27-2-2008
La tragedia del 79, Alfonso Bouroncle Carreón, Studium, Lima
63 Huamachuco
La batalla resultó ser la última de importancia entre Cáceres y los
chilenos, después de dos años y medio que duraba la campaña de La
Breña y con esa batalla se diluyeron las posibilidades del Brujo de
los Andes al dejar de ser peligro a los planes chilenos, por la
pérdida casi completa de su capacidad combativa.
Iglesias quedó libre y, su camarilla llegó incluso a brindar por el
triunfo chileno, al respecto Guerrero dice (187):
"A raíz de la derrota de Cáceres en Huamachuco, los partidarios de
Montán dieron el incalificable espectáculo de celebrar, en Cajamarca,
el triunfo chileno.
Iglesias disponía de agentes montados en diferentes sitios de
Huamachuco a Cajamarca. Uno de ellos galopó a mata caballo hasta esta
ciudad trayendo la noticia de la derrota de Cáceres. Las autoridades
iglesistas festejaron jubilosas la victoria de los chilenos. Iglesias
mandó una comisión especial a Huamachuco para felicitar en su nombre a
Gorostiaga.
El cuartel general chileno favorecía abiertamente a Iglesias y le
entregó el departamento de La Libertad, sus aduanas y ferrocarriles, a
fin de que pudiera hacerse de fondos. Le entregó aun rifles y
municiones y 30 000 pesos en dinero para gastos urgentes. Con la ayuda
franca de los chilenos pudo Iglesias ocupar Trujillo, que los chilenos
le entregaron".
Gorostiaga por su parte, siguiendo la tónica impartida por el gobierno
de Santiago de hacer el mayor daño posible, inmediatamente después de
la batalla, en la cual hasta su caballería comenzó a huir, dio las
órdenes de no dejar a un solo peruano con vida y, en forma
sistemática, los chilenos se dedicaron al "repase" de cuanto herido
encontraron y aquel que caía con vida, era ejecutado en forma
inmediata. La caballería chilena salió en persecución de los soldados
en retirada y aquel que alcanzaron, lo ejecutaron en el lugar.
Es el caso del heroico coronel Leoncio Prado, quien recién el día 14,
a cuatro días de la contienda, las patrullas enemigas en busca de
peruanos, lo encontraron gravemente herido en una pierna, en la casa
de José Camón, por vil delación del propietario, en el lugar
denominado Cushuro, a 15 kilómetros del campo de batalla. Preso fue
llevado a Huamachuco junto con sus ayudantes. No se le permitió
comunicación alguna y al día siguiente fue fusilado en su lecho de
herido, se le concede únicamente la gracia que él mismo diera la orden
de su ejecución según una versión, y victimado alevosamente según
otra. Poco después fueron ejecutados sus ayudantes.
En esa forma murieron cerca de 700 a 1300 soldados, de un ejército que
al entrar en batalla no contaba con más de 1800 hombres.
Enfrentamiento que tiene una particularidad: que no hubo un solo
prisionero ni tampoco heridos, todos murieron. Los únicos que lograron
sobrevivir, fueron aquellos que pudieron alejarse del campo de batalla
y no fueron alcanzados, incluso estando heridos, como el caso del
coronel Recavarren quien, con grave herida, fue retirado del campo por
su ayudante, alejándolo del lugar.
La soldadesca de Gorostiaga, después de la batalla se dedicó a
depredar y destruir la ciudad de Huamachuco. Para mostrar lo que
sucedió, copiamos algunos párrafos de la obra "La batalla de
Huamachuco y sus desastres", escrita por Abelardo M. Gamarra "el
Tunante", obra presentada por el editor en las "Memorias de Cáceres":
(188) ...
"Para pintar los horrores de la implacable crueldad de los chilenos
nos bastará citar las siguientes palabras textuales de don Raimundo
Valenzuela, chileno, autor de un libro titulado "La batalla de
Huamachuco" (Santiago, Imprenta Gutemberg, 1885), que dice, hablando
de la persecución de los fugitivos: "Duró esta como hasta las nueve de
la noche. En el delirio de la persecución no perdonaban a nadie:
enemigo alcanzado era enemigo muerto". Lo que quiere decir que
repasaron a los que heridos habían quedado en el campo, que ultimaron
despiadadamente a los que se rendían y que fusilaron a jefes y
oficiales, dignos por mil títulos de respeto de quienes en verdad
fueran hidalgos; pero no es esa carnicería espantosa la menor de las
manchas, que eternamente llevarán sobre sí los chilenos que pelearon
en Huamachuco, sino las escenas que pasamos a describir, y de cuya
autenticidad a Dios ponemos por testigo. La hora del infortunio había
sonado.
Una a dos de la tarde del 10 de julio de mil ochocientos ochenta y
tres. Durante los tres días del sangrante reñir, casi todas las
familias principales, y no pocas de las del pueblo, habían, como hemos
dicho, abandonado la población: dos o tres, a lo más, de las primeras,
vieron llegar el terrible momento, y no tuvieron ni tiempo para huir,
ni encontraron un lugar donde refugiarse. Como volcán que estalla y
derrama su lava sobre la campiña, desde la cumbre del Sazón se lanzó
sobre la ciudad la soldadesca desenfrenada, semejante a los bárbaros
del siglo V, en los pueblos que conquistaban; aullando como jauría de
perros, más que dando gritos de triunfo, en grupos armados se
esparcieron los chilenos por toda la ciudad y sus suburbios, rompiendo
a culatazos cuanta puerta encontraban cerrada, después de descerrajar
tiros de rifles en las chapas.
Olvidando todo sentimiento humanitario, solo hablaba en aquellos
feroces y crueles hombres el instinto del bruto; sus rostros mismos,
bañados por el sudor, embadurnados con el polvo de la refriega y
muchos salpicados con la sangre peruana, presentaban, según refieren
testigos presenciales, aquel aspecto patibulario de los descamisados
del 93, o de los salvajes compañeros de Atila. Ebrios por el licor,
por lujuria y la codicia, acuchillando moribundos, "repasando" a los
heridos, lanzando gritos, destrozando cuanto encontraban; era aquello
como danza infernal, en la que el horror del asesinato, las
imprecaciones del asesino y el clamor de las víctimas, se mezclaba la
algaraza de la lubricidad.
—"¿Dónde está la plata?" era la primera pregunta, de aquellos
criminales autorizados.
—Señor, soy una pobre, respondía alguna infeliz anciana. —"Mientes,
vieja bruja, entrégame la plata si no quieres morir" y la boca del
rifle tocaba el pecho de la desventurada. — ¡Por el amor de Dios!
—"Muere vieja ladrona", y el soldado arrojándola por el suelo,
penetraba hasta el último rincón de la casucha; rompía los baúles,
tomaba todo lo que era de valor, pasando a otra casa a repetir la
misma escena, y así no hubo una sola de la ciudad que se librara del
saqueo.
Indescriptible era el cuadro que presentaba cada casa: puertas hechas
pedazos, baúles destrozados; objetos que no eran de valor rodando por
el suelo en fragmentos; manchas de sangre en las paredes; cadáveres de
infelices ancianos, de indefensos inválidos, tendidos en los
corredores o en medio de las habitaciones; mujeres desmayadas o
semimuertas, víctimas de horribles violaciones en actitudes
vergonzosas.
Las infelices subían a los tejados a ocultarse, las seguían los
soldados: se arrojaban al suelo desde lo alto, prefiriendo la muerte a
la deshonra, y sobre caídas y exánimes, como sobre cadáveres, se
lanzaban los que no habían subido tras ellas, y las violaban.
Ebria la mayor parte de aquella infame soldadesca asesinaban por
placer, robaban y cometían violaciones lanzando carcajadas bestiales.
Ni el templo se libró del ultraje: rompieron a balazos las cerraduras,
de igual modo las de los Tabernáculos, despojaron de sus alhajas a los
altares y las imágenes, dejando pisoteados y por el suelo las
vestiduras de los santos...
Todas las casas, desde la de Dios, hasta la del último ciudadano,
fueron profanadas en tan criminal feria; unos entraban y otros salían,
para facilitar su robo llevaban a los indios con alforjas al hombro en
las que conducían a sus cuarteles cuantos objetos juzgaban de valor, y
así, la población quedó barrida
Los siete pecados capitales, en traje militar, celebraron su fiesta
durante cinco días consecutivos. Nada fue perdonado, ni la criatura de
once años, ni la anciana de ochenta: muchas desgraciadas murieron a
consecuencia del acto criminal en ellas cometido; y por lo que hace a
sangre fue vertida entre la de muchos, tomados caprichosamente por
montoneros, la de setenta y dos ancianos, inválidos la mayor parte de
ellos, por sus achaques, algunos miserablemente degollados.
De entre esos infelices recordamos a los siguientes... (sigue la
relación de múltiples nombres).
Todos estos fueron victimados con una alevosía inexplicable, y, nada
clamará más al cielo, eternamente, como el asesinato de esos setenta y
dos desventurados, que en vano levantaron sus manos juntas implorando
misericordia. La casa del rico y la casucha del más pobre, todo cayó
bajo el saqueo de los insaciables chilenos. Tal y tan grande fue esto
que multitud de familias quedaron en la mendicidad, muchas sin más
camisa que la que llevaban en el cuerpo, sin un plato en qué comer, ni
menos un mal pellejo que pudiera servirles de cama. Casas hubo después
del saqueo, que parecían no haber sido habitadas jamás; y que
únicamente por tener techo se podían diferenciar de las ruinas
incaicas.
A la llegada de la noche era Huamachuco semejante al cadáver de un
mendigo, y avaluando "tan solo" lo que en dinero, alhajas y especies
de valor se perdió en el saqueo, se calcula un millón de soles de
plata.
Todas las tiendas de comercio quedaron completamente escuetas: sin más
que el entablado de sus pavimentos y destrozadas por completo sus
puertas, parecían, vistas a la distancia, bocaminas; entre tanto, cada
cuartel era una aduana". Anexo 56