CUATRO HADAS PATOLÓGICAS
Por Alejandro Sánchez-Aizcorbe
Un salto al primer mundo presupone la paz social, la superación de la pobreza y la delincuencia, un alto nivel de empleo, y servicios de salud y transporte sostenibles. El futuro está en trenes impulsados por energía eléctrica que unan ciudades, y, lógicamente, en presidentes, burócratas y políticos que no coimeen por cada durmiente que se coloca bajo las vías.
Apostar por el camión y el auto a petróleo es apostar literalmente por los dinosaurios. Cuando vio el TGV francés, Obama se preguntó por qué no hay uno igual en Estados Unidos, donde los trenes parecen tortugas de Galápagos comparados con el bólido galo.
Los problemas de la delincuencia común y el narcotráfico no se solucionan con guerras perdidas, como la de las drogas y la erradicación forzosa de cultivos. El narcotráfico vive de varias cosas: los altos precios de su mercancía, la corrupción de las fuerzas armadas y policiales y de la casta política, la cobardía de la población civil, el silencio de los medios de comunicación atemorizados o cómplices, y el desempleo crónico y el abandono que convierten en sicarios a niños y jóvenes.
El narcotráfico vive también de las guerras eternas que se desatan contra él. No quiero ver más soldados, policías ni civiles peruanos y latinoamericanos asesinados a causa de una guerra permanentemente perdida. El salto al primer mundo no es un salto. El desarrollo sostenible es un lento proceso de transformación y la paz es su requisito constante.
¿A quiénes conviene que siempre estemos enzarzados en un conflicto militar dentro de nuestro territorio, reventando el dinero que los hijos necesitan para estudiar, los maestros para capacitarse, los médicos para actualizarse, los empresarios para invertir y los jóvenes para aspirar a un empleo digno? ¿Acaso no basta el ejemplo histórico de Japón y Alemania levantándose de sus cenizas gracias, en buena medida, a un presupuesto militar y policial mínimo?
Las cenizas pertenecen a los holocaustos, el ave Fénix a la mitología, y aliarse con teócratas, generales o cardenales que niegan los genocidios y la utilidad de los derechos humanos es una chambonada. Las Américas no necesitan destruirse para construir. Si, como pensó Ernesto Sábato, algún día superamos la atroz cantidad de sandez de nuestras formas de gobierno, aquel día llegará cuando la guerra no sea parte de las utilidades del sistema capitalista. Los países que más pregonan la paz son los que más armas venden y el resultado de su pregón es la muerte.
Si en vez de sembrar hoja de coca quieren que siembre café, bueno, pues, que el precio del café me resulte más atractivo que el de la coca. Y denme la seguridad de que las fuerzas armadas y policiales evitarán que los agentes del narcotráfico vengan a matarme y a erradicar mi sembrío legal.
Sin cumplir estas premisas, y otras que de seguro olvido, no daremos un salto al primer mundo sino saltos en el mismo sitio o para atrás.
Cuando Alan García tuvo la desfachatez de regresar al Perú, perdonar al pueblo peruano —sí, aunque usted no lo crea, nos perdonó—, presentarse a las elecciones y ganarlas, se me ocurrió escribir y publicar que soñaba con el día en que un presidente de mi país acabara su mandato con el mismo grado de riqueza o pobreza que tenía cuando lo inauguró. Respecto de Alan García mi sueño se ha incumplido en proporción directa al aumento pantagruélico de su afición al poder, al dinero, la comida y al defecar —cuatro hadas patológicas.
Ollanta Humala, su gobierno, su partido y aliados tienen ante sí la oportunidad de romper con la tradición truhanesca. Dentro de cinco años, si la vida me da tiempo, reseñaré el final de la partida y el principio de la siguiente. Deseo que nadie o casi nadie sucumba a la inducida pandemia de la obesidad y la guerra. Es demasiado lo que nos estamos jugando como para que, aunadas al fratricidio, la panza y la papada de la corrupción nos venzan de nuevo. Tenemos una campeona mundial de ajedrez. ¿De cuándo acá una nación y un presidente no pueden imitarla? El empate no es una opción.
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