por Herbert Mujica Rojas
15-1-2007
¡Gloria a los que murieron por la patria!
En ocasión de conmemorarse el aniversario de la Batalla de Miraflores,
15-1-1881, ¡qué mejor oportunidad! que recordar con unción emocionada
a los que murieron por la patria, en las críticas palabras del soldado
Manuel González Prada cuyo texto fue incluido en El tonel de Diógenes.
Leamos.
"Impresiones de un reservista
En 1880, cuando se organizó la Reserva, fui nombrado capitán de una
compañía en el batallón número 50, perteneciente a la novena división
mandada por don Bartolomé Figari. Mi coronel era don Federico Bresani,
hombre de negocios como el señor Figari. Bajo la Dictadura de 1879,
los paisanos ejercían las funciones reservadas a los militares.
Dos o tres veces por semana, los oficiales del 50 recibíamos
instrucción militar. Un profesional nos enseñaba la Táctica del
Marqués del Duero, o, mejor dicho, la aprendía con nosotros.
Diariamente, nuestra división practicaba ejercicio en la Alameda de
los Descalzos y en el camino a la huerta del Altillo. A las tres de la
tarde sonaban algunos campanazos en la Catedral, y toda la Reserva se
ponía en movimiento. En ventanas y balcones se instalaban las mujeres
para ver desfilar a los reservistas, y los reservistas desfilaban con
aire marcial y conquistador. Los uniformes azules con visos blancos y
las espadas con puño de metal amarillo pasaban en triunfo, bajo la
mirada y la sonrisa de las mujeres. Yo, que nunca pude tomar a lo
serio los entorchados y que nunca supe medir la distancia del uniforme
a la librea, iba cubierto de un sobretodo gris.
A los pocos meses de ejercicio, nuestros cachimbos practicaban
satisfactoriamente las evoluciones del batallón: hombres despiertos,
dóciles y de buena voluntad, no cometieron ninguna insubordinación ni
el más leve acto reprensible. Cundía en la Reserva el deseo de
rivalizar con la tropa de línea, desacreditada por las derrotas de San
Francisco y Tacna.
Como una sola vez hicimos ejercicio de fuego, la mayor parte de los
soldados ignoraba o no conocía muy bien el manejo del rifle. El fogueo
se verificó en la Pampa de Amancaes, donde se consumió más sándwiches
y licores que pólvora y plomo.
Oficiales y soldados fuimos muy exactos en asistir al ejercicio
mientras parecía dudoso el ataque a la ciudad; pero desde el día que
los invasores desembarcaron en Pisco, el animoso entusiasmo de los
reservistas empezó a decaer y siguió decayendo hasta degenerar en un
amilanamiento indecoroso. Abundaban los rostros pálidos y las voces
temblorosas. Las primeras en amilanarse fueron las personas decentes:
ellas, con sus figuras patibularias y sus comentarios fúnebres,
sembraron el desaliento en el ánimo de las clases populares. Difundido
el miedo y perdida la vergüenza, los hombres se guarecían en las
legaciones, en los conventos y en sus propias casas. Hubo necesidad de
traerlos por la fuerza. Un día, arrogándome facultades supremas,
ordené a un sargento que, al mando de una comisión del 50 y sin
respetar domicilios ni guardar consideraciones de ninguna especie,
"recogiese a la gente", fuera o no fuera de nuestro batallón. El
sargento –don Manuel José Ramos y Larrea- logró traer a muchos; pero
no a todos. Regresó narrando cosas inauditas: algunos, al saber de la
llegada de los comisionados, se fingían enfermos y apresuradamente,
sin haber tenido tiempo de quitarse la ropa, se metían en cama; hubo
quien, vestido de mujer, se dolía de las muelas y un barboquejo
tratada de esconder mostacho y barbas.
Las esposas, las madres y las hijas se mostraban heroicas en la
defensa de sus esposos, de sus hijos y de sus padres. Insultaban a los
comisionados, les amenazaban y aun les acometían: en una de las
rafles, el sargento recibió un tremendo escobazo. Algunos años
después, Ramos y yo nos reíamos al recordar el chichón levantado en su
cabeza por el palo de escoba. Mas no todas las hembras carecieron de
virilidad espartana: una mujer del pueblo extrajo del escondite a su
hombre o su marido y le entregó diciendo:
-¡Llévense a este maricón!
Con la deserción, no sólo de los soldados sino de los oficiales, los
tres batallones de la novena división quedaron reducidos a uno, y yo
di el salto de capitán a teniente coronel y segundo jefe del 50. Si la
batalla de San Juan se hubiera librado en junio, yo habría concluido
por ascender a general de brigada o jefe de estado mayor. A fines de
diciembre, los restos de la novena división recibieron orden de
acuartelarse en el convento de San Francisco; mas no lo efectué yo
porque al intentarlo me dijeron que otra persona había sido nombrada
en mi lugar.
Algunos días anduve indeciso, no sabiendo qué resolución tomar, cuando
recibí orden verbal de constituirme en la batería del Pino, como jefe
de la guarnición. Mi coronel había creído prestar mejores servicios
alistándose en la Cruz Roja. Muchos pensaron lo mismo.
II
El cerro del Pino está situado a unos dos kilómetros al sur de Lima.
Mandaba la batería el capitán de navío don Hipólito Cáceres. La
guarnición sumaba unos ciento cincuenta o doscientos hombres
pertenecientes a la Reserva; quiere decir, a los batallones
enrarecidos y quedados en cuadro: formaba un curioso abigarramiento,
donde capitanes y mayores habían descendido al rango de soldados. A la
guarnición de reservistas se agregaban unos cuantos oficiales de
marina y algunos marineros destinados al servicio de los cañones. No
faltaban militares de toda graduación: hasta dos o tres coroneles. De
éstos, unos dormían en el Pino, otros se iban al cerrar la noche.
Ignoro para qué vinieron ni quién los mandó.
El Pino contaba con cuatro piezas: dos buenos cañones Vavasseur que
habían pertenecido a la corbeta Unión y dos cañones de montaña.
III
Al amanecer del 13 de enero un cañoneo lejano me anunció la batalla.
Veía fogonazos, oía descargas de rifle, sin darme cuenta precisa del
combate. Los chilenos atacaban por la izquierda: nada más podía
percibirse.
Aclarado el día, disminuyó el cañoneo, mas las descargas de fusil me
parecieron aumentar y extenderse en la dirección a Chorrillos. Noté
por nuestra derecha, en el morro Solar, se combatía.
¿Qué había pasado? A las nueve o diez de la mañana me convencí de
nuestra derrota. Por las inmediaciones del Pino huían soldados
dispersos en dirección a Lima. Decidimos detenerlos y engrosar la
guarnición de nuestra batería. Varias comisiones salieron a cumplir la
orden; mas hubo necesidad de suspenderla para evitar una serie de
luchas armadas: los dispersos acabaron por defenderse a tiros. Habría
convenido ametrallarles desde los fuertes. Los persas tenían razón de
poner a retaguardia de sus ejércitos grandes masas de caballería para
detener, chicotear y empujar a los fugitivos.
Los pocos dispersos recogidos y llevados al Pino ofrecían un aspecto
lamentable. Algunos pobres indios de la sierra (morochucos, según
dijeron) llevaban rifles nuevos, sin estrenar; pero de tal modo
ignoraban su manejo que pretendían meter la cápsula por la boca del
arma. Un coronel de ejército se lanzó a prodigarles mojicones,
tratándoles de indios imbéciles y cobardes. Le manifesté que esos
infelices merecían compasión en lugar de golpes. No me escuchó y quiso
seguir castigándoles.
-Si pone usted las manos en otro soldado, le dije, tendrá usted que
habérselas conmigo.
-Soy, me contestó, un coronel de ejército y usted es un cachimbo.
-Si fuera usted un militar de honor, le repliqué, no se hallaría en la
Reserva, sino batiéndose con la tropa de línea.
Refunfuñando me volteó la espalda. Como momentos después nos viéramos
cara a cara, me dijo, poniéndome una mano en el hombro:
-Amigo, no hay que sulfurarse…. .
Nuestros cañones hicieron seis u ocho disparos: uno cayó en un
batallón de caballería chilena, otro en una batería instalada en un
montículo. Poseía yo un buen anteojo, y habiéndome colocado tras de
una de las piezas, podía seguir la trayectoria del proyectil. Si no
recuerdo mal, dirigía los disparos el marino don Manuel Elías
Bonnemaison. Cuando sentimos más deseos de seguir bombardeando al
enemigo, recibimos orden de suspender los fuegos.
Pasé la mayor parte de la noche sin dormir. Ni del campo ni de la
ciudad venían el menor ruido: sobre la carnicería se desplegaba la
serenidad imperturbable del firmamento. En medio de un silencio
trágico, observaba yo con mi anteojo el lejano incendio de Chorrillos;
la belleza de las enormes llamaradas sanguinolentas me hacía olvidar
el origen del fuego. De vez en cuando unos como polvorazos y
explosiones subían más arriba de las llamas, iluminando el horizonte.
Fatigado de rondar, me había sentado en una gran piedra y empezaba a
dormir, cuando sentí en la mano el roce de algo húmedo y frío: era el
hocico de un perro. ¿De dónde venía ese animal?
El 15, nos hallábamos reunidos los oficiales cuando una descarga de
fusilería nos anunció el ataque de los chilenos a los reductos de
Miraflores. Algunos oficiales, cogidos de pánico, huyeron a todo
escape, bajando el cerro con una agilidad de galgo. Quise ordenar que
se les hiciese fuego, mas el jefe del fuerte me lo impidió:
-Deje usted que los cobardes se vayan, me dijo.
Era día de sol magnífico. A pesar de los años transcurridos, veo las
masa de tropas chilenas embistiendo los reductos, retrocediendo y
volviendo a embestir, por tres o cuatro veces. Diviso aún los reflejos
de espadas blandidas por oficiales para detener y empujar a los
soldados. Más de un momento me figuré que los enemigos huían en
completa derrota; pero desgraciadamente observé que el último reducto
de nuestra derecha había sido flanqueado y que algunos batallones de
la Reserva eran palomeados en la fuga.
Al llegar la noche, todos habían abandonado el Pino, así la tropa como
los oficiales. El jefe, antes de seguir el éxodo general, nos encargó
a don Eduardo Lavergne y a mí inutilizáramos los cañones.
Sólo quedamos en el fuerte, Lavergne, don José María Cebrián, un hijo
de Bolognesi (Federico) y yo. De cuando en cuando sentíamos ruidos que
se acercaban a nosotros y se hacían más sensibles en la falda del
cerro.
-¿Quién va?, preguntábamos.
-Batallón número tal de la Reserva, nos respondían.
-¿Completo?
-Completo.
A las dos de la mañana destruimos los cañones, valiéndonos de la
dinamita. Nos encaminamos a Lima: nada había que hacer en el fuerte.
Entramos cinco, pues se nos había juntado don Manuel Patiño Zamudio
después de batirse en un reducto. Al atravesar la población corrimos
algún peligro: dos o tres veces nos hicieron fuego. Ignoro si la
guardia urbana, por creernos malhechores, o algunos dispersos, por
simple mala fe o la pesada broma de asustarnos. No respondimos. Yo iba
perfectamente armado: con mi espada, mi revólver y mi Winchester de
quince tiros. Para igualarme a Tartarín de Tarascón no me faltaba…. .
No vi los saqueos de los chilenos, y pienso que los autores no fueron
los reservistas de Miraflores a quienes pocas horas antes había yo
visto desfilar disciplinados y con sus efectivos completos. Saquearon
los emboscados, los que no salieron a combatir.
Concluiré con un incidente personal. Me encerré y no salí de mi casa
ni me asomé a la calle mientras los chilenos ocupaban Lima. Cuando
supe que la habían abandonado, quise dar una vuelta por la ciudad.
Pues bien, a unos cincuenta metros de mi casa me encontré con un
oficial chileno: había sido mi condiscípulo, mi mejor amigo en un
colegio de Valparaíso. Al verme, iluminó su cara de regocijo, abrió
los brazos y se dirigió a mí con intención de estrecharme. Yo seguí mi
camino como si no lo hubiera reconocido."