Víctima de la histeria colectiva
por Joan Guimaray; joanguimaray@gmail.com
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8-9-2022
Caminaban ya un tramo de casi cuatro años, desde que se
conocieron en el balneario de Cerro Azul, una tarde de verano, cuando el
luminoso ocaso reverberaba sobre el océano.
Aquel lejano día, Graciela estaba por cumplir 21 años y
Lucas le llevaba sólo por un verano. Y, como eran casi coetáneos, encajaron en
la relación sin ninguna dificultad. Ambos tenían sueños similares, gustos
semejantes y preferencias parecidas. No les separaba diferencia alguna. Se
entendían a plenitud y se comprendían a la perfección. Los sentimientos fluían
y confluían sin pausas ni intervalos. Las pasiones vibraban y trepidaban cada
vez que se encendían. El destino les sonreía, la vida les prometía.
Convencidos de que nadie les desuniría, se juraban amarse
eternamente. Se prometían no separarse nunca. Soñaban a ser felices por
siempre.
Y, en esas horas de juramentos, de promesas y de
compromisos, Graciela, que siempre estaba con su móvil en mano, activaba su
videocámara para grabar a Lucas, haciéndole decir que la quería, haciéndole
jurar que la amaba, haciéndole prometer que viviría con ella. Pero al final de
cada grabación, Lucas, siempre le bromeaba. Le decía que si ella le abandonaba
por otro, le quitaría la vida. “Pero, si tú me dejas por otro, Gracie, yo te
ahorco, te cuelgo en un poste”, le decía mirando a la cámara que lo filmaba.
Ya vivían juntos, algo más de un año, en un modesto
departamento que Lucas alquiló. Aún no tenían comodidades. Pero estaban unidos
y felices como habían deseado.
Lucas, graduado recientemente de contador, trabajaba de día
y estudiaba un posgrado en la noche. Salía de su vivienda muy temprano y
regresaba casi a las once de la noche. Y Graciela, había abandonado la
universidad. Se dedicaba a vender cosméticos. Salía del departamento a
cualquier hora del día y regresaba antes que Lucas llegara.
Pero una noche, regresó tarde. Llegó ya casi a medianoche.
El siguiente día, volvió a llegar tarde. El subsiguiente otra vez tardó. Luego,
se le hizo costumbre. La convivencia se volvió tensa. La tirantez se apoderó de
la relación, hasta que la propia Graciela explotó. “¡Ya no te soporto más,
lárgate de aquí!”, le dijo mirándole con sus irreconocibles pupilas.
Lucas, todavía pensó que todo se arreglaría. Se decía que no
era fácil olvidar los felices momentos vividos. Pero Graciela, ya estaba
decidida. En su mente ya tenía esbozado otro destino. Lo único que deseaba era
deshacerse de Lucas. Pensaba lograrlo al precio que fuese. Y, ya con ese
propósito, ella se acostumbró a salir de noche y volver de madrugada.
Cuando la relación se volvió insostenible, Lucas le propuso
una separación amigable. Pero a Graciela, ya se le había perdido la sensatez.
En alguna salida nocturna le habían asaltado la cordura. Ya no quiso escucharle
nada. Lo único que ella quería era, que Lucas se fuera. “¡Lárgate, o tendré que
poner tus cosas en la calle!”, le amenazó.
Una madrugada cuando regresaba al departamento, le atacaron
dos malhechores. Le golpearon en el rostro para arrebatarle su cartera. Ella se
resistió al despojo. Pero no pudo evitarlo. En el violento forcejeo, los
facinerosos le causaron laceraciones en el cuello y magulladuras en los brazos.
Luego del incidente, en lugar de llegar al departamento que
aún compartía con Lucas, ella decidió regresar a la casa donde esa noche había
estado hasta la madrugada, con el hombre aquél, que un día se le había cruzado
en su camino.
El hombre le miró su amoratado rostro, ojeó sus laceraciones
en los brazos. Pensó por unos instantes. Luego, esbozó su socarrona sonrisa, y
dijo: “ahora sí, Chelita, tienes argumentos de sobra para que lo eches de tu
“depa” a ese infeliz”.
“Diré que quiso matarme”, dijo ella. “No te olvides que eso es intento de feminicidio”, le recordó él.
Entonces, Graciela se dirigió, no a la clínica ni al
hospital, sino a la comisaría. Una hora más tarde, Lucas fue detenido. De
inmediato, el juzgado dictaminó noventa días de prisión preventiva por delito de
“flagrancia” e intento de “feminicidio”. Lucas alegó su inocencia, pero no pudo
probarlo. No tenía documentos ni testigos. Sólo insistía en asegurar que era un
hombre pacífico, incapaz de agredir a una mujer. Mientras, Graciela exhibió un
vídeo, en el cual, el propio Lucas aparecía diciendo: “Pero, si tú me dejas por
otro, Gracie, yo te ahorco y te cuelgo en un poste”.
La imagen y la voz de Lucas que el vídeo mostró, no era
sino, el último fragmento de una de las tantas grabaciones, en las cuales, él
no había hecho sino bromear, y que Graciela había filmado en tiempos en los
cuales ambos eran muy felices. Y esas frases: “… si tú me dejas por otro, yo te
ahorco y te cuelgo en un poste…”, que en su contexto, para Graciela, habían
significado una tierna demostración de amor que le colmaba de felicidad, de
pronto terminaron convertidas en una “prueba categórica” de que Lucas era en “verdad”,
un “abusador”, “maltratador” y casi un “feminicida”.
“Siempre me amenazaba con ahorcarme”, dijo gimoteando
Graciela, al magistrado que ya no dudaba de que Lucas “no era inocente”. Los
golpes, moretones y laceraciones que ella tenía en su cuerpo, y el vídeo que
presentó, “demostraban” de modo “irrefutable, las violentas acciones” de Lucas.
El juzgado lo sentenció a siete años de prisión efectiva. La
radio, la televisión y la prensa escrita, celebraron la “ejemplar” decisión del
juez. La sociedad sumida en la histeria aplaudió el dictamen judicial. El
feminismo salió exultante a celebrar el fallo. El hembrismo, masculló su
descontento, esbozó su paralogismo, dijo que ese desgraciado se merecía veinte
años de cárcel. Sólo una madre lloró de impotencia.