de Chile contra el Perú)
Adjunta está la transcripción de un documento histórico redactado por
el coronel Víctor Miguel Valle Riestra, combatiente en las líneas de
defensa de la ciudad durante la Batalla de Lima. Este documento es un
testimonio fiel de los hechos sucedidos en Chorrillos durante la
invasión chilena. Este testimonio es insospechable de fraude pues
copia del original permanece en los archivos de la organización
cultural americana Wikisource del Estado de Florida en los Estados
Unidos. El coronel Valle Riestra es antepasado del actual congresista
Javier Valle Riestra González Olaechea quien varias veces se ha
referido a él por su participación patriótica en las batallas de San
Juan y Miraflores. Es un poco largo pero sumamente interesante. Vamos
a ver cómo se sienten después de su lectura aquellos que claman por
el olvido.
Saludos,
Dante Castillo; danca2@terra.com.pe
Testimonio del coronel Víctor Miguel Valle Riestra
"Al comenzar estas líneas me encuentro tentado en poner punto final a
mi trabajo. Lo que voy a narrar, es una lección para la nación
chilena, y la grave falta que sus soldados cometieron, conviene se
recuerde....
Pero no hay que temer que el roto sea disciplinado cuando se les
presente ocasiones iguales; y hoy más que ellos conocen sus fuerzas y
saben cuando deben de imponerse á sus fuitres.
Por otra parte, mi rencor contra el invasor, me incita a referir las
espantosas escenas del incendio de Chorrillos, del saqueo y de los
asesinatos que se realizaron en esa villa. Hay que recordar la
historia vergonzosa de la crápula del ejército chileno en aquel
memorable día; hay que mostrar el lodo de aquel ejército, que siendo
vencedor quedó vencido durante 24 horas, porque sus vicios lo cegaron,
y si no fueron exterminados, fue debido a que en las líneas peruanas
no hubo una cabeza aunque sobraron corazones.
Dispersa en las calles de Chorrillos la soldadesca chilena, asaltó las
pulperías y despacho de licores entre el diluvio de balas que se
cruzaban en todas direcciones. Las pipas de vinos eran desfondadas á
culatazos; los piscos rotos a balazos; las botellas descogolladas al
golpe seco del corvo, tinto en sangre enemiga.......y amiga; y pocos
minutos después 14000 chilenos estaban borrachos en las calles del
Versalles peruano, siendo la oficialidad impotente para contener el
desborde, que, repito, era más espantoso que una derrota. En ésta, la
mancomunidad de la desgracia y de los peligros une a los hombres, pero
lo que pasaba en Chorrillos, había relajado, olvidado y atropellado
toda subordinación. El "delirium tremens" dominó al ejército invasor
por completo.
Muertos, fusilados y asesinados, los cholos peruanos, el instinto
sanguinario de los rotos buscó nuevas víctimas, y los extranjeros,
principalmente los italianos, fueron exterminados. Muchos de éstos
habían quedado en Chorrillos guardando sus intereses, pero todos
fueron fusilados ¿Cómo comenzaron tales asesinatos con personas que no
habían tomado la menor parte en el combate?
En la calle del Tren, un despacho fue asaltado y los chilenos trataron
de insultar a la esposa del italiano que custodiaba el negocio. Este
se interpuso como era su deber y la quiso arrancar del poder de los
soldados, pero hicieron fuego sobre aquel infeliz y una bala puso fin
a sus días. ¿Qué fue de la infeliz mujer? Hay cosas que dan asco
referirlas. Insultada, maltratada, disputada a golpes, dejó de
existir; ¡y su cadáver seguía siendo profanado por aquellas bestias
del instinto!
Las pocas mujeres que quedaron en Chorrillos, fueron víctimas de los
más inicuos crímenes (*), y esto a la luz del día, sin el menor
recato, en plena vía pública. Y cuando la bestia dominaba al hombre en
aquellas fieras armadas, las balas de sus rifles atravesando al rival
y a la mujer disputada, les daba campo para arrojar a un lado el
cadáver del primero y profanar el de la segunda.
Un italiano entre otros muchos, fue hecho prisionero, si se puede, en
este caso, emplear la palabra. El pobre hombre lleno de miedo les
halagaba su amor propio temeroso de que hicieran con él lo que habían
hecho con sus paisanos. Era el desgraciado la befa de los guardianes.
Uno le daba un golpe con la culata del rifle.
• Ande niño no má pa que coma pronto mancarroni, le decían.
Otro con la bayoneta lo iba punzando, y por último, el que estaba a su
espalda se lanzó contra el infeliz y rodeándolo con los brazos por la
cintura, le introdujo en el estómago un corvo vaciándole el vientre.
Un grito italiano y las carcajadas de los rotos se escucharon. Estas
hicieron grato espectáculo de tan espantoso hecho.
• ¡Guatita con porotos niños!, decían en su sanguinaria burla.
El doctor Mac Lean, médico inglés y padre de una numerosa familia,
nacida en Tacna, vivía en Chorrillos, en un rancho en la calle de
Lima. La casa tenía una inmensa bandera inglesa, sobre la puerta, el
escudo de aquella nación y en el muro, en una plancha de zinc, con los
colores ingleses, se leía, PROPIEDAD INGLESA.
Este rancho, verdadero palacio, fue invadido por los chilenos, el
respetable anciano se creía seguro bajo su bandera patria y protestó,
pero fue insultado, golpeado, mientras los rotos se lanzaron al saqueo
de despensa y muebles.
• ¡Mire padre eterno, le decían aludiendo a su blanca y poblada barba,
nos ise donde están las chauchas porque si no lo fusilamos en
seguidita no má!
El doctor Mac Lean trató de salir, llegando a conseguirlo hasta la
reja de hierro, pero allí lo alcanzó un disparo que instantáneamente
lo mató. Pocos minutos después ardía el rancho regado, por completo,
de kerosene.
La crápula, a las cinco de la tarde, hacía, entre los invasores, sus
terribles efectos.
Los niños estaban de remolienda, como ellos decían. Entre los muertos
y heridos rodaban los borrachos, con esa... embrutecida y sanguinaria
del chileno. Los gemidos y gritos, pidiendo socorro, de los heridos,
se mezclaban con las blasfemias y cantos obscenos de los borrachos.
Las coplas de la monótona chilena, se escuchaban al mismo tiempo que
las oraciones de los moribundos.
Y la remolienda seguía in crecendo; ya no existía disciplina; ya no se
conocían ni entre ellos. Una botella para vaciarla, una mujer, viva o
muerta, una lata de kerosene para incendiar los palacios de
Chorrillos, eran disputados á bala o á corvo.
No se cansaban de matar, cuando ya no había cholos peruanos ni
bachiches ni gringos, se mataban entre sí, se quemaban como ratas.
El rancho, o mejor dicho el palacio que, en la calle del Tren, posee
la familia Pflücker fue el teatro de espantosas escenas. Algo muy
codiciable debieron encontrar ahí los rotos, puesto que como fieras,
se disputaron el botín. Se dividieron en dos bandos y la más numerosa
arrojó afuera a la menor. Pero ésta buscó refuerzo, y ya fuerte, atacó
la casa, trabándose un serio combate entre chilenos; pero viendo los
asaltantes que sus paisanos no cedían, resolvieron incendiar el
rancho, y así se realizó, puesto que en pocos instantes las llamas
rodearon a los que estaban dentro.
Trataron estos de salir, pero se les recibió a balazos, se les cazaba,
apenas asomaban la cabeza.
Un jefe chileno, un sargento mayor, llegó a tales momentos y al
presenciar lo que pasaba creyó que sus soldados sufrían un error. No
comprendía que entre chilenos se matasen.
• Niños, les gritó, lanzando sus caballos entre los asaltantes, miren
que los de la casa son chilenos. No hagan fuego, déjenlos salir.
• Mi jiefe, le contestó uno, déjenos no má que pa eso somos tantos. El
mayor chileno dio órdenes de suspender los fuegos.
• Mire, señor patroncito, váyase no má – le repusieron en son de
amenaza. Pero el jefe chileno quería imponerse y llevar al orden a sus
soldados. Estos montaron en cólera.
• Mire el futre, le dijeron, ya pué abrirse á lo largo. Y lanzando una
palabra peculiar del chileno, uno de ellos hizo fuego sobre el
sargento mayor, matándolo en el acto.
Los de la casa fueron todos quemados vivos. Eran chilenos contra chilenos.
¿Para qué seguir relatando más? Cansa el espíritu, lo enferma el
recuerdo de tales hechos.
El desorden de los chilenos intimidó á generales, á los jefes y
oficiales. Se vieron impotentes para tal desmoralización, se
encontraron amenazados de muerte por su mismo ejército.
El jefe ú oficial que intentara contener a sus soldados, era victimado
sin compasión. Había que dejarles que incendiaran el último rancho,
que se consumiera la última botella de licor.
La Reserva que, fuera de Chorrillos, tenían los chilenos, también se
desbandaba. No podían los rotos permanecer arma al brazo cuando tan
cerca tenían la remolienda, es decir, el saqueo, el incendio y el
licor. Los centinelas abandonaban sus puestos.
El ejército chileno no existía. Era una manada de fieras embrutecidas
que rodaban por el suelo como odras llenas de alcohol.
Por la noche, las llamas subían al cielo, rugían, lo devoraban todo.
La gran hoguera alumbraba las más espantosas escenas que recuerda la
historia de América.
Y allá, en Miraflores, doce mil hombres armados, valientes y
resueltos, esperando una orden, animados del deseo de combatir,
enfurecidos con el espectáculo del mundo de ese Chorrillos que tanto
amaban, en donde se habían anidado sus ilusiones de juventud, de amor
y de sueños de gloria.
Allá en ese Miraflores, doce mil hombres que amaban a la Patria, que
tenían a sus espaldas, hogares que defender, afecciones sagradas que
salvar; doce mil hombres que lanzadas sobre Chorrillos no hubieran
tenido que hacer otra cosa que aplastar con las culatas de sus rifles
los cráneos de veinte mil borrachos...