Teresa se va yendo del país que quiso cambiar
por Joan Guimaray; joanguimaray@gmail.com
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1-7-2022
Como muchas mujeres
peruanas, Teresa luchó para cambiar el rostro del Perú. Batalló con la idea de
que mejorase en algo el país que ama. Y ahora, está yéndose poco a poco, y creo
que también yo, empiezo a irme lentamente.
Confiada en su
coraje para luchar, convencida de su valentía para resistir y muy segura de su
fortaleza para vencer, subestimó a ese maldito carcinoma. Y ahora, se está
yendo de este paraje.
Teresa Guimaray, no
es mi prima ni mi pariente. Aunque algo me dice que entre ella y yo existe un
silencioso parentesco, un vínculo no averiguado, un lazo no descubierto. Pues
el apellido Guimaray que se desglosó de esa portuguesa voz Guimarães, procede
de una sola raíz. Y quizá por eso, siempre supimos guardarnos el mutuo aprecio
como si fuéramos hermanos. Pero ahora, día tras día, va yéndose.
Nos conocimos en la
porteña llanura de las fragorosas batallas. Allí, donde los jóvenes de mi
generación que queríamos cambiar el mundo, luchábamos con denuedo, bajo la
bandera de la esperanza que ondeaba en nuestros juveniles sueños. Pues, por
esos lejanos años, la izquierda que nos había atraído, era toda una promesa.
Producía ideas, reflejaba decencia y hasta nos parecía unida. Por eso, ella y
yo, estuvimos entre los chicos que pensaban construir un mundo de justicia.
Porque ese vivo anhelo de forjar un país de armonía, era también nuestro ideal.
Pero ahora, está yéndose obligada por la arbitrariedad del destino.
Ella pertenecía al
partido que representaba a la mayoría de los trabajadores. Era una de las pocas
jóvenes lidiadoras en las filas de esa organización que era capaz de movilizar
a casi todo el país. Ejercía su deber con las convicciones sanas y las ideas
invictas. En cambio, yo –aunque no se me notaba–, no sólo cargaba el peso de
mis propias dudas y soportaba el volumen de mis incertidumbres, sino además, no
militaba en fila alguna de ningún partido.
La temprana lectura
de La nueva clase de Djilas, me había
convertido sólo en un simpatizante sin registro, un periférico seguidor de un
frente que albergaba varias agrupaciones menores.
Por eso, mientras
ella con su nívea pureza de joven creía sin peros, reparos ni dudas en las
internacionalistas ideas que construirían un país de igualdad, yo ya tenía la
credulidad mermada en ese socialismo marxista. Pero, nunca se lo revelé. Jamás
se lo expliqué. No quise desanimarla, temí frustrarla, tuve miedo de desilusionarla.
Hasta que, de las propias entrañas de esa izquierda en la que ella confiaba y
que yo aún creía, emergieron las ambiciones ahogando las ilusiones, flotaron
las traiciones asfixiando las esperanzas. Sólo entonces, dejamos de vernos por
varios años.
En ese tiempo que
se fue difuminando, mientras yo, asilado en esa vieja y desaparecida emisora de
la avenida Arequipa hablaba de naderías y escribía mis primeras banalidades,
ella se había mudado de barrio, se había graduado de maestra en La Cantuta, y
se había unido en himeneo con el hombre que creía que la amaba. Y ahora, se va
despidiendo, y sola.
Un día de verano,
cuando en pleno centro de Lima volvimos a encontrarnos bajo el canicular sol
del mediodía, decidimos pasar revista a todo lo andado. Allí me enteré de sus
logros, éxitos y triunfos. Me sentí infinitamente feliz. Supe que con esfuerzo
de vida se había labrado el futuro. Desde entonces, nos mantuvimos conectados
por ese invisible hilo electrónico, hablándonos de asuntos sin fin,
bromeándonos con algunos de nuestros propios desatinos, pero, sin vernos los
rostros, sin mirarnos las pupilas. Y estuvimos así, hasta que llegó la peste.
Cuando a mediados
del pasado año la llamé, me preguntó que si algún día me animaría a visitarla.
Yo le prometí que antes del fin de año estaría en su casa. Y, casi a fines de
noviembre, le toqué su anunciador eléctrico. Ella salió a recibirme con ese
mismo ánimo con el que la conocí. Nos abrazamos olvidándonos de la pandemia.
Nos miramos los rostros, reconociéndonos. Sumamos los años que dejamos de
vernos. Y, nos dimos cuenta de que el tiempo nos había ajado.
El día aquél en que
el tibio sol ya parecía anunciarnos el verano, hablamos de cosas sin fin.
Incluso, recordamos nuestras lejanas utopías juveniles. Nos reímos de todo lo
que habíamos hecho para que se hiciera realidad. Y, a la hora de la despedida,
dijo que pronto pasaría por el quirófano, pero que no era nada de cuidado.
Hace algo más de
una semana, día en que cumplía años, me enteré de que había empezado a despedirse.
La limeñísima Ninfa que me acompaña, y que también cumplía años ese mismo día,
le llamó para saludarla. La noticia que recibió, me dejó congelado. No tuve el
valor de decirle que me pasara el portátil en el que estaba su voz. Yo sabía
que ella quería escuchar la mía, pero no pude. Había quedado afásico y con el
universo nublado a punto de llover. Sólo instantes después, pensé verla
personalmente.
Unos días más
tarde, la circunstancia permitió que nos viéramos dentro de una cabina rodante
que la trasladaba de la clínica a su casa. Nos miramos serenamente. Nos
saludamos ya sin encender nuestras gracias. Eludimos hablar de su estado. Pero,
nuestras pupilas se entendieron. Y, no sé si ese día, ella se despidió de mí.
Tampoco sé si una vez más la volveré a ver. Sólo sé que su imagen perdurará en
mi firmamento. De mi roído universo jamás se diluirá su figura de joven, lozana
y casi adolescente, marchando en las filas de su partido, en bluyín, polo y
pañoleta al cuello.
Me hubiera gustado
decirle que la vida sólo es un instante de luz sin principio ni final, y la
muerte sólo un suspiro en el infinito, pero, ya no puedo.