Documento No. 45*
Manifiesto del general Andrés Avelino Cáceres a la Nación
Conciudadanos:
La difícil situación en que la República se encuentra después de tres
años de guerra y la gravedad de los sucesos realizados durante los
últimos meses, me obligan a dirigiros la palabra para exponer ante el
augusto e inapelable tribunal de la opinión pública, la parte que en
esos acontecimientos me ha cabido y los móviles a que obedecieron mis
procedimientos.
Provocado el Perú a una guerra injusta, cuando precisamente trataba de
impedir con su mediación la que estalló entre Chile y Bolivia, mi
deber, como soldado de la patria, era solicitar un puesto de
preferencia en las filas de los que debían derramar primero su sangre
para la defensa del honor nacional. Desde que se iniciaron las
operaciones de la guerra, y durante el primer período de la Campaña
del Sur, tuve la altísima honra de concurrir a los principales
encuentros en que el ejército sostuvo contra el enemigo, y de
compartir con él sus primeros reveses en San Francisco, y sus primeros
triunfos en Tarapacá.
Después de un período de expectativa y de trabajos incesantes para
reorganizar el ejército, en los que no escatimé mi cooperación,
nuestras armas fueron desgraciadamente vencidas en el Campo de la
Alianza, y mi misión, así como la de otros jefes, tuvo que limitarse a
salvar los restos del ejército, que si no logró obtener el triunfo,
supo defender bizarramente el pabellón nacional.
Los planes del invasor después de ese desastre se dirigieron a la
capital de la República, donde se organizaban nuevos ejércitos y
nuevos elementos de defensa. Mi puesto estaba allí, y salvando todos
los inconvenientes que la situación ofrecía, volví a ocupar un lugar
entre los defensores de la patria; y aunque el éxito de la nueva
campaña no ha correspondido a mis esperanzas, tuve al menos por mi
parte la inmensa satisfacción de derramar mi sangre en la desastrosa
jornada de Miraflores, defendiendo hasta el último trance el honor de
nuestra bandera y la justicia de nuestra causa.
Mis aspiraciones y mis ardientes deseos de servir al país, no estaban
sin embargo satisfechos. Restablecido apenas de mi herida, abandoné la
capital hollada por el invasor, para solicitar un puesto entre los que
aún sostenían en la República la resistencia armada. Escaso de
elementos bélicos y venciendo dificultades de todo género, logré
organizar fuerzas respetables que durante ocho meses han estado frente
al enemigo a las puertas mismas de la capital, donde el invasor ha
concentrado los elementos de su poder.
Empero, si el estado de guerra imponía al patriotismo las más arduas
tareas, no lo eran menos las que demandaban nuestra situación interna.
Desencadenada sobre el Perú la borrascosa tormenta de la anarquía,
cuando aún humeaba en los campos de batalla la sangre de nuestros
soldados, cuando la concordia y la fraternidad eran la única prenda de
poder y de fuerza para reparar en la manera posible los quebrantos de
la patria, mis esfuerzos todos se consagraron a la obra de soldar por
mi parte los vínculos de una unión dislocada en nuestras disensiones
políticas, y restablecer en medio del caos, el principio de autoridad,
seriamente conmovido desde sus bases fundamentales.
Por eso creí de mi deber aceptar en parte el movimiento político que
se operó en el Cuartel General de Chosica el 24 de noviembre último,
por el voto unánime del Ejército del Centro; pues no era sino el
corolario ineludible de la actitud asumida por las fuerzas militares y
los departamentos del sur y del norte de la República, que se
sustrajeron a la obediencia del señor Piérola, cuyo gobierno había
llegado a ser un obstáculo para la solución del conflicto
internacional que nos abruma sometiendo la suerte del país a la más
dura prueba, bajo una situación colmada de rigores para el presente, y
de amenazas y peligros para el porvenir.
En la actualidad no hay sacrificio que no pueda arrostrarse en aras de
la patria, ni intereses que no puedan posponerse a los sentimientos de
abnegación y desprendimiento, cuyos consejos, que siempre me he
cuidado consultar en mi carrera pública, no me han permitido deferir a
la investidura de Jefe Supremo que el ejército me confirió, y que los
departamentos del centro ratificaron con sus entusiastas adhesiones,
tributando, sin duda, inmerecido honor a los nobles propósitos que han
guiado mis actos en el puesto que desempeño, no sólo porque debía
alejar de mí toda sospecha de ambición bastarda, sino también porque
era necesario dejar al país campo abierto para el pleno ejercicio de
su soberanía.
Considerando que la fórmula más práctica era llegar a la unificación
anhelada era el establecimiento de una Junta de Gobierno, me apresuré
a someter la idea a la consideración pública, proponiéndola desde
luego a los señores Jefes Superiores y Militares del Sur y Norte, así
como a los ciudadanos caracterizados de la República, estando, en
cuanto a mi decidido a hacer en ella abstracción completa de mi
persona, dado caso que yo fuera un inconveniente para la inmediata
realización de tan fecundo pensamiento.
Desgraciadamente mi propósito no encontró eficaz acogida en los
círculos políticos cuyo concurso era indispensable para llevarse a la
práctica, y fue necesario renunciar a la obra y a los fecundos
resultados que ella prometía, para buscar una solución inmediata que
respondiera más satisfactoriamente a la general impaciencia con que
los pueblos todos deseaban la paz.
Por otra parte, en los momentos en que aquella idea patriótica
comenzaba a abrirse paso en el terreno de la opinión pública, se
acentuó en el país la esperanza de alcanzar una paz compatible con la
autonomía nacional, mediante la intervención del gobierno de los
Estados Unidos que se halla en relaciones oficiales con el gobierno
Provisorio. El fundado temor de que un cambio en la forma de gobierno
llegase a malograr esa intervención, o cuando menos a retardarla, fue
bastante para desviar la atención del país de la idea de constituir un
gobierno que fuera el centro de la unión de todos los partidos y
elementos políticos, cuyo choque ha dado pábulo a la anarquía que ha
venido gastando los resortes de la defensa nacional en provecho
exclusivo del enemigo común.
Mientras tanto la necesidad de unificar el país bajo un solo gobierno
no permitía tregua, y se manifestaba cada día más exigente e
imperiosa. El gobierno chileno, dominando todo el litoral y
aprovechando todas nuestras rentas públicas, pretende llevar adelante
la ocupación indefinida de nuestro territorio, so pretexto de que el
Perú carece de gobierno constituido bajo el respeto y obediencia de
los pueblos todos, para ajustar un tratado de paz con todas las
garantías de que debe estar rodeado. Destruir ese inicuo pretexto es
satisfacer una imperiosa exigencia del patriotismo, sellando la
fecunda obra de la unificación nacional, con el sometimiento de los
pueblos y del Ejército del Centro al régimen proclamado por los
pueblos y Ejércitos del Sur y Norte, con tanta mayor razón cuanto que
el gobierno Provisorio se presenta ante el país en condición de
celebrar una paz que ponga a cubierto la integridad territorial del
Perú, seriamente amenazada por las injustificables exigencias del
enemigo, mediante la intervención del gobierno norteamericano, cuyo
ministro acreditado en Lima ha lanzado declaraciones importantes,
autorizadas por su elevado carácter, en defensa de los principios
tutelares del derecho público americano, que patrocinan la causa de la
autonomía nacional, próxima a ventilarse ante el tribunal de la
diplomacia.
Estas consoladoras seguridades se refuerzan con las protestas que el
Presidente de la República señor García Calderón ha hecho en
documentos solemnes, declarando que jamás cederá al enemigo una línea
de territorio peruano, a ningún precio, desde que cuenta con recursos
bastantes para satisfacer una indemnización de guerra equitativa y
razonable.
Desvanecidas así las justas alarmas del patriotismo, ha llegado el
momento de remover resueltamente el único obstáculo que estorba la
conclusión de la guerra, acallando todo sentimiento que no se encamine
a procurarla, y arrostrando cuanto sacrificio esté a nuestro alcance
para llegar a ese resultado, que es la salvación de la República.
Inspirado en tan elevadas consideraciones, sin más móvil que mi
ferviente amor a la patria, consagrado por abnegados servicios y la
sangre de mis venas, he resuelto reconocer el régimen constitucional,
manteniendo mi carácter de Jefe Superior Político y Militar de los
departamentos del Centro y el mando del ejército que me obedece, a fin
que la patria pueda contar en todo caso con mi débil pero decidido
concurso, para la defensa de su honra y de su autonomía.
Conciudadanos:
Me consuela la seguridad de que al hacer uso de las facultades amplias
que me acordaron los pueblos y las fuerzas militares de mi
jurisdicción, para proceder en el sentido más conforme con los
intereses públicos, he interpretado los sentimientos y aspiraciones de
la nación, sin apartarme ni una línea del sendero espinoso que marca
el deber, en las angustiosas horas de prueba porque atraviesa la
república, condenada a horrores de una guerra sangrienta y al
oprobioso azote de la anarquía.
Si por desgracia mis sentimientos patrióticos fueran traicionados por
los sucesos, me quedará al menos la satisfacción de haber procurado el
acierto con incesante empeño, escuchando siempre la voz de mi
conciencia y las sagradas inspiraciones del deber.
Jauja, a 24 de enero de 1882
Andrés A. Cáceres
Es copia fiel.- El Secretario J. Salvador Cavero
*Campaña de La Breña, Colección de Documentos Inéditos, Luis Guzmán
Palomino, Lima 1990.