Sunday, March 24, 2019

Una mujer*


Una mujer*
por Zully Pinchi Ramírez; zullyarlene39@gmail.com

24-3-2019

El sonido del despertador hizo levantar a Valeria, sus grandes ojos negros se quedaron  inmóviles mirando el techo del lujoso cuarto del hotel donde se hospedaba en Madrid, la habitación era bastante grande y estaba ubicada a unas calles de la transitada Gran Vía, el ruido, no le permitía, dormir cinco minutos más.

Dos cigarrillos y un café le sirvieron  de desayuno, mientras observaba un horizonte lejano que la hizo recordar a Eduardo, el motivo de su viaje, ilusión que la llevó a cruzar el Atlántico desde América, el aire congelado como un soplo, refrescó su rostro al sacar las cenizas por la ventana, mirar el pasar de la gente, la hizo sentir muy plena, qué más podía pedir, si dentro de unas horas se reencontraría con el gran amor de su vida, se comerían a besos y podrían juntar dos almas, llenas de lujuria.

En los días de su juventud, Valeria solía ser intensa y romántica, se encerraba en su cuarto y escribía horas de horas al amor, soñando que algún día un hombre la tomaría entre sus brazos y la llevaría a volar por Plutón, por la Osa Mayor y por todas las constelaciones planetarias, pero los más de diez años de desamor al lado de su esposo, Lorenzo Fabián, un político colombiano, bastante conocido por venir de una familia de personas dedicadas por décadas al servicio público, hicieron que se vuelva fría, insípida y hasta un poco arisca.

El tren a París

Valeria y Fabián viajaron a Europa, por asuntos de trabajo, dentro de su itinerario, se encontraba París, aquel viaje había sido utilizado como un pretexto para arreglar sus problemas maritales, pero resultó ser peor que un desastre. En el tren, Valeria se dirigió hacia el baño pero antes  se desvió del camino y fue hacía la cafetería, sin querer tropezó con una taza de chocolate caliente, alzó los ojos para ofrecer disculpas y vio por primera vez a Eduardo, sintió que la sangre, venas y arterias palpitaban junto con el estómago, al ver sus bellos ojos, una sensación de cariño y exclamación interior por ese hombre tan guapo que la estaba haciendo temblar. Se alejó hacía la caja pidiendo un café con leche, mientras Eduardo no le quitaba la mirada de encima.
-¿Viajas sola?-
-Sí, dijo Valeria. (temblando y casi susurrando)

El coqueteo ocular fue como el escorpión dejando el aguijón venenoso en su presa, la hipnotizó, Eduardo sintió sus feromonas, devoró a Valeria con su mirada, y ella, una mujer que se sentía muerta en vida, buscaba resucitar sus destrezas sexuales perdidas y cohibidas debajo de su vestido largo rojo, él, sin decir una sola palabra le propuso hacerle sentir placer en algún recoveco del tren, asintió con la cabeza y lo siguió, caminaron por cuatro vagones, buscando desesperadamente un baño libre, donde no hubiera nadie cerca. El tiempo pasaba y Valeria había olvidado a su esposo que la esperaba en uno de los asientos del tren.

-Te parece bien aquí, creo que no hay nadie. ¿Cómo te llamas?
-Valeria-
-Mucho gusto, Yo soy Eduardo-
- ¿Alguien te ha dicho que eres muy hermosa, casi como una diosa?-

No tardaron ni dos segundos en asegurar la puerta, y él se acercó, la besó suavemente, mientras acariciaba su larga cabellera negra, sus manos recorrieron espalda y senos, acarició su hermoso rostro, besó sus pequeñas orejas, le dio mil besos en las mejillas y volvió a los labios, sus manos fueron sin detenerse, muy atrevidas a todo, introdujo sus dejos en el escote del vestido, tocó con fuerza sus piernas, le  rompió todo su ropaje, descubriendo sus tatuajes, se acercó a observarlos en cuestión de segundos, los besó, subió bruscamente a su diafragma y llegó al lugar más íntimo y privado de Valeria, ella empezó a gemir, intentando correr, huir  y no permitir que aquella excitación terminara en una copulación, pero fue imposible detener a aquel mar intempestivo llamado: Eduardo, la había poseído totalmente y después de pronunciar su nombre y dar algunos gritos de éxtasis, los dos llegaron al clímax.

-Valeria, permíteme por favor, volver a verte, ten mi tarjeta, llámame pronto-
-No sé si lo haré, es que, yo… estoy casada.
-Eso a mí no me importa-

Valeria corrió a su asiento del tren, se puso su abrigo y una bufanda en el cuello y se hizo la dormida para que su esposo no se diera cuenta de que su vestido había sido estropeado.

Valeria, tenía 35 años, bonita, morena y delgada. Trabajaba arduamente en su matrimonio y en la crianza de sus hijas al mismo tiempo en que subía peldaños en su carrera profesional como antropóloga. Nació en Colombia en una familia acomodada, convencional y católica pero su ideología agnóstica la rebelaron al sistema, al machismo y al qué dirán.

Eduardo, madrileño, de 43 años, casado por terceras nupcias con una hermosa francesa, veinte años menos que él. Extremadamente noble, alto, rubio y con unos fascinantes ojos azules, había perdido toda ilusión en el amor, a la edad que tenía no había encontrado a alguien que le hiciera perder la cabeza.

Estaba completamente dedicado a representar los negocios que su padre le había heredado y tenía muy buenas cualidades altruistas, a menudo apoyaba asociaciones de mujeres maltratadas, animalistas y también ayudaba a causas sociales. En todo momento quería llenar los vacíos tan profundos de su corazón, erróneamente creía que el dinero, los títulos y los logros de su vida, le llenarían sus expectativas pero no fue así, a pesar de sus múltiples romances, cada vez la orfandad de pasiones le calaban la columna vertebral.

La cita

Llegando a París, Valeria se las arregló para llamar a Eduardo y quedar en encontrarse en un hotel cerca de la Torre Eiffel y del río Sena. Ella esperaba al misterioso hombre que le había robado más de mil suspiros en el baño de un tren.

-Valeria ¡baja, caminemos un rato-
-No, Eduardo, me estoy arriesgando en verte, mi esposo también está en París-
- Sigues con eso…  los dos sabemos que tú no amas ni deseas a tu esposo-

Eduardo entró al aposento, la empujó encima de la cama, tomó su móvil y puso una canción romántica, mientras la besaba como si el mundo se fuera a acabar, como si estuvieran filmando una película prohibida, como si fueran dos adolescentes descubriendo el éxtasis, la música sonaba y Eduardo subía o bajaba de intensidad la manera de penetrarla, la luz tenue hacía brillar el escenario, la miró a los ojos diciéndole tiernamente que la amaba, la dejó completamente desnuda, mirando sus formas tan exquisitas y deseables, besó de arriba abajo y de norte a sur su hermoso cuerpo, perdiéndose en su piel cálida y pálida. Se volvieron locos, los orgasmos en ella eran infinitos, la noche perdida no pudo contar la cantidad de veces que  hicieron el amor.

Durante los siguientes veinte días, Eduardo y Valeria, continuaron viéndose, el sexo rápidamente se convirtió en un sentimiento incontrolable, tanto así que ninguno de los dos podía evitar comerse, devorarse, dando rienda suelta a todas las poses inimaginables del idilio efervescente y esporádico que les tocaba vivir.

La promesa

El último día que se vieron, Valeria y Eduardo, caminaron por las calles aledañas al museo de Louvre, y mientras el sol del invierno, los iluminaba, las manos tímidas de cada uno no dejaban de entrelazarse, en uno de los semáforos, Eduardo no pudo más y con euforia abrazó a Valeria, sorpresivamente la hizo ir hacía un callejón, estando de pie, le quitó la ropa interior, bajó a besar sus muslos, llegando a los labios menores y mayores, cruzando la frontera del pubis hasta desembarcar en el  clítoris, logrando gemidos desenfrenados de su amada suplicándole que la hiciera suya.

Esa madrugada ambos prometieron que no permitirían que nada ni nadie los separara nunca, con una pequeña piedra puntiaguda, se hicieron un corte en las palmas de la mano, juntándolas sellaron un pacto de sangre mientras la luna llena era testiga y la lluvia celestina incondicional.

La confesión

Valeria no puede soportar el tiempo que está pasando desde que ha dejado de ver a su amado, la tristeza se refleja en ella, ha cumplido 40 años, y a escondidas todas las noches tiene compulsivas sesiones de onanismo pensando en Eduardo y su espíritu se va secando como una hierba estéril que no puede florecer y se desvanece de tanto llorar cada vez que recuerda toda su historia con él.

Van mil novecientos setenta y dos días de amarse, un año sin verse, viviendo un amor incondicional que le deja un sabor a miel y el recuerdo del olor a bosque aromatizado con limón de su hombre ardiente que le hizo conocer lo más insólito de lo inalcanzable. Su relación se había basado en encuentros furtivos y ocultos, llamadas telefónicas, mensajes por whatsapp, incontables correos electrónicos y fotos por facebook.

La actitud soberbia de su ambicioso esposo cada día la decepcionaba y la orillaba a ver un matrimonio en decadencia con un ataúd decorado con sábanas negras en lugar de un lecho matrimonial.

Lorenzo Fabián, 61 años, calculador, cínico y nada atractivo, llevaba años engañando a Valeria, la dejaba siempre consternada con sus desplantes en la alcoba y solo se interesaba en ella cuando debían ir juntos a actos públicos, por la apariencia desesperada para obtener sus sueños políticos.

La noche del quince de diciembre Valeria decide comprar un pasaje a escondidas con destino a Madrid, y quedarse allá, sabía que sería juzgada, por la sociedad hipócrita en la que vivía, como la mujer adúltera, pero estaba decidida a soportar el dolor de las piedras, de los insultos y de las ignominias, empacó sus cosas y marchó con rumbo al aeropuerto.

El reencuentro

El taxi llegó al hotel a recoger a Valeria, llevaba puesto el vestido favorito de Eduardo y una corbata azul que le daría de regalo, con la sonrisa inmensa, lucía radiante, finalmente el chalet de la avenida Recoletos sería su nido de amor por un tiempo indefinido.
- Valeria, te amo tanto, he soñado muchas madrugadas con este momento-
-  Yo te amo más, Eduardo, por fin podremos estar juntos para siempre-

Se bañaron, excitados se acariciaron los glúteos, besándose desesperados, pasando sus lenguas por sus cuellos, ciegos guiándose por los sonidos de sus gritos llenos de euforia.
De pronto un ruido estremecedor, se escuchó y asustó a Valeria, mientras caía el agua en la ducha, salió y no encontró a Eduardo, lo buscó por toda la casa, y después de algunos minutos, lo encontró lleno de sangre en las escaleras, se derrumbó y llamó a la ambulancia.
-          No, Eduardo, mi amor  por favor, no te mueras, te lo ruego, te lo imploro, ¿quién te ha hecho esto, por qué?, no puede ser, despierta, dime algo, respóndeme …-

Valeria no podía dejar de llorar,  su alegría de un minuto al otro, era un dolor atravesando su ser.

-¿Valeria Santibáñez?
- Sí-
- Le informamos que el señor Eduardo López acaba de morir asesinado por una bala en el  pecho-

Salió del hospital desconcertada con rabia y dolor. El maquillaje corría por todo su rostro, desfigurándola. No solo había perdido al único hombre que la había hecho sentir mujer, sino, su última esperanza, su júbilo y gozo, su compañero, con quien comenzaría una nueva vida, con quien pasaría las próximas  navidades, esquiando en la nieve de los Alpes suizos. Arrodillada sujetándose de su bolso, sabía que había muerto ella misma, había sentido las mil veces que hicieron el amor que eran uno, que se comprendían, que se compenetraban, que por él había dejado todo y a su vez el dejó a su familia por ella. Lorenzo Fabián lleno de celos contrató a un sicario profesional para acabar con la vida de Eduardo y ahora el destino o Dios la castigaban implacablemente, dejándola sola, abandonada y sin nada, en un país que no era el suyo, lejos del cielo y del infierno sin saber si existía el hades o los principados de tormento, su hombre, ya no existía más, era un difunto, un cadáver, un ángel, una imaginación o solo un suspiro.
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*Imposible No Comerse (En el volcán de los amores canallas), Antonino Nieto Rodríguez, coordinador. P. 305. Editado en Ocaña, Castilla La Mancha (U.E.), febrero 2019, Antequera, Málaga, España.