Friday, January 19, 2007

Los Peruanoides y la verdad sobre el Trapecio de Leticia

Señal de Alerta
por Herbert Mujica Rojas
19-1-2007

Revelaciones sumamente interesantes las que enuncia en el siguiente
artículo el embajador e historiador Félix C. Calderón. Pone de relieve
la importancia, nunca negada y sí muy mal enjuiciada, del ex
presidente Augusto B. Leguía y, además, a propósito del libro Los
Peruanoides de Pedro Villanueva Urquijo, de muy reciente aparición,
gracias al editor Armando Villanueva del Campo, subraya
acontecimientos que debieran llamar a reflexión serena, a la
ecuanimidad y al borrón integral del atolondramiento que tanto
señalaba Jorge Basadre como una de las taras más denigrantes del
peruano de todos los tiempos. No deja de ser polémica como atrevida la
propuesta de Calderón para rebautizar a la actual Avenida Arequipa con
su nombre príncipe: Av. Leguía. (Herbert Mujica Rojas)
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Los Peruanoides y la verdad sobre el Trapecio de Leticia
por Félix C. Calderón

Siempre es reconfortante leer testimonios de peruanos honorables que
ayudan a escudriñar mejor nuestro pasado con base en la experiencia
vivida y una mejor descripción de las circunstancias que rodearon los
momentos cruciales de nuestra historia. En vez de seguir el infeliz
consejo de un cándido periodista que propone como lecturas de fin de
año lo contingente o la ficción, ya es tiempo que los peruanos presten
la atención debida a publicaciones que, de una manera u otra, apuntan
al rescate de la verdad histórica. Pues, es harto sabido que un pasado
convenientemente deformado, no permitirá nunca transitar de manera
correcta el futuro.

Pues bien, el libro de Pedro Villanueva Urquijo, "Los Peruanoides" es,
desde este punto de vista, una contribución valiosa y oportuna, porque
estamos todavía a tiempo los peruanos de reivindicar la patriótica
obra de ese gran estadista que fue don Augusto B. Leguía. Quien esto
escribe sospecha algunas de las razones que pudieron haber llevado a
su hijo a publicar tardíamente el recuento testimonial de su padre.
Empero, lo fundamental es que ha salido a la luz y los hechos que allí
se revelan permiten confirmar algunas de las hipótesis sobre las
cuales se trabajó el libro "El Tratado de 1929. La otra historia."

Para comenzar, el término acuñado "peruanoides" es apropiado en tanto
trata de identificar a quienes habiendo nacido en el Perú, no eran por
sus actos, peruanos, y más de uno no escapa, hoy en día, a este
calificativo. Cuando al fuerte taconeo de las pisadas se acompañaba
una voz engolada, privilegios inmerecidos y una falsa grandeza, se
puede decir que se estaba frente a un "peruanoide." No el más capaz
para ejecutar un programa de gobierno, sino el más favorecido por los
prejuicios de casta, lo que explicaría en gran parte las desdichas
nacionales.

Luego de hacer un apretado recuento de los contratiempos e infortunios
del Perú republicano y de parte de las causas de ese estado de cosas,
Villanueva Urquijo dedica un buen número de páginas a desbaratar las
infamantes acusaciones que los golpistas de 22 de agosto de 1930
tuvieron que inventar para justificar las vejaciones a las que
sometieron al defenestrado mandatario, incluyendo su oprobioso
encierro en el Panóptico, no obstante la gravedad del cáncer
prostático que padecía y a pesar de haber asumido sin ambages su
responsabilidad ante la historia por la política internacional que
condujo su gobierno.

Interés especial reviste, en este acápite, la revelación que hace el
autor acerca de las intenciones bélicas de tres países vecinos a fin
de resolver por la fuerza los problemas fronterizos que confrontaban
con el Perú y que la incuria, incompetencia o pusilanimidad de los
gobernantes peruanos que precedieron a Leguía hizo que se tradujera en
una clamorosa precariedad vía status quo, modus vivendi o
sencillamente negociaciones infructuosas. No se trata ahora, por
cierto, de perturbar la fructífera relación vecinal trayendo a
colación episodios del pasado de ingrata recordación para los
peruanos. Sin embargo, resulta de gran utilidad este recordaris si se
quiere apreciar en su real dimensión el legado de Leguía y, por
oposición, la bajeza e infamia de Sánchez Cerro y sus cómplices, y el
por qué deben arrastrar ese baldón.

Nos dice Villanueva Urquijo que cuando "el Sr. Lozano tocó la puerta
de nuestra Cancillería no venía en actitud amistosa. Solapadamente nos
traía un conflicto. El no traía exclusivamente la representación de su
país (sic)." Da a entender qué gobierno estaba detrás de esta
confabulación para "poner término violento a viejos pleitos
internacionales derivados del incumplimiento de un pacto desgraciado",
y agrega a renglón seguido lo siguiente: "Fue la República de Colombia
la que aceptó el papel de provocador. La misión del Sr. Fabio Lozano y
Lozano, no era pues, una misión sencilla. Sí lo era de trascendencia
(en cursivas en el original). O el Perú se entendía amistosamente
(Idem), o se le agredía en conjunto (sic), a fin de someterlo por la
fuerza e imponerle con las bayonetas la obligación de aceptar
mutilaciones territoriales caprichosas."

Por cierto, más de un historiador peruano ha especulado respecto al
"cuadrillazo" o "polonización" que se cernía sobre el Perú. Mas, el
testimonio de quien fuera por esa época diputado del Departamento de
San Martín, precisa mejor la verosimilitud de la amenaza y lo
magistral de la respuesta de Leguía, atacando casi en simultáneo los
tres frentes mediante propuestas negociadoras que a la postre dieron
sus frutos.

El trueque de Leticia

No es del caso detenerse aquí en la negociación propiamente dicha del
Tratado Salomón-Lozano, por lo demás explicada ampliamente en "El
Tratado de 1929. La otra historia." Pero sí es importante marcar las
coincidencias con la obra que se comenta. En primer lugar, Leguía
aceptó con renuencia la propuesta de Lozano, mientras involucraba a
Estados Unidos en la ejecución del artículo III del Tratado de Ancón.
En segundo lugar, concluida la negociación y firmado el tratado el 24
de marzo de 1922, Leguía procuró retardar sine die su aprobación por
el Congreso peruano, interesado como estaba en desactivar la amenaza
tripartita sin dejar de recuperar Tacna y Arica. En tercer lugar, se
falta a la verdad cuando se dice que Leguía cedió Leticia. El modus
vivendi que siguió en 1911 al incidente de La Pedrera en el que fue
protagonista el entonces Coronel Oscar R. Benavides, puso en evidencia
la precariedad de las posesiones peruanas al este del río Putumayo.
Adicionalmente, el tratado de límites colombo-ecuatoriano de 1916,
mediante el cual ambos países se repartieron virtualmente la margen
izquierda del Marañón-Amazonas, no hizo más que complicarle las cosas
al Perú, por cuanto Ecuador le reconoció a Colombia en virtud de ese
tratado una porción territorial en la margen septentrional del
Amazonas que en la actualidad iría desde Pebas o Pijuayal en el Perú
hasta la frontera con el Brasil. En fin, es bueno recordar que los
mapas editados en Francia, Alemania y Estados Unidos en la segunda
mitad del siglo XIX, y aún antes, tradujeron sesgadamente ese
posicionamiento geográfico de Ecuador y Colombia sobre la margen
izquierda del Marañón-Amazonas, arbitrariamente basado en el Tratado
Larrea-Gual, firmado por el Perú en Guayaquil, el 22 de setiembre de
1829, en pleno derrumbe de la Gran Colombia.

Dicho en otras palabras, si bien el Perú tenía en 1922 la posesión del
denominado trapecio de Leticia y ejercía autoridad en su territorio,
no es menos verdad que desde 1821 seguía pendiente la definición de la
línea de frontera con Colombia, juntamente con la de Ecuador, desde el
momento que Simón Bolívar tomó la decisión unilateral de usurpar
Guayaquil y pretender, luego, arrebatarle al Perú, Ayabaca, Jaén y
Maynas, mediante un aprovechamiento desleal de su condición de
dictador supremo. (Las veleidades autocráticas de Simón Bolívar:- Tomo
I : La usurpación de Guayaquil.- Lima, 2005). Por lo tanto, no fue
casual ni reciente que Colombia y Ecuador, que aprendieron a actuar
concertadamente, persistieran bien entrado el siglo XX en su
pretensión de contar con un acceso directo al río Amazonas.

La obra trascendente del presidente Leguía consistió en dividir a los
aliados ocasionales para negociar por separado con ambos, dentro de
una coyuntura muy difícil como fue la negociación preliminar con Chile
sobre el arbitraje. Primero con Colombia, aceptando, en 1922, la
cesión de Leticia a cambio de recibir como contrapartida el triángulo
de Sucumbios, valiosa franja territorial de importancia estratégica
para el Perú porque lo colocaba, por el este, muy cerca de Quito, y de
trueque, pues años más tarde, fue vital ese pequeño pedazo de
territorio en la negociación del Protocolo de Río de Janeiro de 1942.
(La Negociación del Protocolo de 1942: Mitos y Realidades.- Sociedad
Peruana de Derecho Internacional y Academia Diplomática del Perú.-
Lima, 1997). Y, a los dos años, con el Ecuador, porque se concluyó el
21 de junio de 1924, el Protocolo Castro Oyanguren-Ponce, en virtud
del cual los dos Estados se comprometieron bonna fide a establecer el
procedimiento para llegar más adelante a una solución definitiva de su
controversia limítrofe.

No es de extrañar que ninguno de los iracundos opositores de Leguía,
estuviera al tanto de los esfuerzos secretos del mandatario para
sacrificar de ser el caso el Tratado Salomón-Lozano, tan pronto el
mecanismo del laudo arbitral del presidente estadounidense Calvin
Coolidge se pusiera en marcha. Conviene recordar a este respecto que
meses después de suscribirse en Lima el Tratado Salomón-Lozano y el
Protocolo de Arbitraje y Acta Complementaria con Chile, el 24 de marzo
y el 20 de julio de 1922, respectivamente, el Gobierno peruano informó
reservadamente a su enviado en Bogotá, el 19 de setiembre de ese año,
de su intención de gestionar la modificación de la línea de frontera
aceptada en el Tratado Salomón-Lozano.

Con posterioridad, el 11 de noviembre de 1924, el Gobierno brasileño
alcanzó a Torre Tagle un memorando en el que señalaba que con el
acceso colombiano al Amazonas, de conformidad con el Tratado
Salomón-Lozano, se había modificado el status territorial del río
Amazonas sin haber oído al Brasil. El Perú que no veía con malos ojos
esa objeción y que pudo haber estado en su génesis, propuso una
negociación tripartita en Washington. Y no es pura coincidencia que la
solución a este último impasse se diera a través de un procès verbal
suscrito por los representantes de los tres países el mismo día que el
Presidente Coolidge firmara el laudo arbitral, el 4 de marzo de 1925.

Si bien el 30 de octubre de 1925 el Congreso colombiano aprobó el
Tratado de 1922; un mes más tarde, sin embargo, el Presidente Leguía,
le confesó sin ningún empacho al Embajador estadounidense en Lima,
Poindexter, que el tratado de límites con Colombia no sería examinado
por el Congreso peruano hasta que no se hubiera resuelto primero el
asunto del plebiscito de Tacna y Arica, con lo cual el fantasma del
linkage se hizo evidente para los Estados Unidos.

Asimismo, por esos días el Gobierno del presidente Leguía tomó una
decisión que sus detractores la callaron en todos los tonos, por
razones obvias, y que hoy en día ya no es posible seguir ocultándola.
En concreto, el 20 de noviembre de 1925, el Gobierno peruano autorizó
de manera previsora la definición de los linderos y luego la
colocación de mojones de la denominada hacienda "Victoria" en Leticia,
prima facie de propiedad de Enrique A. Vigil Chopitea, y con una
extensión de 550 hectáreas. El título de propiedad fue expedido por el
Ministerio de Fomento peruano el 15 de abril de 1926. Es decir, no
obstante que el Tratado Salomón-Lozano había sido ya ratificado por
Colombia, en un hecho histórico que ha permanecido inédito por mucho
tiempo, el Gobierno peruano decidió regularizar, en 1926, en el
corazón de Leticia, la propiedad de un ciudadano peruano que no le era
desconocido. En una palabra, Leguía adquirió otro "Chinchorro" en
Leticia y solo al año siguiente, el 20 de diciembre de 1927, el
Congreso peruano ratificó el Tratado Salomón-Lozano, en circunstancias
que ya era evidente el afán de la diplomacia chilena de procurar un
arreglo directo sobre la suerte de las "Cautivas", en vez del proceso
plebiscitario que lo estaba llevando a una derrota moral y jurídica. Y
para el efecto, buscó la cooperación del Secretario de Estado Kellog.

Este "Chinchorro" peruano, que pudo haber sido un valioso enclave
estratégico del Perú en Leticia, fue desgraciadamente vendido por
Enrique Vigil al Capitán de Fragata Oscar Mavila, el 6 de agosto de
1936. Pero, mediante un documento de carácter privado que se guarda en
el Archivo Central del Ministerio de Relaciones Exteriores, Mavila
dejó constancia en aquella oportunidad que había actuado en nombre del
Gobierno peruano, utilizando con ese fin un dinero que salió del
pliego presupuestal de la Cancillería. Gobernaba el Perú Oscar R.
Benavides, era canciller Alberto Ulloa Sotomayor y Secretario General
de Relaciones Exteriores Enrique Goytizolo Bolognesi. Lo discutible
del caso reside en que al año siguiente, en una torpe decision del
Gobierno de Benavides la hacienda "Victoria" ( el "Chinchorro"
peruano en Leticia), fue vendida por el Perú a Colombia, a través del
representante colombiano en Lima.

Durante el injusto y arbitrario proceso que se le siguió a Leguía (el
único presidente del Perú que murió envilecido luego de estar preso en
el Panóptico) en el Tribunal de Sanción Nacional, fue llamado a dar su
testimonio Julio Arana, feroz opositor del defenestrado presidente por
tener intereses caucheros en el Caquetá, quien no escatimó en
reconocer que el Dr. Salomón le había manifestado años atrás el
interés prioritario del Gobierno de Leguía de terminar con la
cuestión de límites con Chile, para lo cual resultaba indispensable
poner fin al diferendo territorial con Colombia y de ser posible con
Ecuador, para así neutralizarlos y tener más fuerzas en las difíciles
negociaciones con el vecino del sur. También recordó Arana que, en
opinión del Dr. Salomón, hubo cierta presión de parte de los Estados
Unidos para que fueran terminados los arreglos con Colombia antes de
que el Presidente Coolidge emitiera su fallo arbitral.

En pocas palabras, no hubo entreguismo ni mucho menos traición en la
supuesta cesión de Leticia. Lo que sí hubo fue un inteligente trueque,
y hace muy bien Villanueva Urquijo en recordárnoslo; pues eso le
permitió a Leguía, a continuación, recuperar Tacna, y con ello darle
al Perú cuatro fronteras, tras la magistral faena que libró como
presidente, entre agosto y septiembre de 1909, para delimitar las
fronteras con Bolivia y Brasil. Por todo ello, nadie merece más
respeto ni agradecimiento de los peruanos que Augusto B. Leguía. Fue
él quien, a despecho del civilismo parasitario, dio "piel" al Perú y
lo introdujo en la modernidad. Mantenerlo en el purgatorio político es
indigno de la peruanidad y contrario a la verdad histórica.
Enhorabuena que "Los Peruanoides" nos haga ver a los peruanos nuestro
craso error. Ya es tiempo que la avenida que llevaba su nombre vuelva
a lucirlo con orgullo, y que se le erija el monumento que con justicia
se merece este patricio de excepción.