Las declaraciones del canciller Rafael Roncagliolo al diario chileno El Mercurio reflejan el buen momento de las relaciones peruano-chilenas. El concepto de política integral que ha planteado nos parece más potente que el de "las cuerdas separadas", pues suscribe la premisa de que entre ambos países existe una complementariedad económica que debe potenciarse en el futuro. También saludamos su afirmación de que la demanda ante la Haya es la última discrepancia entre el Perú y Chile, y que se trata de una cuestión que sólo compete a ambos Estados.
El canciller ha referido, además, la especial coyuntura que generará el fallo de La Haya y ha comentado que le planteará a Alfredo Moreno, su homólogo chileno, la necesidad de prepararse juntos para dicho escenario. Considera Roncagliolo que el fallo contribuirá a cerrar las heridas del pasado, tanto como lo hará la certeza de que acontecimientos aciagos del mismo no volverán a repetirse. Es sobre este último aspecto que quisiera ofrecer algunos alcances.
Eventualmente, el fallo de La Haya puede favorecer la cicatrización de viejas heridas, pero es insuficiente para superar el trauma dejado por la Guerra del Pacífico. Por ello es preciso prepararse para el fallo de La Haya y estar listos, también, para después del fallo. El primer caso supone capear las eufóricas reacciones que emergerán de los sectores nacionalistas de ambas sociedades, así como lograr la inmediata ejecución de la sentencia, pues su aplazamiento avivará más las susceptibilidades. El segundo implica hacer del veredicto un hito histórico para la integración y el punto de quiebre con un pasado signado por la desconfianza, la aspereza y el recelo. Entendido así, el fallo debería constituirse en el lugar de la memoria inaugural de una nueva etapa en las relaciones peruano-chilenas. Esta es, pues, una oportunidad única de cerrar las heridas del pasado y colocar aquellos malos recuerdos en posiciones periféricas de nuestra memoria colectiva.
El tema, no obstante, dista de ser sencillo; de por medio están la Guerra del Pacífico y las secuelas que ella ha dejado, las que no se resuelven con fáciles vueltas de página o expedientes del olvido. Pensamos, más bien, que la cancillería peruana debe promover la ejecución de una política bilateral del perdón y de la reconciliación, la que es condición sine qua non para lograr el histórico cambio de giro, que, en el papel, ambos gobiernos anhelan.
Ciertamente, la Guerra del 79 será la cuestión más compleja en la negociación de dicha política, pues sobre la referida conflagración circulan versiones contradictorias que se corresponden con las visiones de cada país. Sin embargo, aquel conflicto fue una expedición militar chilena sobre el Perú y Bolivia, que implicó su invasión y desmembración territoriales, con la natural secuela de memorias conflictivas, malos recuerdos y resentimiento. Es sobre este tema que la colectividad peruana espera un pronunciamiento chileno, el que puede propiciarse dentro de la actual atmósfera de cooperación.
La política referida debe promover también los gestos amistosos, como la devolución del patrimonio artístico sustraído durante la guerra o la conmemoración conjunta de sus principales batallas, como lo hicieran Kohl y Mitterrand para el caso franco-alemán. Asimismo, será importante destacar acontecimientos positivos del pasado, como lo fue la defensa conjunta de las costas sudamericanas durante la Guerra con España de 1865 y 1866.
Ciertamente, la reconciliación es sólo un aspecto de la relación bilateral. En otras latitudes, las políticas del perdón han ido siempre de la mano con la integración socioeconómica y política. Sin embargo, el cierre de las heridas del pasado es fundamental porque atañe la subjetividad de dos colectividades cuyas autoridades parecen querer acercarse. De la perseverancia en los objetivos anunciados, y de la sinceridad y transparencia de los actores dependerá el resultado.
(*) Historiador, Dpto. de Humanidades, PUCP.