por Herbert Mujica Rojas
24-10-2007
(N de R.) La feracidad intelectual creadora del embajador Félix C.
Calderón comprobóse, una vez más, durante el primer semestre del 2005
con la aparición del pionero libro, tanto por el tema como por la
desacralización que propuso, Las veleidades autocráticas de Simón
Bolívar, Tomo I. La usurpación de Guayaquil. Ese ejercicio me tuvo
como su "Coordinador editorial", pomposo nombre que no correspondió en
realidad al modesto encargo de chasqui entre el autor y la imprenta
que realicé. Y así ocurrió también cuando la concepción de la
carátula, ideada por Calderón y que fuera transmitida a los artistas
gráficos, dando por resultado la que hoy preside una rica colección
que abarca cuatro tomos, el segundo de los cuales, La fanfarronada del
Congreso de Panamá, vio la luz en abril de este 2007.
El prólogo del I Tomo, La usurpación de Guayaquil, tuvo como autor al
conocido tribuno, maestro, político y ensayista, Alfonso Benavides
Correa quien, siendo quien era, un profundo tratadista de la historia
y sus recovecos, usualmente escondidos, subrayó pasajes notables del
libro que anticipó con un estudio descollante.
La presentación del II Tomo, La fanfarronada del Congreso de Panamá,
corrió a cargo, en la Universidad César Vallejo de Trujillo, este
2007, de Manuel Jesús Orbegozo, viejo paladín del periodismo nacional
a quien los más de ochenta años que lleva a cuestas, no obstan para
seguir produciendo mandobles y textos de inigualable pericia y
detalle.
En buena cuenta, hay testimonios públicos e ilustres de cómo un
trabajo como el que emprendió el embajador Félix C. Calderón, comenzó
una gestión pionera, atrevida, desacralizadora, de un casi ícono santo
de la historia como Simón Bolívar quien, como escribió Alfonso
Benavides, "no amó al Perú".
Estamos constatando que otros textos pretenden una originalidad que no
es tal y, acaso, tampoco, en su presentación gráfica. No es de buen
gusto o corrección, atribuirse investigaciones o metodologías que
pertenecen a otros. Mucho menos, sostener que desconocían esos mismos
trabajos que, con porfía digamos que misionera, me he encargado de
remitir a miles de lectores vía correo electrónico durante años. Si,
encima de ello ¡ni siquiera se citan los textos de Félix C. Calderón
en sus obras sobre Bolívar, el asunto puede rebasar los cálculos de la
sindéresis para adentrarse en terrenos escabrosos y falta de ética.
Volveré sobre el tema en cuanto compruebe más datos. Y estoy cierto
que el señor Herbert Morote, sabe que siempre gusto de citar, para
reafirmación militante, a González Prada: ¡hay que romper el pacto
infame y tácito de hablar a media voz! (Herbert Mujica Rojas)
Leamos.
Las contradicciones insalvables del veleidoso caudillo Simón Bolívar I
por Félix C. Calderón
No se puede mirar con indiferencia el renacimiento que, hoy en día, se
promueve de anacrónicas ideas libertarias y de integración atribuidas
al autocrático caudillo militar Simón Bolívar. Peor aún, si ese
mensaje que cae en la falacia del nunc pro tunc (siguiendo al
historiador David H. Fischer), se trasmite con ayuda de un lenguaje
populista, políticas demagógicas o un intervencionismo rampante. Por
eso, resulta necesario clarificar en lo que concierne a los peruanos
hasta qué punto el llamado legado de Simón Bolívar es un mito y de
cómo su "desacralización" en el Perú resulta un imperativo si se
quiere situar mejor los parámetros de nuestra identidad como Estado
republicano.
El gran problema que presenta la historiografía tradicional es su
tendencia a colocar en un altar a determinados personajes, cual dioses
o semi-dioses dueños de una grandeza imposible, o portentos de
dimensión sobrehumana. Los estudios que se han hecho sobre Simón
Bolívar no escapan a esta generalización inaceptable al punto de
desfigurar la verdad histórica para promover la fantasiosa irrealidad.
El grueso de los historiadores peruanos se ha sumado, lamentablemente,
a la monotonía complaciente de ese coro de turiferarios, quizás para
esconder los más audaces las miserias y claudicaciones de algún
ancestro valido, o simplemente por inercia imaginativa ante la
incapacidad de ver al dictador a través del espejo de la condición
humana, donde los rasgos de grandeza se suelen confundir, sin
solución de continuidad, con grandes debilidades o defectos.
Inspirados tal vez por las odas delirantes de un zigzagueante José
Joaquín de Olmedo, son diversos los relatos que pintan a Bolívar como
un santo varón, el genial estratega que ajeno a las recompensas y
otras vanidades terrenales enseñó el camino de la libertad y de la
gobernabilidad a los pueblos andinos bajo el influjo de su espada
redentora, el visionario iluminado que sentó los cimientos de la
unidad americana, o el intransigente apóstol del desprendimiento que
no escatimó en sacrificar su fortuna, el reposo y su vida misma con
tal de hacer realidad sus sueños libertarios. En suma, todo es
grandeza excelsa, más allá del alcance del común de los mortales y muy
cerca del Olimpo, de la mitología o de la leyenda ricamente aderezada
y actualizada para que no pierda su vigencia.
Sin embargo, para infelicidad de sus obsequiosos panegiristas o de los
inerciales escribidores de la complaciente historia, esa versión cuasi
homérica de Simón Bolívar resulta demasiado perfecta como para que
pueda considerarse humana, terriblemente humana. En efecto, a través
de la lectura de sus numerosas cartas (en puridad, una parte de ellas,
porque otras o fueron destruidas o siguen presumiblemente escondidas)
no se va descubriendo al dios generoso y combativo; sino al mortal ser
humano, con sus sueños, pasiones, debilidades y errores que de un
siglo al otro han sido la causa de más de un conflicto y
desentendimientos entre los pueblos andinos. El Bolívar que aparece
con la lectura de sus propias cartas disponibles es un hombre
ambicioso que comete el grave error de manchar su incuestionable
trayectoria libertaria con los sueños de opio de una dictadura
perpetua, aun a costa de volver a hipotecar la independencia de los
pueblos que había supuestamente libertado. No es el santo varón
desprendido y desinteresado, ni un demiurgo consumado que solo busca
sembrar paz y concordia entre los pueblos; sino un habilísimo
taumaturgo del lenguaje que ha descubierto en las palabras la mejor
manera de ocultar sus non sanctas intenciones.
Inteligente sin duda, aunque menos estratega que impetuoso guerrero
(si se recuerda lo que pasó en Puerto Cabello, en La Puerta y casi
ocurre en Junín), nadie discute su destreza diplomática, ni su arrojo
y perseverancia, tampoco su voluptuosa proclividad por el adulterio,
sin por ello dejar de ser implacable con el adversario cuando quería.
Autoritario, calculador, contradictorio, intrigante, vengativo,
impulsivo, lenguaraz, impaciente, resuelto, cínico o estudiadamente
despectivo, todo eso era Bolívar, a veces y al mismo tiempo. Vale
decir, profundamente humano, con defectos que suelen magnificarse en
muchos, desgraciadamente, cuando el poder es virtualmente absoluto. Y
él no fue la excepción.
Si Bolívar se hubiese despojado del poder de dictador supremo con que
lo invistió el Congreso peruano y dispuesto su regreso a Bogotá al día
siguiente de haber conocido en Lima la victoria en Ayacucho o el 10 de
febrero de 1825, es indudable que otro habría sido su destino y la
historia de la región andina, como otro sería su legado como fundador
de Estados. ¡Qué duda cabe! Infortunadamente no fue así. Todo lo
contrario, es a partir de ese momento cenital cuando paradójicamente
aparecen en él, mejor definidas, las cualidades del otro personaje que
llevaba dentro, obsesivo y cínico, que no dudó en aprovecharse de las
debilidades de sus lugartenientes y cortesanos para querer hacer
realidad sus apetitos desquiciados por una grandeza deífica que no
necesitaba. El guerrero libertario había cambiado de espada para
convertirse en invasor, y su fe republicana la metamorfoseó en grosera
ambición imperial. Es decir, de libertador pasó a opresor y de
redentor a tirano.
Siempre ha sido un misterio la fecha o el momento en que Bolívar trocó
su trascendente sueño libertario por otro, precario, tantálico y
contradictorio, de raíces megalomaníacas, que fue el que le llevó,
primero, a crear un Estado bautizado con su apellido, y luego a buscar
juntarlo con los otros dos Estados que permanecían bajo su influencia
movido por la pretensión de constituir una federación signada por el
estigma de la dictadura perpetua. Ambicioso y desmedido por culpa de
un inconsciente extraviado, se adentró en los meandros engañosos del
poder absoluto en la torpe creencia que desde arriba cualquier cosa
podía imponerse durablemente a la voluntad de los pueblos, solo para
descubrir en menos de un año (1827) que cuanto mayor parecía ser su
apogeo, en mayor medida aceleraba su caída y con ella la de su obra.
Por esta razón, Simón Bolívar es irónicamente un ejemplo del
anti-héroe, porque deshizo con una mano lo que trabajosamente
construyó con la otra. Vivió para hacer realidad sus ambiciones, sin
caer en la cuenta que los pueblos y sus destinos no están, en el
decurso del desarrollo socio-histórico, en función de los sueños
narcisistas de un megalómano, sino de implosiones, equilibrios,
contingencias y auto-expiaciones colectivas.
Por consiguiente, no deja de ser desconcertante la historia del Perú
cuando se comprueba en más de un episodio de la gesta emancipadora el
travestismo del lenguaje para disimular la cortesanía claudicante de
la casta dirigente prohijada por Bolívar. Vergonzoso ejercicio por
momentos, porque soslaya o deforma ciertos hechos históricos a fin de
justificar conductas reprobables o antipatrióticas. Y claudicante en
tanto santifica la imagen de Bolívar para así esconder a la sombra de
sus debilidades los tremendos yerros de sus incondicionales servidores
peruanos, presentados después como próceres. Como lógica consecuencia,
el pueblo peruano se ha visto abrumado de falsos paradigmas en que se
disfraza convenientemente el oportunismo y la mediocridad como
entrega y patriotismo, y el transfuguismo como expresión suprema del
pragmatismo nacionalista. Hay razón, pues, para entender el
desconcierto del pueblo peruano.
¿Por qué Simón Bolívar desafió su gloria y su aporte al triunfo del
ideal libertario en esta parte del mundo con esa malhadada decisión de
quedarse en el Perú? Sus defensores se apresuran a señalar que existía
aún la amenaza del general realista Pedro Olañeta en el Alto Perú y la
de Rodil en el Callao. Sin embargo, inicialmente entre el 21 y 30 de
diciembre, parece ser que el ánimo prevaleciente fue de la
desmovilización y el regreso a casa. La carta de José Antonio de Sucre
de 10 de diciembre, aparte de dar cuenta a su jefe de la victoria de
Ayacucho, es prueba de ello, como también lo es la carta del
venezolano Tomás de Heres, de 23 de diciembre, dirigida a F. P.
Santander, inter alia. Es más, en opinión de Sucre "cualquiera" podía
derrotar a Olañeta, a causa del efecto dominó que generó en las
guarniciones realistas del Alto Perú el triunfo de los patriotas. En
esa misma carta de 10 de diciembre, precisó:
"Mañana irá el ejército á Huamanga para reposarse un par de días, y
seguirá luego por divisiones para el Cuzco para irnos a entender con
Olañeta, sobre quien me dicen estos señores que no tienen autoridad
para hacerlo entrar en la capitulación. Creo que para terminar esto
(sic) con un cuerpo de seis mil hombres contra tres mil (que me
asegura Canterac ser toda la fuerza de Olañeta) basta cualquiera
(sic), y por tanto me atrevo á suplicar á U. por mi relevo, y el
permiso de regresarme, puesto que ya se ha terminado el negocio este
(sic). Confieso á U. que en estos dias de trabajos y con las órdenes
de Tarma, ha sufrido infinitamente mi espíritu." (Daniel O'Leary:
Cartas de Sucre al Libertador (1820-1826).- Edit. América.- Madrid,
1919).
Y Sucre no se equivocó, pues, efectivamente el general Olañeta fue
asesinado en menos de cuatro meses sin que pudiera aquél enfrentarlo
en el campo de batalla. Por eso, desde el 1 de febrero de 1825 Sucre
se dedicó a la fácil tarea de ocupar el Alto Perú sin otra finalidad
que tratar de resolver el "embrollo" político que le planteaban las
ambiciones de su jefe (más tarde se refirió al "laberinto de negocios
embrollados."): "También repito á U.S. lo que he dicho otra vez; que
no deseo ser el Jefe que vaya á esa expedición (en cursivas en el
original), la cual es tan fácil en cuanto á expulsar á los enemigos
(sic), como embrollada para arreglar el país. !Ojalá que S. E.
quisiera relevarme de mi penoso destino." (Mariano Felipe Paz Soldán:
Historia del Perú Independiente.- Segundo Periodo 1822-1827.- Tomo
Segundo.- Havre, 1877).
¿Por qué, entonces, ese cambio de destino agitando indebidamente el
espantajo de la amenaza realista en el Alto Perú? La respuesta la dio
sin querer Sucre, en una carta de respuesta, de fecha 4 de abril de
1825, a otra de reproche que le remitiera Bolívar, el 21 de febrero:
"Hace una hora recibí la carta de V. del 21 de febrero. Ella me ha
dado un gran disgusto, pero no con V. sino conmigo mismo que soy tan
simple que doy lugar a tales sentimientos. Este disgusto es lo que V.
me habla en cuanto a las provincias del Alto Perú, respecto de las
cuales he cometido un error tan involuntario, que mi solo objeto fue
cumplir las intenciones de V. Mil veces he pedido a V. instrucciones
respecto del Alto Perú y se me han negado, dejándome en abandono; en
este estado yo tuve presente que en una conversación en Yacán (pueblo
cerca de Yanahuanca) me dijo V. que su intención para salir de las
dificultades (sic) del Alto Perú era convocar una asamblea de estas
provincias. Agregando a esto lo que se me ha dicho de oficio de que
exigiese de Olañeta que dejara al pueblo en libertad de constituirse,
creí que esta era el pensamiento siempre de V." (Vicente Lecuna:
Documentos Referentes a la Creación de Bolivia.- Tomo I.- Edición
publicada por el Gobierno de Venezuela.- Caracas, 1975).
Mientras que el 7 de diciembre, a Bolívar se le ocurrió la
"fanfarronada" del Congreso de Panamá para disuadir a la Santa Alianza
en el Atlántico (Véase de Louis Peru de Lacroix Diario de
Bucaramanga.- Comité Ejecutivo del Bicentenario de Simón Bolívar.-
Caracas, 1982), a las pocas semanas su preocupación cambió
sorpresivamente de giro, decidiendo más bien quebrar el espinazo de la
gran nación andina, de conformidad con un proyecto que fue concebido
en Yacán en junio de 1824. No está claro si ya en ese momento su
intención estuvo motivada por el afán egolátrico de bautizar con su
apellido al nuevo Estado, pero son diversas las cartas remitidas por
él desde enero de 1825, y recopiladas por Vicente Lecuna, que
contienen indicios más que suficientes acerca de ese designio avieso.
Por ejemplo, en una carta fechada 20 de enero de 1825, trató de
convencer a un reticente Sucre de la siguiente manera:
"Pero, amigo, no debemos dejar nada por hacer mientras que podamos,
noble y justamente. Seamos los bienhechores y fundadores de tres
grandes estados (sic), hagámonos dignos de la fortuna que nos ha
cabido; mostremos a la Europa que hay hombres en América capaces de
competir en gloria con los héroes del mundo antiguo. Mi querido
general, llene V. su destino, ceda V. a la fortuna que le persigue, no
se parezca V. a San Martín y a Itúrbide que han desechado la gloria
que los buscaba. V. es capaz de todo, y no debe vacilar un momento en
dejarse arrastrar por la fortuna que lo llama. V. es joven, activo y
valiente, capaz de todo ¿qué más quiere V.? Una vida pasiva e inactiva
es la imagen de la muerte, es el abandono a la vida; es anticipar la
nada antes que llegue." (Vicente Lecuna: Cartas del Libertador).
El problema reside en que Bolívar era en ese momento jefe supremo del
Perú y conocía perfectamente los alcances del artículo 6º de la
Constitución peruana de 1823: "El Congreso se reserva la facultad de
fijar los límites de la República, de inteligencia con los Estados
limítrofes, verificada la total independencia del Alto y Bajo Perú."
¿Cómo así a quien el Perú le había confiado su destino, decidía por su
propia cuenta patrocinar la independencia del Alto Perú en
circunstancias que estaba al corriente de un sentimiento favorable de
este pueblo para mantener su unión con el Perú? Allí está la
reveladora carta de Sucre de febrero de 1825 que, por cierto, no es la
única: "Me ha dicho el doctor (Casimiro) Olañeta que él cree difícil,
sino imposible (sic), reunir las provincias altas a Buenos Aires; que
hay una enemistad irreconciliable (sic): que o se quedan
independientes o agregadas al Perú (sic), en cuyo caso quieren la
capital en Cuzco, o más cerca de ellos. Sirva de gobierno esta noticia
que está corroborada por otras muchas más (sic). Para que V. me diga
bajo estos datos que es lo que V. quiere que se haga (sic) o que se
adelante en estos negocios (sic). Mi posición me puede dar el caso de
dar alguna marcha a la opinión de estos pueblos (sic), y V. me dirá
cual sea que convenga más a la causa pública. (...) Sigo mi viaje para
La Paz, aunque no con gusto, porque siempre he tenido repugnancia a ir
al sur del Desaguadero. En fin, allá voy. Dios quiera que salga bien
del barullo." (Ibid.).
¿"Convenga más a la causa pública" o al interés puntual de su jefe? Es
más que probable que las comunicaciones escritas o dictadas por
Bolívar desde la tercera semana de febrero de 1825, se hicieron con la
ventaja que daba de tener pleno conocimiento del contenido de esa
carta de 5 de febrero, o con certeza de la del día 3 que traía como
anexo el proyecto de decreto de convocatoria de la asamblea de las
provincias del Alto Perú. En suma, la suerte estaba echada para la
gran nación andina. Y entre el 10 de julio y el 6 agosto de 1825 nació
a la mala Bolivia, habiéndose utilizado paradójicamente para ello las
"tropas del Perú", según dejó constancia Sucre en los oficios
remitidos a Heres, de 15 de abril y 11 de mayo de 1825.
Pero eso no fue todo. Consumada la secesión del Alto Perú, embarcadas
inopinadamente un buen número de tropas peruanas al Istmo de Panamá y
en circunstancias que Páez sembraba la discordia en la Colombia de
"las tres hermanas", el caraqueño que gobernaba dictatorialmente en
Lima dio otro paso más atrevido aún, cual es de empujar al Perú a la
unión con Bolivia y, para facilitar el asentimiento boliviano, el Perú
debía cederle territorio hasta el paralelo 18º (Sama). Además, ambos
Estados quedaban subsumidos bajo la denominación "Federación
Boliviana" (artículo I del "Tratado de Federación"). Es decir, el Perú
como Estado independiente desaparecía y, graciosamente, cedía
territorio hasta el norte de la actual ciudad de Tacna. Los dos
tratados de federación y límites negociados por el obediente Ortiz de
Zevallos, de 15 de noviembre de 1826, constituyen una prueba
irrefutable de esa felonía. Veamos el descargo de este improvisado
diplomático:
"Dirigida la Legación que se me confió, a procurar la reunión de
Bolivia al Perú (...); por las razones de conveniencia recíproca que
se desenvuelven en las instrucciones (...); se dice lo siguiente: 'y
que no estaríamos lejos de ceder los puertos y territorios de Arica e
Iquique para que fuesen reunidos al Departamento de La Paz (...).'
Cuando se me nombró de Plenipotenciario y partí de esta capital se
creyó que la reunión de Bolivia sería más factible (...). La cesión de
Arica fue la base que debió allanar los obstáculos (...). Todo lo
expuesto versa con concepto a las instrucciones que se me dieron por
escrito. Además de ellas S. E. el libertador me indicó expresamente
(sic) que con tal que Bolivia accediese a la federación se debía ceder
Arica. S. E. el Presidente del Consejo de Gobierno (Santa Cruz) es un
testigo de esto como que entonces se halló presente (...)." (Carlos
Ortiz de Zevallos: La Misión Ortiz de Zevallos en Bolivia.- Ministerio
de Relaciones Exteriores.- Lima, 1956).
¿Qué lógica tenía haber promovido la secesión del Alto Perú para, de
inmediato, querer juntarlo otra vez con el Perú? Solo tiene sentido si
se explica como parte de un designio egocéntrico que no tenía para
nada en cuenta el interés primordial del Perú. Es más, acostumbrado
como estaba Bolívar a atribuir a terceras personas lo que en su
intimidad perseguía, en una carta a su lugarteniente Sucre, de 12 de
mayo de 1826, se refirió en ese estilo indirecto a la posibilidad de
que el Perú desapareciera, como sigue:
"Heres dice que es mejor que haya dos naciones como Bolivia compuesta
del Bajo y Alto Perú, y Colombia compuesta con sus partes
constituyentes. Que yo sea el presidente de ambas naciones y haga lo
mismo que con una. El consejo de gobierno quiere la reunión de las
tres repúblicas (sic), (...) y Pando se inclina a uno u otro partido
(sic)." (Vicente Lecuna: Ibid.).
Pero, olvidó que meses antes, el 21 de febrero, en una carta a
Santander, había atribuido a otra fuente el mismo deseo: "Muchos
señores del congreso (sic) piensan proclamar esta República Boliviana
(sic) como la del Alto Perú, predicando un tratado con aquél país."
(Ibid.) Continuará.