Señal de Alerta
por Herbert Mujica Rojas
3-8-2020
Perú, país congelado
Para no pocos compatriotas, especialmente los que regresan
luego de lustros o decenios fuera del país, Perú no sólo retiene taras del
subdesarrollo, pobreza, miseria, corrupción y desconcierto, sino que –dicen
pesarosos- “hemos retrocedido”.
El coronavirus abrió las compuertas a nuestra precarísima realidad
monda y lironda. Sin disfraces estadísticos o trapisondas ideológicas, Perú
dista mucho de lo que debería ser un país con mínimos estándares sociales de
convivencia, debate u horizonte continental. Son tribus las que se arrancan los
trozos de merienda política o de banquete presupuestario que nutren los
impuestos ciudadanos.
Por tanto, si el mosaico es multicolor y disfuncional,
aspirar a soluciones o propuestas ecuménicas o que alcancen a la mayoría de
ciudadanos, no es más que una quimera para dentro de 50 ó 100 años.
Los frívolos comerciantes del bicentenario –palabra mágica,
como si tuviésemos que enorgullecernos de dos centurias de exclusión, racismo,
desigualdad- requieren asimilar que una nación o proyecto de la misma no se
mide por lustros, decenios o centurias sino por el ahínco del pueblo en la
construcción de su norte de paz, libertad, democracia y limpieza en la cosa
pública.
Cuando Manuel González Prada uno de los más feroces críticos
de la república, luego del desmadre que tuvo su génesis en 1879, guerra del
salitre con la invasión guerrera de Chile, denunciaba a los parlamentos con
diputados y senadores ociosos y acompadrados; o a los gobernantes de taifas
emparentadas con la persistencia de millones de hombres y mujeres oprimidos por
la ignorancia o la media ciencia, a principios del siglo pasado, no se
equivocaba. ¡Peor aún! anticipó males que sufrimos hasta los días presentes.
¿Por qué fallan tanto nuestros hombres públicos? No sólo son
ignorantes ayunos de cultura general, hasta la más pequeña, sino que son
huérfanos de sentido nacional –ni qué decir continental- en su visión
cotidiana. Salen de sus barrios, cuarteles, templos o clubes provinciales, de
confines estrechos, y llevan tales anteojeras al Congreso o al gobierno. Las
demostraciones mediocres de tanta estupidez no pueden ser más deplorables.
Nuestras universidades prohíjan teóricos o sabios de
escritorio capaces de mil exégesis de un mismo fenómeno, con tal que honren sus
consultorías y adefesios impresos, pero a la hora de la prueba, pagados con el
dinero del pueblo, fallan en sus diagnósticos y sus propuestas no van más allá
de un gobierno porque el que viene ¡llamará a otros consultores y así el
círculo vicioso!
Mientras tanto los seculares temas de corrupción,
estancamiento, desnutrición, subdesarrollo y miseria permanecen impertérritos
al paso del tiempo, de todos los gobiernos y los hombres o mujeres en el mando
sólo parecen ser capaces de demostrar pusilanimidad y falta absoluta de brillo
o proyección correcta.
¿No hemos visto acaso a un político cobarde que ante la
cercanía de su apresamiento por la comisión de hechos delictivos, optara por la
dudosa alternativa de la autoeliminación que a algunos majaderos se antoja como
“sacrificio o inmolación”?
Hay que exigir, demandar y censurar a los hombres y mujeres
públicos puestos en la prueba de conducir al país. Si cumplen, honraron su
paga, si no lo hacen, hay que juzgarlos y perseguirlos sin compasión por su
falta absoluta de honradez. Así de simple.