por Herbert Mujica Rojas
21-8-2008
¿Juventud enemiga del castellano?
Quienes transitan por la ciudad en microbuses tienen la suerte de
topar con fenómenos liquidacionistas de cualquier grupo social. Nos
asombramos con los políticos bananeros, los historiadores de plástico,
los mercenarios de las organizaciones de nuevos gángsteres, los
congresistas venales, pero a veces casi no prestamos atención a la
pobreza aterradora que luce nuestra juventud escolar y universitaria
en sus diálogos a voz en cuello. Por cada diez palabras, cinco o seis,
son groserías. Los vocativos son casi graznidos o interjecciones y la
pregunta surge de inmediato: ¿nuestra muchachada nacional es enemiga
del castellano?
Díjome un respetable hombre de prensa, semanas atrás, que él no podía
cambiar su forma de decir o escribir aunque eso significara su virtual
o real apartamiento de gruesos sectores que no lo iban a leer nunca o
escuchar en cualquier medio de comunicación. Me preguntaba con cierta
ansiedad si el hombre de prensa no tiene el deber ineludible de
procurar que su mensaje llegue al mayor público posible. Este criterio
puede constituir una renuncia, bien sea por cansancio, elusión o
convicción, al deber de transmitir o inocular conocimiento
informativo. Es cierto que en tiempos como los de hoy, la calidad es
un tema que compite con la cantidad, barata y hasta palurda. De hecho,
hay simios que se llaman periodistas y sólo narran hechos sangrientos,
morbosos y de un gusto vomitivo.
Cuando era escolar decir una lisura o palabra altisonante constituía
un hecho reprobable. Uno miraba a todos lados antes de proferirla. Si
un adulto se percataba de la malcriadez podía abofetear al responsable
y la admonición: ¡anda quéjate con tu padre! era incumplible. Por una
razón simple: el progenitor haría lo propio y con la señalada razón
que era mayor y que ¡así no se debía hablar! Lo mismo referido a la
micción en lugares públicos, a escupir o beber licor en plena calle.
Eso no ocurre hoy y quien pretenda llamar a esto conservadurismo
entonces no diferencia la cortesía que ennoblece de la vulgaridad más
callejonera.
Los profesores se esmeraban en el uso y tratamiento del lenguaje. La
historia del Perú cuando se estudiaba, era un deleite; la lógica, un
reto; las matemáticas un auténtico rompedero de cabeza; la educación
cívica, génesis de discusiones interminables porque habíamos quienes
creían que el gobierno militar de entonces era una dictadura; sin
embargo de los matices, los oradores, y hubo cantidad apreciable,
pugnábamos por presidir las reuniones, estábamos en los actos y jamás
declinamos la chance de dar nuestros pareceres. Y lo mismo pasaba en
otros colegios que en esas épocas visitábamos porque no había mayor
distinción entre colegios particulares y estatales, salvo a la hora
del fútbol, en que siempre perdíamos con el Dos de Mayo o en
basketball en que ganábamos todos los partidos. No poco es lo que debo
a mi alma máter el Colegio América del Callao.
En consecuencia, viajar en vehículos públicos premune de las
oportunidades de escuchar diálogos irreproducibles de groserías
innecesarias. Una vez capté cómo una niña llamaba a otra y la tildaba
de ramera (para no reiterar la palabra genuina) y celebraban el hecho
como si eso fuera algo normal y corriente. Cuando las palabras son
reemplazadas, obliteradas y nos ceñimos a la política del gesto, del
asentimiento vago o "tácito", entonces volvemos a ser monos y monas
con celulares. Ni más, ni menos.
Explícase de ese modo que apenas superada la universidad, con la
dudosa garantía que ésta ingrese a tantas almas ignaras, esta falta de
preparación eclosione en cataclismos de ineptitud en la vida
profesional. No parece raro ver a ponentes tartamudos que se refugian
en las presentaciones mecánicas y aburridas que leen en las pantallas.
Y cualquier idiota con cociente de inteligencia que no supera el grado
50 puede aparecer como genio o formador de opinión. ¿Y qué hacen los
padres? ¿y los maestros? ¿y los mayores que escuchan semejantes
barbaridades en los microbuses?
Una de las premisas más fundamentales de cualquier sociedad es la de
asumir sus taras y aceptarlas para iniciar su erradicación
comprendiendo que es mejor sembrar en verano –juventud- que lamentar
en invierno –vejez- cuando el daño es ya irreparable. Y en cuanto a
los comunicadores, su misión es transmitir hechos y también juzgar
eventos. Pero declinar su luz puede ser legítimo sin embargo es una
volitiva claudicación también al bien común que es la sabiduría del
conocimiento.
¿Juventud enemiga del castellano?
¡Atentos a la historia, las tribunas aplauden lo que suena bien!
¡Ataquemos al poder, el gobierno lo tiene cualquiera!
¡Rompamos el pacto infame y tácito de hablar a media voz!
¡Sólo el talento salvará al Perú!
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