Recordando a Oswaldo Reynoso
por Joan Guimaray; joanguimaray@gmail.com
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20-5-2022
Hace seis años, un veinticuatro de mayo partió a otra
dimensión, el originalísimo creador Oswaldo Reynoso, señero narrador de rebelde
pluma.
A inicios de los años sesenta publicó Los inocentes, obra que por su innovador estilo impregnado de
rebeldía y su novedosa propuesta estética cargada de autenticidad, alborotó al
conservador cenáculo de los ‘entendidos’ de la época.
Entonces, le llovieron las críticas, le persiguieron las
censuras, le cayeron los anatemas. Hasta la calumnia le mostró sus filudos
colmillos. Pues, habían querido domarlo, amansarlo y aplastarlo hasta moderarle
su rebeldía a fin de que encajara en el molde establecido. Pero, fiel a sus
convicciones éticas, estéticas y estilísticas, Reynoso no se dejó doblegar. Como
todo aquél que cree firmemente en lo suyo, permaneció tenaz en su peregrinaje
literario.
Y, en esa larga travesía, escribió En octubre no hay milagros, El
escarabajo y el hombre, Los eunucos inmortales
y otras obras más, títulos que para la envidia de sus detractores han pasado a
formar parte de la imperecedera biblioteca de los clásicos. Precisamente por
eso, a seis años de su partida a la eternidad, sus libros lucen lozanía,
respiran actualidad y evidencian insenescencia.
Yo lo descubrí, no en el colegio que se empeñaba en
adocenarme, sino, trasladándome de mi viejo barrio al centro de Lima. Al
interior del microbús en el que iba, dos jóvenes un poco mayores que yo, leían,
comentaban, se guiñaban los ojos y se desternillaban de risa. Sus gestos,
frases e ironías, me inquietaron tanto, que ocultando mi timidez osé
preguntarles por el título del libro. Ambos me miraron sin disimular sus
maliciosas sonrisas. Y casi al unísono me dijeron que lo encontraría como Lima en rock o Los inocentes.
Desde entonces, leí todos sus libros, aunque en persona no
lo conocía. Recién, casi a fines de dos mil siete, por la sugerencia de un
amigo, pensé en él. El exigente amigo me había dicho que a mi modesto trabajo Carta a mi maestra que acababa de salir
de la editorial, lo sometiera a prueba de fuego. Al principio, me asustó la
idea, porque también me había advertido que si Reynoso no aceptaba comentarlo,
debía de entender que estaba descalificado. Aunque al final, decidí correr el
riesgo y lo llamé a su casa. Me respondió amablemente diciéndome que le hiciera
llegar el libro.
Al siguiente día, cuando toqué su anunciador eléctrico, me
abrió él mismo, su blanca puerta. Y, casi de inmediato, entregándole el libro,
farfullé: «maestro espero que en octubre haya milagros y que los eunucos no
sean inmortales». Él me miró con serenidad. Me preguntó que si yo había leído
sus libros. «Todos, excepto el último», le respondí. «Bueno, el último, tampoco
yo lo he leído, porque recién está escribiéndose», dijo.
Luego de escucharme
que sobre mi modesto libro dijera todo lo que a él le parecía, me preguntó que
si yo pertenecía al gremio de escritores. Mi respuesta le sorprendió.
«Entonces, ¿usted no simpatiza con la izquierda?», me dijo. Yo eludí la
pregunta diciéndole que había leído a Milovan Djilas. El nombre del yugoslavo
le inquietó. «El testimonio de ese hombre es una verdad que desnudó a los
comunistas dogmáticos», dijo.
De su experiencia propia, me explicó con señales, detalles,
elementos y códigos. Sólo entonces, supe de que luego de la publicación de Los eunucos inmortales, sus propios
amigos comunistas se habían convertido en sus peores enemigos. Jamás pronunció
ni citó nombre alguno, pero su narración era tan elocuente que para mi
sorpresa, en mi mente se dibujaban rostros, flotaban nombres, aparecían
imágenes.
Nunca quise hablar de esos seres que tras supuestas luchas a
favor o en defensa de otros, esconden sus más frenéticos odios. Pero, hace
algunos meses atrás, cuando buscaba unos datos en mi archivo de diarios, saltó
ante mis pupilas, la opinión Razón social
del diario Uno, escrita por su
director por entonces César Lévano.
Al leer la columna, descubrí que Lévano, inmediatamente
después de la muerte de Reynoso, había escrito sobre él, únicamente para
lanzarle su espumarajo de odio. Es decir, al siguiente día de su deceso, cuando
ya no estaba en vida para defenderse, había dicho que Reynoso fue saqueador de
su biblioteca. Y como puede leerlo cualquiera, al final del segundo párrafo de
la columna publicada el veinticinco de mayo de dos mil dieciséis, literalmente
dice: «Revisó mi incipiente biblioteca y practicó un saqueo…».
Al releer esas infames frases, pensé en que Lévano había
sido un marxista bien ilustrado pero carente de grandeza humana, y recordé lo
que el propio Reynoso me había dicho: «aquí también, los comunistas odian hasta
morir y si pudieran eliminar a sus enemigos, lo harían sin escrúpulos».
Reynoso que aparte de haber leído La sociedad imperfecta, estuvo casi doce años en China, había
entendido de que el gran problema era el propio hombre. Por eso, para el
epígrafe de Los eunucos inmortales,
había escogido aquella vallejiana frase: ‘¡Cuídate de nuevos poderosos!’. Y
también por eso, al final de su misma obra, a uno de sus personajes, le había
hecho decir: ‘la vida sin libertad no sólo es fea, sino sucia’.