¿El hombre enfermo de América?
por Héctor
Vargas Haya; peru293@gmail.com
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14-3-2023
El título es un
remedo alusivo al calificativo de “el
hombre enfermo de Europa”, adjudicado, hace más de un siglo, al viejo imperio turco, víctima del desgobierno de corruptos
califas y sultanes y sumido en
dramática decadencia y grave crisis económica, financiera y
descomposición moral, casi en ruinas,
después de los estragos y la ocupación, al término de la guerra mundial
de 1914.
Tan insostenible drama dio origen, en 1919, a la acción patriótica denominada la
“revolución de los jóvenes”, liderada
por Mustafá Kemal, el que triunfante tomó
Anatolia, expulsó a los califas y sultanes y proclamó la República de Turquía.
Elegido presidente, el Parlamento lo denominó Atatürk o padre de los turcos e
inició una nueva forma de gobierno.
Viene a cuento la
referencia histórica, a propósito de la
descomposición moral en el Perú, convertido en escenario de conflictos, odios,
ilícitas ambiciones y galopante corrupción. El Perú no tuvo califas ni
sultanes, pero sí terratenientes y hordas militares que acuartelaron a la
República, convertida en un feudo, en el que impusieron indeseables y
destructoras conductas.
A partir de la instalación de la República, ya había
aflorado desenfrenada e incontenible corrupción en agravio del Erario,
convertido en fuente de asquerosos
enriquecimientos, escandalosa delincuencia pública, que obligó a Bolívar a
establecer la pena de muerte contra los que se enriquecían robándole al Estado
y contra los jueces que no aplicaran la ley.
Sostienen los
historiadores que la ley marcial frenó la corrupción, pero sólo tuvo vigencia
durante la corta presencia del Libertador, porque tan pronto se ausentó del
Perú, para reintegrarse a su patria, la aludida ley fue derogada, y la
corrupción retornó con mayor fuerza.
Por tan grave
descomposición moral, González Prada había acuñado la despiadada célebre frase:
“el Perú es un país enfermo de lacras morales incurables, donde se pone el dedo
brota pus”.
Y el implacable,
Manuel Atanasio Fuentes, en su fecunda bibliografía, condena a la degeneración
política, instaurada en 1854, por el general José Rufino Echenique, cuyo gobierno fue calificado “el de la orgía
presupuestaria” derivada de la ilícita conversión de la deuda interna y los
bonos de la deuda externa con los que benefició a su entorno familiar y a sus
amigos.
Contra tal grado
de corrupción, Ramón Castilla lo
derrocó, pero la corrupción ya se había instalado y resultó poco menos que
imparable.
Un siglo después,
Porras Barrenechea, decía que la fustigadora prédica y la corriente
positivista, de hace más de cien años, habían producido en la generación
radical un hondo pesimismo sobre las fuerzas espirituales y la convicción de
que el Perú era un país enfermo.
No hay historiador
que no condene dicha lacra, práctica cotidiana en el Perú, en todos los
niveles, como forma de vida. En la “Nueva Crónica del Perú, siglo XX”, editado
por el Fondo Editorial del Congreso, año 2000, Pablo Macera y Santiago Forn,
abordan el grado de corrupción política y manifestaciones somáticas,
indicadoras de la crisis moral en el Perú, incompatible con la civilización,
enfermedad que no se mide sólo por el número de actos de corrupción, sino por
la ausencia de voluntad para combatirlos.
Según unas encuestas,
más del 75% de los interrogados respondieron haber ofrecido o recibido ofertas
de sobornos, y las aceptan como algo normal, comportamiento derivado de la
ausencia de valores morales, por todo eso, cierta vez, Macera llegó a
sentenciar que “el Perú era un burdel”,
pero acto seguido, el psicólogo Baldomero Cáceres le replicó que estaba
equivocado, porque “los burdeles eran lugares muy bien organizados”.
La gran corrupción
que ha adoptado en el Perú, se halla casi institucionalizada, como
desvergonzada práctica consuetudinaria, que, descaradamente, hasta se ha
llegado a legalizarla mediante artilugios, como los denominados “LOBBYS”,
creados por ley 28024, de 23 de junio del 2003 y que, según se sostiene,
significan antesala, cabildeo, opinión, conferencia, para agilizar gestiones,
intereses comunes entre el Estado y los empresarios y promover decisiones correctas en la concesión
de servicios.
Pero ocurre que los benditos
lobbys terminaron legalizando la
corrupción entre postores y autoridades, los que los utilizan para las
componendas. Son doscientos años de caos y corrupción institucionalizada que
displicentemente es admitida, y a modo de conformismo se repite “en todas
partes hay corrupción”, sin reparar que en que en otros escenarios hay sanción.
Hace décadas,
respondiendo a la trillada expresión “en todas partes se cuecen habas” el poeta
César Moro decía: “sí es verdad, pero
la diferencia está en que en el Perú
sólo se cuecen habas”.
En su libro Perú, el historiador alemán E. W.
Middendorf, expresa que “después de la disolución de la Confederación Perú-Boliviana,
el país cayó en un estado de anarquía, y sólo bajo el gobierno de Castilla se
restableció el orden, era desconsolador imaginar todo lo que un gobierno
inteligente y desinteresado hubiera podido realizar con los millones que afluyeron, pero sólo se condujo a una
bancarrota sin paralelo.
“Castilla fue un
patriota y aunque dominante, no era codicioso y su dignidad no le permitió
enriquecerse a costa del Estado, fue su sucesor, el general Rufino Echenique,
quien en asuntos de dinero era diferente, el arreglo de la deuda externa
favoreció exclusivamente a extranjeros, se abultaron las escandalosas
irregularidades. Castilla se valió del descontento público para derrocarlo.
Piérola se aprovechó
del gobierno de José Balta, y firmó el
lesivo contrato Dreyfus…”. Tomo 2°, página 135ª
Decía González Prada:
“veamos a Piérola instalado en el poder, concediendo favores y cargos de
confianza a los que en todas las épocas se distinguieron por la rapacidad y la
desvergüenza. El restaurador de las tiranías y clausura de periódicos se valía
de subterfugios o triquiñuelas de tinterillo para confiscar imprentas y acallar
a los que hablan con independencia y osadía”, “nos haríamos dignos de Bolognesi
y Grau, si en vez de limitarnos a enterrar montones de polvo y huesos,
sepultáramos nuestras miserias y nuestros vicios. Los vivos seríamos superiores
si trazáramos una línea de luz y dijéramos: aquí termina un pasado de ignominia
y empieza la regeneración”.
Y en su libro Aletazos
del Murciélago, de 1866, dice Manuel A. Fuentes: “Así
somos y así seremos: para esto de cumplir con las leyes, no hay más que
llamar a un peruano que se deja sacar todas las muelas antes que dejar de
obedecer una ley…y las autoridades obedientes con escándalo; para unos es tener
una buena colocación y crecida renta; para otros, ponerse un par de
charreteras, ser bravos en tiempo de paz y pacíficos en tiempo de guerra…….
Según ellos, el Estado no es floreciente cuando no son el primer florón; el
orden está fuera de los rieles cuando no son los locomotores”.
El covid-19, puso en
evidencia la inmoralidad en la salud pública que colapsó, carente de oxígeno,
camas, unidades de cuidados intensivos, etc., y la mortandad, hasta de médicos
y auxiliares.
Vergonzosamente Perú
había registrado, un número de infectados y fallecidos que superaba a los de
Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Colombia, Bolivia y Venezuela juntos.
El Estado había
renunciado a su obligación de cautelar la salud pública, al transferirla a
favor de
empresas privadas, después de liquidar al Instituto Peruano de Seguridad
Social, titular de millonarios aportes económicos de más de siete millones de
trabajadores, que debiera ser administrado por un Directorio.
Se sostenía que no
había presupuesto, pero sí hubo para construir dispendiosos monumentos, como la
“villa olímpica”, con cuya millonaria inversión se pudo haber edificado
modernos nosocomios, pero pesaron mucho más las ilícitas angurrias.