por José María Arguedas
La invasión española se produjo cuando el canto y la danza eran la
expresión universal y necesaria del pueblo indio.
El canto, la poesía y la danza estaban a la edad en que son partes
comunes de la expresión más profunda del hombre; y en que eran, tanto
voz del hombre como del paisaje en que el hombre vive. Así como la
flor nace de la planta, que se alimenta directamente de la tierra y es
flor que embellece el suelo donde ha nacido, siendo al mismo tiempo
jugo y esencia de esa misma tierra, el canto indio de entonces era
flor de tierra, flor del paisaje porque era voz del pueblo, cuya alma
y cuyos sentidos todavía se alimentaban directamente de la tierra.
Y a esa edad de los pueblos es cuando el canto tiene más fuerza y
llega a todos los hombres irresistibles. Y cuanto más ciudadano,
cuanto más "superior", más sensible y pequeño se es para el canto.
Porque cuando viene cargado de toda la fuerza y de la belleza del
paisaje donde ha nacido, el canto llega más hondo al espíritu del
hombre.
El pueblo español se internó en este mundo indio. Era el mismo pueblo
que poco más tarde iniciaría el deslumbrante Siglo de Oro hispano; era
el mismo que había "cantado" la reconquista en el "Mío Cid". Y no
importó mucho su desprecio por el indio "moro"…
Cargadas en andas, adorados y temidos, llegaron a todas las quebradas
y a todas las alturas del Ande. En todos los pueblos del Imperio
abrieron su calle derecha, rompiendo en línea recta las ciudades
indias; tumbando residencias y rellenando o rompiendo laderas y
lomadas, le pusieron plaza de armas a los pueblos donde quisieron
residir; en la plaza hicieron construir, a fuerza de látigo, un templo
a Jesucristo, con altares tallados que después hicieron dorar y
adornaron con planchas de plata labrada.
Pero en ese español, más que en ningún otro vivían, con ardiente
energía, las virtudes de su raza. El canto indio perseguido y
condenado por la iglesia, llegaba de los montes, de las bocacalles, de
las plazas, y hasta el coro de los templos cristianos, como la voz de
la tuya, del chiwako y de todos los pájaros que cantaban desde las
cruces que los españoles clavaban en el techo de las casas, desde los
árboles que plantaron en los patios, en las plazas y en los
cementerios.
Y en el canto indio que oían en todos los caminos y en los pueblos,
desde el anochecer, sentían la fuerza y la belleza de la tierra nueva
conquistada; de los crepúsculos que doraban las montañas bajo cuya
sombra hicieron su residencia; de los ríos llenos de montes de retama,
de la soledad y el viento que oprimen el pecho en la puna grande.
Comenzando por los pueblos más pequeños, y por lo mismo más indios, en
que un grupo minúsculo de conquistadores vivían sumergidos en una
multitud india y en un paisaje y un cielo indios, hasta en los barrios
de las capitales, Cusco, Huamanga, Cajamarca…., donde el pueblo
cantaba su desolación y su esclavitud en jarawis, y donde a pesar de
los castigos, el pueblo salía a bailar en sus grandes fiestas nativas,
desafiando las amenazas o rodeando las andas de los santos católicos,
a los cuales, así como domeñaron el alma de los conquistadores,
también las indianizaron; comenzando por los pueblos más pequeños y
por los barrios de las capitales, barrios donde hicieron su residencia
los soldados rasos de la conquista, el canto indio fue infiltrándose
en el alma de los españoles. A medida que el paisaje hería más hondo
la sensibilidad de los invasores, indefensos ante la inmensa belleza
del Ande, el canto indio, oído a lo lejos, iba siendo, cada vez más,
la expresión de la propia inquietud que invadía sus espíritus ante el
paisaje en que habían fijado su nueva y definitiva residencia. Esa fue
la aurora del canto mestizo.
El español, y mucho más que éste el criollo y el mestizo, nacidos en
la nueva tierra, adoptaron el canto nativo; el canto nativo llegó a
ser la expresión suficiente de su emoción ante el paisaje, y de su
mundo interior. Y cuando lo pudieron oír en los instrumentos
españoles, como resultado del esfuerzo común, del indio por domar
estos nuevos y mejores instrumentos y del criollo por interpretar en
instrumentos propios, de los de su ascendencia más influyente, la
música en que se reflejaba la hermosura de la nueva residencia,
entonces la victoria de la canción india se hizo eterna para el Perú.
La canción india pura se transformaría, crecería y se multiplicaría, a
medida que el pueblo se transformara, pues tenía que evolucionar y
transformarse, desde que el pueblo invasor quiso mezclarse con el
nativo. Se transfiguraría durante centenares de años, hasta encontrar
el equilibrio, pero todo se haría sobre esta tierra y con una mayoría
absoluta de la sangre india. Y por eso, en el genio de todo su canto
se reconocería siempre lo indio, aun hasta cuando el pueblo en su
esplendor llevara esta música hasta la perfección universal, a la
mayor altura de su valor estético absoluto.
No ocurriría lo que en Argentina, lo que en México y en Chile. Que el
pueblo nativo aprendió la música de los invasores y la acomodó,
transformándola, a la expresión de su espíritu. En esos pueblos casi
toda la música del pueblo es de raíz y de origen español. En Argentina
y en Chile por la debilidad de la cultura nativa que fue arrollada y
vencida, en México porque la cultura prehispánica no logró la unidad
absoluta que en el Perú impusieron los kechwas. La victoria de lo
indio se produjo en el Perú ante el primer choque, exceptuando la
costa, donde el pueblo español se impuso, por causas que intentaremos
analizar después.
Este fue el proceso que siguió el pueblo común español en relación con
el mundo y el paisaje indio. Pero los aristócratas de la conquista,
los que se repartieron las canchas imperiales, trasladaron a los
palacios incas el mundo, el lujo, la música y la culinaria españolas.
De estas residencias donde lo indio no podía entrar, donde lo indio
era despreciado y era tenido por cosa vil y bárbara, se impartieron
las órdenes de destruir el arte indio y de perseguir todas las
manifestaciones del canto y de la fiesta popular india. Ordenes de
castigos, que a poco, en las quebradas lejanas de las capitales, en
los pueblos campesinos de la puna y de los bajíos, debían aplicarse a
los propios soldados de la conquista y a sus descendientes.
Esta aristocracia, pura o criolla, ante la absorción innegable que el
mundo indio hacía de los españoles comunes, hizo residir entonces, su
nobleza y su alcurnia tanto en los títulos nobiliarios como en el
desprecio a lo nativo. Y esa gente debió convertirse, en seguida, en
el obstáculo más fuerte y brutal de la normal evolución del nuevo
pueblo y de la nueva nacionalidad que surgía y germinaba en todo el
Tahuantinsuyo. Cuatro siglos después, en nuestra época, cuando todos
los territorios del Ande están poblados por gentes de esta nueva
nacionalidad, que ya son mayoría y dominan en todos los aspectos de la
vida social y económica, los descendientes de esa aristocracia, siguen
todavía agitándose en el centro de las capitales, defendiéndose
desesperadamente ante el levantamiento incontenible de esa nueva
multitud, que empezó a germinar en los barrios de las ciudades y en
los campos del Tahuantinsuyo colonial, y que ahora, próximo ya el
tiempo de entrar en el pleno dominio de sus destinos, se llama Perú.
*Revista Yachaywasi, No. 14, año III, Lima, junio 1942, pp. 18-19;
Arguedas, Textos Esenciales, Carmen María Pinillos Cisneros pp.
141-144, Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2006.