Señal de Alerta
por Herbert Mujica Rojas
17-10-2006
El núcleo purulento
por Manuel González Prada
Bajo el Oprobio, Lima, 1933
Alguien dijo que "el Perú no es nación sino un territorio habitado"; y
algún otro afirmó que "nuestra república se reduce a una simple
denominación geográfica". En lo primero cabe, por ahora, una buena
dosis de verdad. Si el Perú blasona de constituir nación, debe
manifestar dónde se hallan los ciudadanos –los elementos esenciales de
toda nacionalidad. Ciudadano quiere decir hombre libre; y aquí vegetan
rebaños de siervos; de esto al Dahomey o al Congo media muy poca
distancia. Si a las agrupaciones humanas se las juzga por los jefes
que se dan o toleran, mereceríamos llamarnos un campamento de
beduinos, una feria de gitanos o una ranchería de pieles rojas. No hay
derecho a título más glorioso cuando se obedece a un Benavides.
Las grandes naciones proceden con suma benevolencia al acreditar
plenipotenciarios cerca de nuestros Behanzines; más aunque nos tratan
de igual a igual (llevando la exageración su cortesía diplomática) no
dejan de estimarnos en nuestro justo valor. Si algunos estadistas de
las grandes naciones recurren al mapamundi para conocer nuestra
situación geográfica y cerciorarse de que no lindamos con el Japón o
el Canadá, otros saben que ayer producíamos guano y que hoy seguimos
en la costumbre de hacer revoluciones, celebrar empréstitos y no pagar
las deudas. España nos mira como a hijos ingratos y rebeldes; los
demás Estados nos consideran desde el punto de vista comercial
–vendedores y compradores: vendedores de cobre, algodón y azúcar;
compradores de manufacturas chillonas, baratijas de bazar aldeano y
novelones de Montepío y compañía.
El Perú fue la colonia favorita de España en Sudamérica. En él se
mostró más dispendiosa, esmerándose en dejar mayor número de obras
públicas. A falta de colegios, nos llenó de iglesias y conventos; mas
no podía legarnos otra cosa, dadas la época y la índole española. Esos
conventos y esas iglesias testifican el empleo de una gran fuerza
humana. Si los españoles reunieron mucho oro, no se lo llevaron todo.
Ignoramos lo que resultaría si se comparara el valor de lo legado por
los virreyes con el valor de lo edificado por los presidentes. Al
consumar la Independencia no figurábamos como la última nación del
continente. ¿Podemos llamarnos hoy la primera? Ninguna de nuestras
ciudades rivaliza con Buenos Aires, Montevideo ni Santiago: en todas
ellas se palpa la estagnación o la ruina, sobre todas pesa una
atmósfera de hospital y cementerio.
Lima, la decantada Lima, vale tanto como una ciudad europea de tercer
o cuarto orden. Tiene fisonomía vetusta, aire de cosa exhumada,
aspecto de una Pompeya medieval. Aquí se asfixia el hombre organizado
para respirar un ambiente moderno, aquí no puede saborear "ese buen
aire de París que, según Flaubert, parece contener efluvios amorosos y
emanaciones intelectuales". Gracias a los municipios gobiernistas,
ineptos y rapaces, Lima tiene por efluvios amorosos y emanaciones
intelectuales el vaho de alcantarillas mal cerradas, el aroma de
basuras aéreas y terrestres, el polvo de calles sin pavimentar o con
pavimento irrisorio y el miasma de charcos en putrefacción. Y esto se
llama "la perla del Pacífico" y "la Sevilla sudamericana". Con la
ridícula modernización de sus antiguallas inmodernizables y las nuevas
casas de estilo rastá, nuestra capital es una vieja verde que se
figura estar muy chic y a la moda con su traje de segunda o tercera
vida, sus perifollos descoloridos y su relente a moho disuelto en
naftalina. Cuando se vuelve a Lima, después de residir algún tiempo en
una ciudad moderna, se sufre tal depresión y tal desaliento que vienen
ganas de encaminarse al cementerio, introducirse en un nicho y hacerse
colocar una lápida. Vivo, muerto ¿no da lo mismo aquí? Los vivos de
nuestras calles y plazas ¿encierran más vida que los muertos del
panteón?
II
Según Edgar Quinet "las repúblicas hispanoamericanas nacieron con las
arrugas de Bizancio… Ahí el soplo matinal del Universo roza la frente
del hombre sin poder reanimar a ese viejo". Dudamos que semejantes
palabras (dichas a mediados del siglo XIX) convengan hoy a todas las
naciones americanas de origen español: algunas evolucionan en plena
juventud. Nadie osaría llamar a México, la Argentina, el Uruguay,
etc., jóvenes prematuramente avejentados, incapaces de rejuvenecerse
"al soplo matinal del Universo".
Desgraciadamente, nosotros nos hallamos lejos de figurar en el número
de las repúblicas que van consiguiendo borrar en su frente las arrugas
de Bizancio. Permanecemos bizantinos, sin la erudición ni el arte de
Bizancio, habiendo cambiado al gladiador y al retórico por el torero y
el rábula. Nuestro poco adelanto material ¿se compensa con el avance
de órdenes más elevados? Si por un cataclismo, semejante al de la
Atlántida, desapareciéramos en una sola noche, el mundo no sufriría
una gran pérdida: sólo unos cuantos mercaderes o mercachifles
lamentarían nuestra desaparición. Somos factor despreciable en la
riqueza intelectual de la especie humana: no hemos implantado una
reforma, creado una institución, enunciado una verdad científica ni
producido un libro magistral. No tenemos hombres sino ecos de otros
hombres, no expresamos ideas sino repetimos frases caducas y
apolilladas. Las voces de nuestro Parlamento, de nuestras
universidades y de nuestras asociaciones literarias o científicas
resuenan como el susurro de insectos alrededor de un pantano. Alguna
vez domina de tarde en tarde el susurro: chirrido de rana con ínfulas
de risueñor.
Políticamente hablando, vivimos tal vez en condiciones más degradantes
que bajo la dominación española. Si ayer nos sometíamos con
resignación a la tutela de un rey más o menos capaz de justicia, hoy
nos hallamos expuestos a caer bajo la tiranía de un aventurero de
ínfima ralea. Los virreyes no fueron tan abusivos como los
presidentes. La servidumbre durante la Colonia parece cosa natural: se
nacía vasallo y vasallo se moría; la servidumbre a los noventa años de
independencia, no se concibe y mueve a náuseas: nacemos libres y nos
convenimos a vivir esclavos. Y ¡esclavos de qué señores! El régimen de
violencia y rapiña inaugurado por la soldadesca el 15 de mayo habría
producido en otra nación un levantamiento general, y el tiranuelo
hubiera sido inmediatamente arrollado por las iras populares. En esta
muchedumbre sin médula ni sangre, la audacia y los crímenes del
incipiente Melgarejo peruano infunden pavor. Ante los cadáveres de las
víctimas inmoladas en Santa Catalina, el Napo, Llaucán, Vitarte,
Arequipa, etc., los hombres tiemblan (si hombre merecen llamarse los
eunucos de alma, los que no tienen virilidad arriba de la cintura). El
que no cede al miedo, se corrompe al interés.
Mas nada debe sorprendernos en un país donde la corrupción corre a
chorro continuo, donde se vive en verdadera bancarrota moral, donde
los hombres se han convertido no sólo en mercenarios sino en
mercaderías sujetas a las fluctuaciones de la oferta y la demanda. Una
conciencia se vende y se revende hoy en el Perú, como se vende y se
revende un caballo, un automóvil o un mueble. Admira que en las
cotizaciones de la Bolsa no figure el precio corriente de un ministro,
de un juez, de un parlamentario, de un regidor, de un prefecto, de un
coronel, de un periodista, etcétera.
Y nos referimos particularmente a Lima que en el organismo nacional
ejerce la función de núcleo purulento. Aquí nacen para cundir en toda
la República los gérmenes patógenos, aquí se malean los hombres sanos
venidos de las provincias a evolucionar en el mundo político. El
provinciano, cogido en la zarabanda de los intrigantes limeños,
comienza por adquirir una visión falsa de las cosas y acaba por sufrir
una completa obliteración del sentido moral. No se cura de las lacras
lugareñas y se contamina con los vicios de la capital. Un forastero
alimeñado se vuelve peor que los limeños pur sang.
El nombre mismo de nuestra capital encierra una ironía: se llama
Ciudad de los Reyes una población misérrima donde un presidente o
virrey de medio pelo gobierna en una corte de libertos o manumisos
encastados con franceses, alemanes, nipones, italianos, chinos,
etcétera. Esa corte abigarrada forma una especie de cadena masónica
constituida pro viejos avezados a la política de baja ley y por
jóvenes más intrigantes acaso y más podridos que los viejos. Aptos
para fraguar revoluciones, mas no para consumarlas a costa de su
sangre, los limeños dan en sus calles un terreno a las luchas,
entierran a los muertos y fraternizan con los vencedores. Y siempre ha
sucedido así; cuando nuestros miríficos abuelos encendían un castillo
para celebrar la entrada de los Patriotas, guardaban otro para
festejar el regreso de los Realistas. ¿A qué rememorar cómo fueron
recibidos en 1881 los vencedores de San Juan y Miraflores? Los fastos
limeños no registran muchos rasgos de valor ni de entereza.
Y sin embargo, las provincias viven fascinadas por la capital, con los
ojos fijos en ella, como aguardando las inspiraciones del oráculo
infalible: no piensan ni actúan sin conocer el pensamiento ni recibir
las órdenes de la Delfos peruana. Efectivamente –"¿Qué dice Lima?" se
pregunta la República antes de resolverse a tomar una determinación.
Los buenos provincianos, a causa de una aberración óptica, ven desde
lejos muy grande lo chico, tomando por Girardin al foliculario sin
gramática ni sentido común, por Talleyrand al mulatillo de labia y
tupé. A más, creen partidos numerosos a los estados mayores sin
ejército, reciben como evangelio el programa insustancial de
candidatos hechizos y viven seguros que el Mesías ha de nacer en la
tierra clásica de los tránsfugas y los logreros. En fin, dando risa y
lástima, se figuran que en Lima florece una juventud animada por los
ideales más sublimes y sedientos de sacrificarse por la regeneración
nacional. ¡Como si de una generación a otra la sangre de traidores y
rateros se cambiara en sangre de héroes y patricios! ¡Como si los
hijos no fuera aquí el trasunto de los padres! ¡Como si del lobo no
naciera el lobato y de la víbora el viborezno!
La desinfección nacional no puede venir del foco purulento; la acción
necesaria y salvadora debe iniciarse fuera de Lima para redimir a los
demás pueblos de la odiosa tutela ejercida por grupillos de la
capital.
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