Wednesday, July 08, 2009

¡Verdadera democracia y dictadura brutal!

Los libros, mis amigos
por Herbert Mujica Rojas
8-7-2009

¡Verdadera democracia y dictadura brutal!
http://www.voltairenet.org/article160927.html

Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, Maurice Joly,
Seix Barral, Barcelona 1977, pp. XVII-XXIII; Prólogo de Jean Francois
Revel.

"Debemos felicitarnos de que el Diálogo de Maurice Joly haya sido
descubierto y exhumado en 1948 y no en el curso de la década del
sesenta. En Francia, bajo De Gaulle, por cierto hubiéramos corrido el
peligro de que el hallazgo fuese considerado una superchería, tan
numerosos son los pasajes del texto que pueden aplicarse a repúblicas
como la gaullista. En 1948, nadie hubiera podido ver en la obra otra
cosa que una curiosidad histórica, un ejemplo particularmente
interesante de esta crítica embozada, alusiva, que los escritores
franceses del Segundo Imperio elevaron a la categoría de género
literario. Presentaba para los especialistas de aquel período –y sólo
el especialista podía apreciarla en detalle- una excelente pintura y
un minucioso análisis de los métodos de poder empleados por Napoleón
III, aunque en verdad la pintura sólo era válida para éste. El lector
de 1948 no podía atribuir alcance general de teoría política a ese
régimen cuyas piezas Maquiavelo va ensamblando gozoso ante los ojos de
un Montesquieu horrorizado y deslumbrado. Evidentemente, sólo la
destreza del polemista conseguía vestir con apariencia de teoría y
generalidad a lo que era la sátira de un caso único.

En la actualidad, las cosas han cambiado y se impone una nueva lectura
del texto. No cabe duda de que el Maquiavelo "infernal" de Maurice
Joly se revela como un verdadero teórico. Expone y desarrolla la idea
de un despotismo moderno, no comprendido en ninguna de esas categorías
dentro de las cuales la historia del siglo XX nos ha enseñado a
distribuir los diversos tipos de regímenes posibles, y menos aún en
las categorías de Montesquieu.

El problema propuesto consiste en saber cómo puede injertarse un poder
autoritario en una sociedad acostumbrada de larga data a las
instituciones liberales. Se trata de definir un "modelo" político que
difiera de la verdadera democracia y de la dictadura brutal. Por su
parte Montesquieu, el Montesquieu a quien Joly va a pescar a los
infiernos, sostiene la tesis del continuo progreso de la democracia,
de la liberalización y legalización crecientes de las instituciones y
costumbres que harán imposible el retorno a ciertas prácticas. (¡Ay!,
cuántas veces hemos escuchado ese "imposible" optimista… y cuántas
veces, a quienes me aseguran que las cosas ya nunca volverán a ser
como eran antes, desearía responderles: "Tiene usted razón"; serán
peores".) A ello contesta Maquiavelo que existe otra cosa o que es
posible concebir otra cosa en materia de despotismo que no sea el
despotismo "oriental". Y así como el despotismo "oriental", desde la
muerte de Stalin, ha demostrado ser viable en forma colegiada y sin
culto de la personalidad, al cual se lo creía ligado; así el
despotismo moderno, cuya teoría elabora Joly, parece viable
independientemente del "poder personal" al que nosotros
espontáneamente lo vinculamos. En Francia, ha sobrevivido a De Gaulle.
Que el autoritarismo sea personal o colegiado es una cuestión
secundaria; lo que importa es la confiscación del poder, los métodos
que es preciso seguir para que dicha confiscación sea tolerada –por
los ciudadanos integrantes del grupo de aquellas sociedades que
pertenecen históricamente a la tradición democrática occidental.

Estos métodos, la descripción que de ellos hace Joly, no pueden dejar
de sacudir a un francés políticamente fogueado por la Quinta
República. ¿Acaso no nos hallamos en un terreno conocido cuando leemos
que el despotismo moderno se propone "no tanto violentar a los hombres
como desarmarlos, no tanto combatir sus pasiones políticas como
borrarlas, menos combatir sus instintos que burlarlos, no simplemente
proscribir sus ideas sino trastocarlas, apropiándose de ellas? El
primer cuidado que debe tener un régimen de derecha aggiornato es, en
efecto, envolver la confiscación del poder en un ropaje de fraseología
liberal. Joly percibe con clarividencia el papel que un régimen
semejante asigna a la técnica de manipulación de la opinión pública. A
esta opinión –y de paso ¿cómo no reconocer también aquí tantos
procederes familiares?-, a esta opinión "es preciso aturdirla, sumirla
en la incertidumbre mediante asombrosas contradicciones, obrar en ella
incesantes distorsiones, desconcertarla mediante toda suerte de
movimientos diversos…" ¿Cómo no identificar también una táctica
clásica en nuestros tiempos cuando Joly hace que Maquiavelo aconseje
al déspota moderno que multiplique las declaraciones izquierdizantes
sobre política exterior con el objeto de ejercer más fácilmente la
opresión en lo interno? Fingirse progresista platónico en el exterior,
mientras en el país explota el terror a la anarquía, el miedo al
desorden, cada vez que un movimiento reivindicativo traduce alguna
aspiración de cambio………

Teórico avant la lettre de los mass media, nuestro Maquiavelo Segundo
Imperio subraya con fuerza "el importante papel que, en materia de
política moderna, está llamado a desempeñar el arte de la palabra".
Indica cómo se debe diseñar la fisonomía –"la imagen", diríamos
nosotros- del príncipe: insistir en la impenetrabilidad de sus
designios, en su poder de simulación, en el misterio de su "verdadero"
pensamiento. De este modo, la versatilidad del jefe, al amparo de su
mutismo, parece profundidad, y su oportunismo enigmático sabiduría; se
olvidan los mediocres resultados de su accionar por medio de palabras
pomposas, pues se termina por no distinguir una cosa de otra.

El artículo esencial de esta técnica para manejar la opinión pública
se refiere por supuesto a las relaciones entre el poder y la prensa.
También en este caso Joly percibe claramente que el despotismo moderno
no debe de ninguna manera suprimir la libertad de prensa, lo cual
sería una torpeza, sino canalizarla, guiarla a la distancia, empleando
mil estratagemas, cuya enumeración constituye uno de los más sabrosos
capítulos del Diálogo entre Maquiavelo y Montesquieu. La más inocente
de tales artimañas es, por ejemplo, la de hacerse criticar por uno de
los periódicos a sueldo a fin de mostrar hasta qué punto se respeta la
libertad de expresión. A la inversa de lo que ocurre en el despotismo
oriental, conviene al despotismo moderno dejar en libertad a un sector
de la prensa (suscitando, empero, una saludable propensión a la
autocensura por medio de un depurado arte de la intimidación); y, en
otro sector, el Estado mismo debe hacerse periodista. Visión
profética, tanto más si se tiene en cuenta que Joly no pudo prever la
electrónica, ni que llegaría el día en que el Estado podría apropiarse
del más influyente de todos los órganos de prensa de un país: la
radio-televisión.

Uno de los pilares del despotismo moderno es, entonces, la
subinformación que, por un retorno del efecto sobre la causa, cuanto
mayor es, menos la perciben los ciudadanos. Todo el arte de oprimir
consiste en saber cuál es el umbral que no conviene trasponer, ya sea
en el sentido de una censura demasiado conspicua como en el de una
libertad real. Y, por añadidura, el potentado puede contar con una
certeza de que difícilmente la masa ciudadana se indigna por un
problema de prensa o de información. Sabe que en lo íntimo el
periodista es entre ellos más impopular que el político que lo
amordaza. Y bien lo hemos podido comprobar nosotros mismos en París,
en 1968, ante la indiferencia con que la opinión pública abandonó a
los huelguistas de la televisión francesa a las represalias del poder.


Se trata de la destrucción de los partidos políticos y de las fuerzas
colectivas, de quitar prácticamente al Parlamento la iniciativa con
respecto a las leyes y transformar el acto legislativo en una
homologación pura y simple, de politizar el papel económico y
financiero del Estado a través de las grandes instituciones de
crédito, de utilizar los controles fiscales, ya no para que reine la
equidad fiscal sino para satisfacer venganzas partidarias e intimidar
a los adversarios, de hacer y deshacer constituciones sometiéndolas en
bloque al referéndum, sin tolerar que se las discuta en detalle, de
exhumar viejas leyes represivas sobre la conservación del orden para
aplicarlas en general fuera del contexto que les dio nacimiento (por
ejemplo, una guerra extranjera terminada hace rato), de crear
jurisdicciones excepcionales, cercenar la independencia de la
magistratura, definir el "estado de emergencia", fabricar diputados
"incondicionales" 1, bloquear la ley financiera por el procedimiento
de la "depresupuestación" (si el vocablo no existe, existe el hecho),
promover una civilización policial, impedir a cualquier precio la
aplicación del hábeas corpus; nada de todo esto omite este manual del
déspota moderno sobre el arte de transformar insensiblemente una
república en un régimen autoritario o, de acuerdo con la feliz fórmula
de Joly, sobre el arte de "desquiciar" las instituciones liberales sin
abrogarlas expresamente. La operación supone contar con el apopo
popular y que el pueblo (lo repito por ser condición indispensable)
esté subinformado; que, privado de información, tenga cada vez menos
necesidad de ella, a media que le vaya perdiendo el gusto.

Por consiguiente, la dictadura puede afirmarse con fuerza a través del
rodeo de las relaciones públicas. Pero, claro está, cuando se torna
necesario, parafraseando una expresión de Clausewitz, el mantenimiento
del orden no es otra cosa que las relaciones públicas conducidas por
otros medios. Las diferentes controversias acerca de la dictadura, el
"fascismo", etc., son vanas y aproximativas si se reduce la esencia
del régimen autoritario únicamente a ciertas formas de su encarnación
histórica. Pretender que un detentador del poder no es un dictador
porque no se asemeja a Hitler equivale a decir que la única forma de
robo es el asalto, o que la única forma de violencia es el asesinato.
Lo que caracteriza a la dictadura es la confusión y concentración de
poderes, el triunfo de la arbitrariedad sobre el respeto a las
instituciones, sea cual fuere la magnitud de tal usurpación; lo que la
caracteriza es que el individuo no está jamás al abrigo de la
injusticia cuando sólo la ley lo ampara. No se trata sólo de los
medios para alcanzar tales resultados. Es evidente que esos medios no
pueden ser los mismos en todas partes. Las técnicas de la confiscación
del poder en las modernas sociedades industriales de tradición
liberal, donde el espíritu crítico es por lo demás una tradición que
hay que respetar, un academicismo casi, donde existe una cultura
jurídica, no pueden ajustarse al modelo del despotismo ruso o libio.
Más aún, la confiscación del poder, cuando se realiza en tiempos de
paz y prosperidad, no puede asemejarse, ni por su intensidad ni su
estilo, a una dictadura, instaurada a continuación de una guerra
civil, en un país económicamente atrasado y sin tradiciones de
libertad.

Lo que Maurice Joly aporta, entonces, a la ciencia política, es la
definición exacta y la descripción minuciosa de un régimen muy
particular: el de la democracia desvirtuada, llamada cesarismo por los
antiguos. Pero este es un cesarismo moderno, que luce el ropaje del
sistema político nacido de Montesquieu; un cesarismo de levita, por
así decir, o, lo que es igual, con disfraz de teatro.

La democracia desvirtuada tiene sus propias características. En estos
tiempos en que, en aras a la invectiva, o por no desesperar o para
ahorrarse el esfuerzo de analizar, se confunden los conceptos,
conviene subrayar el hecho que este régimen no es el totalitarismo ni
tampoco el autoritarismo de las dictaduras clásicas.

Al origen del cesarismo se halla, desgraciadamente, la voluntad
popular. Como escribió un gran historiador de Roma, Jeróme Carcopino,
"es propio del cesarismo apoyarse justamente en la voluntad de
aquellos a quienes aniquila políticamente". Napoleón III, cuyo
savoir-faire estudia Maurice Joly, perpetró sin dudas un golpe de
Estado. Pero no hay que olvidar que ya antes había sido elegido, con
gran mayoría de votos, presidente de la Segunda República francesa:
¡el primer jefe de Estado de la historia europea, elegido por sufragio
universal directo! Y, que después de su golpe de Estado, se sirvió,
regularmente, y con invariable éxito del plebiscito.

Es precisamente con un indiscutible apoyo popular que los monarcas
elegidos reducen a la impotencia a sus adversarios. Y digo impotencia,
y no silencio. La intención y la astucia de los agentes de este tipo
de régimen son el crear una mezcla de democracia y dictadura al que yo
aplico el neologismo de "democradura" 2, que designa el uso abusivo
del principio de la mayoría. Este régimen no es ni totalitarismo ni
dictadura clásica, como tampoco el totalitarismo es sinónimo de
dictadura clásica". 3

El totalitarismo exige mucho más del ciudadano que, a su modo, la
dictadura o democradura. Estas últimas no se interesan más que por el
poder político y el económico. Si el ciudadano no molesta y no dice
nada, no tendrá problemas. Basta con su pasividad. El totalitarismo,
en cambio, pretende hacer de cada ciudadano un militante. La sumisión
no le basta, exige el fervor. La diferencia entre un régimen
simplemente autoritario y uno totalitario está en que el primero
quiere que se le ataque, y el segundo considera un ataque todo lo que
no es un elogio. Al primero le basta con que no se le desfavorezca; el
segundo pretende además que nada se haga que no le favorezca.

La lección más importante que da el libro de Maurice Joly es que la
democracia no consiste solamente en que haya apoyo popular –los peores
potentados a menudo lo tuvieron- sino en que haya reglas que
codifiquen el derecho absoluto del hombre a gobernarse a sí mismo.
Como dice Edmond Burke en sus Reflections on the Revolution in France,
el primer derecho del hombre en una sociedad civilizada es el de estar
protegido contra las consecuencias de su propia necedad.

Y ello, a mayor razón, puesto que el cinismo político, contrariamente
a lo que se suele creer, es ineficiente. Los dos jefes de Estado
franceses que han dejado al país en la más catastrófica situación
económica, diplomática y moral, han sido los dos más cínicos y fieles
discípulos de Maquiavelo: me refiero a Luis XIV y a Napoleón I. Por mi
parte, no les confiaría ni una tienda de pueblo: sería la quiebra al
cabo de un año.

Gran verdad la que pone Joly en boca de su Montesquieu: "Unos años de
anarquía son a veces menos funestos que varios años de silencioso
despotismo".

Jean Francois Revel

1) No vemos que exista sustancial diferencia entre el compromiso
exigido a los candidatos gaullistas de aprobar por anticipado la
política del jefe de Estado sin conocerla y el "juramento previo"
exigido por Napoleón III a sus futuros diputados.

2) Jean Francois Revel, Las ideas de nuestro tiempo, Organización
Editorial Madrid, 1972; pp. 208-210.

3) Ibid. pp. 47-51 "La cultura totalitaria".