes y cediendo
cobardemente a la imposición de las turbas, le habían nombrado Jefe Supremo.
¿Se le tachará de ingrato? Hay servicios que no engendran agradecimiento ni
crean amistad: a ciertos servidores se les tira la moneda, no se les tiende la
mano. Al presenciar la degradación de unas Cámaras donde los hombres mienten
como gitanos y se venden como chinos, el verlas saltar de oposicionistas a
gobiernistas y caer de rodillas ante un coronelillo de similor para conferirle
el generalato en recompensa de haberlas traicionado, pisoteado y abaleado
¿quién no lamenta la caída prematura de Billinghurst? Sus mismos derrocadores
se hallan arrepentidos y con gusto desharían su obra: palpan que al hacer la
revolución se pusieron contra el desinfectante y a favor de los microbios. El
hombre que hoy se levantara en armas, invadiera Lima y barriera con
Legislativo, Ejecutivo y Judicial, merecería una estatua de oro.
Porque en todas las
instituciones nacionales y en todos los ramos de la administración pública
sucede lo mismo que en el Parlamento: los reverendísimos, los excelentísimos,
los ilustrísimos y los useseñorías valen tanto como los honorables. Aquí
ninguno vive su vida verdadera, que todos hacen su papel en la gran farsa. El sabio
no es tal sabio; el rico, tal rico; el héroe, tal héroe; el católico, tal
católico; ni el librepensador, tal librepensador. Quizá los hombres no son
tales hombres ni las mujeres son tales mujeres. Sin embargo, no faltan personas
graves que toman a lo serio las cosas. ¡Tomar a lo serio cosas del Perú!
Esto no es república sino
mojiganga.
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*Publicado originalmente
en la Red Voltaire el 3-3-2004 http://www.voltairenet.org/Los-honorables,120681