por Herbert Mujica Rojas
22-11-2006
Leguía ante la historia
No parece un lugar ni una circunstancia comunes que un presidente
desaparecido en 1932 y con varios regímenes políticos en su haber, con
yerros y aciertos, sea blanco de iras -gran parte injustificadas por
reprobable ignorancia- luego de tantas décadas de su protagonismo. Es
el caso de Augusto B. Leguía. Pero es bueno advertir, en palabras de
otro ilustre peruano contemporáneo, el patriota Alfonso Benavides
Correa, que: "La crítica, sin embargo, no será unánimemente
laudatoria. Las críticas se resienten de superficialidad, de carencia
de fundamentación histórica y sociológica seria; no van al fondo en el
examen de los problemas ni intentan revisión alguna de las cuestiones
que realmente importan a la República; optando generalmente por el
ominoso silencio". (Prólogo al notable libro del embajador Félix C.
Calderón, Las veleidades autocráticas de Simón Bolívar, Lima, 2005).
¡Precisamente!, es el mismo Félix C. Calderón, en otra obra de
singular valor historiográfico, El Tratado de 1929. La otra historia,
(Lima, abril 2000), que en Conclusiones presenta un valioso juicio
sobre Augusto B. Leguía.
Leamos:
"El Tratado de 1929 por el cual se puso fin, en forma definitiva, al
diferendo territorial entre el Perú y Chile, sólo fue posible una vez
que el Perú pudo encontrar una solución definitiva a sus controversias
fronterizas con el Brasil, Bolivia y Colombia, en ese orden
cronológico. La posición ventajosa que tenía Chile como potencia
ocupante, por más ilegal que haya sido ese status, determinó el
sentido de esa estrategia negociadora.
Todos los gobernantes peruanos que precedieron a Augusto B. Leguía,
desde 1890, vivieron la dolorosa cautividad de Tacna y Arica y
trataron a su manera de encontrarle una solución negociada a través
del plebiscito, ante la imposibilidad de recuperarlas por la fuerza,
al mismo tiempo que intentaban convivir precariamente con los otros
países vecinos, echando mano, a título provisional, al statu quo o al
modus vivendi, a falta de lograr la ansiada línea de frontera
definitiva. Esta situación de inestabilidad fronteriza se agravó en la
primera década del siglo XX, período del cual se habló del
"cuadrillazo" o de la "polonización" del Perú, siendo evidente la
acción concertada de Colombia, Ecuador y Chile.
La campaña de chilenización llevada a cabo desde 1900 (primer caso de
national cleansing del siglo XX en el mundo), estuvo destinada a
forzar el triunfo chileno en un plebiscito extemporáneo e irregular, a
despecho de los "catorce puntos" del presidente Wilson. No había nada
más cómodo para la potencia ocupante que consolidar su política de los
hechos consumados, mientras que su diplomacia distraía a la peruana
con fórmulas conducentes a hacer posible un plebiscito amañado. En
entendimiento Huneeus-Varela, negociado en los primeros meses del
gobierno de Billinghurst, es un ejemplo pasmoso de los réditos que
obtuvo Chile con esa estrategia.
Cuando Leguía llegó al poder en setiembre de 1908, encontró un país
sin fronteras, o lo que es lo mismo, el Perú tenía litigios
fronterizos con los cinco países vecinos. No sabemos por qué antes
faltó resolución para resolver, por lo menos, uno de esos litigios. Lo
cierto es que en 1910 se estuvo al borde de la guerra con el Ecuador,
convenientemente acicateado por Chile, que le suministró armamentos.
Leguía, estadista visionario, comprendió que todo esfuerzo para sanear
la hacienda pública no dejaba de ser una ilusión, si es que no se
arremetía con decisión y firmeza la tarea de resolver los diferendos
territoriales. Intuyó que esta gravísima situación no podía seguir
postergándose más, y a él cupo el privilegio de enfrentarla asumiendo,
sin atenuación, su responsabilidad ante la historia, como él siempre
lo dijo. Dejó de lado las doctrinas a priori, para guiarse únicamente
por la doctrina de las circunstancias, como diría algunos años más
tarde De Gaulle, que le permitió concebir una estrategia negociadora
pragmática, expeditiva y de resultados tangibles.
Es así como, en su primer gobierno, en setiembre de 1909, pudo
resolver en forma definitiva los diferendos territoriales con Brasil y
Bolivia en menos de tres semanas de perseverante negociación con
Petrópolis y La Paz. Y durante el "oncenio" hizo lo propio con
Colombia, en 1922, y luego con el Ecuador, como lo atestigua el
Protocolo Castro Oyanguren- Ponce. Con Chile, conciente de la
esterilidad y frustración del trato directo, Leguía propició desde
1920 un nuevo enfoque, basado en la intervención de los Estados Unidos
por la vía del arbitraje. Si bien fue un camino salpicado de riesgos y
críticas en el plano interno, al final el papel arbitral del
presidente de los Estados Unidos significó una visión ética distinta
de la controversia que se tradujo en la reivindicación moral del Perú
al ser declarado impracticable un plebiscito justo y correcto por
culpa de Chile. Huelga recalcar que sin ese exitoso proceso de
saneamiento de nuestras fronteras con el Brasil, Bolivia, Colombia y
Chile, habría sido imposible la conclusión del Protocolo de Río de
Janeiro de 1942, por el presidente Prado.
Los preceptos que inspiraron al presidente Leguía en ese juego
estratégico de dominó fronterizo fueron, por regla general, los
siguientes: (i) La solución tenía que encontrarse dentro de una
atmósfera de paz y de reconciliación en beneficio de la amistad
continental; (ii) Para llegar a un arreglo definitivo con Chile era
menester primero zanjar las otras diferencias limitrofes. Por eso en
su primer gobierno, evitó desaprovechar la oportunidad que le ofrecio
el laudo arbitral del presidente argentino Figueroa Alcorta; (iii) Las
negociaciones tenían que realizarse en secreto; (iv) Preferencia pr el
trato directo en la resolución del diferendo territorial, éste fue el
camino que observó con el Brasil, Bolivia y Colombia; (v) Preferencia
por el canje territorial para llegar a una solución expeditiva de los
impasses; (vi) Con Chile, ante el fracaso del trato directo en el
pasado, había que seguir un enfoque distinto, propiciando la
intervención de los Estados Unidos a través del arbitraje; (vii) La
misma fórmula debía ser aplciada en la controversia territorial con el
Ecuador si el trato directo se hacía imposible; (viii) Modificado, por
lo menos, un factor de la ecuación que daba ventaja a la potencia
ocupante, podía optarse por el trato directo, pero con la
participación testimonial del gobierno de los Estados Unidos; (ix) La
división de las provincias cautivas, si era inevitable, tenía que
estar condicionada a irrenunciables exigencias del Perú; (x) La salida
portuaria de Tacna por Arica, si esta provincia quedaba
definitivamente en manos de Chile, era una de esas condiciones; (xi)
Otra de ellas era la propiedad peruana, en toda su extensión, del
ferrocarril Tacna-Arica, una vez vencida la concesión que tenía la
empresa inglesa.
Resuelta la controversia territorial con Chile, el presidente Leguía
resumió muy bien su sentir ese 29 de mayo de 1929, con las siguientes
palabras: "A la edad que tengo, cuando considero cumplidos mis deberes
privados y públicos, y cuando el pasado es para mí una realidad que he
vivido, y el porvenir una esperanza que no veré, celebrar el Tratado
con Chile equivale a trabajar únicamente para la posteridad, por el
bien de las generaciones futuras, por la gloria y el progreso de esta
Patria querida, que yo quiero que subsista una e invariable mientras
unas generaciones bajan a la tumba y otras se abren a la vida. Estas
últimas sabrán juzgarme".
El Tratado de 1929 constituye un acuerdo condicionado en el sentido de
que el Perú sólo aceptó la división territorial si, además del regreso
de Tacna o gran parte de ella a la heredad nacional, se le daba a este
territorio una salida portuaria por Arica a fin de atender la
situación mediterránea en que quedaba por la pérdida de su puerto
natural. Dicho en otras palabras, para el Perú el Tratado de 1929 y su
Protocolo Complementario encierran dos condiciones fundamentales,
estrechamente imbricadas, que de no ser cumplidas ponen en tela de
juicio la solidez de ambos instrumentos. Esas dos condiciones
fundamentales son: el regreso de Tacna asociado al disfrute en el
puerto de Arica de la independencia más propia del más amplio puerto
libre, de conformidad con lo dispuesto en el artículo quinto del
Tratado.
Fue sólo el acuerdo sobre la salida portuaria lo que hizo posible el
Tratado de 1929. Porque es bueno recordar que fue, precisamente, la
divergencia sobre la modalidad que debía revestir esa salida portuaria
lo que paralizó la negociación por más de tres meses en Lima. Por eso
el artículo quinto responde a una lógica inversa a la de su redacción
literal. Es porque el comercio de tránsito al Perú debe gozar de la
independencia propia del más amplio puerto libre que Chile se obliga a
conceder al Perú y a construir a su costo los establecimientos y zonas
que permitan con esa finalidad. Y no al revés.
El carácter fundamental que tiene lo previsto en el artículo quinto
debe, además, ser interpretado en función del proyecto sobre el
remozamiento portuario de Arica contemplado en 1929 y la "zona de
libre tránsito" definida en el plano anexo a la Convención de 1930. Y
si bien no tien por qué haber un correlato geográfico puntual e
ineludible, no es menos cierto que tampoco se puede vulnerar el
espíritu que apunta a conferirle un carácter integral, sin solución de
continuidad, a los establecimientos y zonas que conserva el Perú en el
puerto de Arica" (pp. 321-324, ob. cit)."
…………………….
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