por Herbert Mujica Rojas
23-11-2005
Nuestros legisladores
por Manuel González Prada
I
Durante la legislatura de 1906, un senador tuvo la sencillez o la
malicia de afirmar en plena cámara: "Hace algunos años, el Poder
Parlamentario del Perú es nominal. Es inútil oponerse a ningún plan o
proyecto que venga del Ejecutivo, puesto que es seguro que todo
proyecto del Ejecutivo ha de aprobarse, cualesquiera que sean sus
consecuencias".
No desde algunos años únicamente, sí desde los comienzos de la vida
republicana, nuestras Cámaras Legislativas hicieron un papel tan
degradante y servil, que muchos diputados y senadores merecieron
figurar en la servidumbre de Palacio.Y ¿qué más podrían ser los
elegidos por el fraude o la imposición de los Gobiernos? Uno que otro
individuo de elevación moral, una que otra minoría de sanas
intenciones, no borran el estigma de la corporación.
Minorías, mayorías, palabras de significación aleatoria cuando se
piensa que nuestros legisladores suelen amanecer oposicionistas y
anochecer ministeriales. Hasta en las minorías de apariencia más
homogénea conviene señalar a los hombres-convicción, a los que
sostienen una idea, para distinguirles de los hombres-polea, de los
que chirrían por no estar lubricados con el aceite de la Caja fiscal.
Los oposicionistas de buena fe, desengañados por la indiferencia de
sus compañeros y aburridos con la insufrible garrulería de los
adversarios, acaban por enmudecer, convenciéndose de que no se
argumenta con masas de ventrales, como no se pega testaradas a un muro
de calicanto ni se da puñetazos a un zurrón de sebo.
En cuanto a las mayorías, no todos sus miembros rayan a la misma
altura, pues mientras unos pocos actúan maliciosamente, sabiendo de
qué se trata y hacia dónde se camina, los demás no conocen el terreno
que pisan ni oyen razón alguna, salvo las venidas del Gobierno y
comunidades en forma de orden conminativa. La masa congresil procede
con los Presidentes como el rucio con Sancho: hace que entiende,
agacha las orejas y trota. El Cardenal de Retz decía que Todas las
grandes asambleas son pueblo. Si viviera entre nosotros, afirmaría que
los congresos del Perú son populacho.
No obstante la sumisión, hubo épocas en que un espíritu de rebelión
parecía inflamar la sangre de senadores y diputados. Los griegos
vivaqueaban en los salones del Poder Ejecutivo, los troyanos acampaban
en los dos locales del Poder Legislativo. Por momentos se esperaba el
choque y la hecatombe; pero nada, ni cadáveres ni heridos. En lo
inminente del agarrón mortífero, en lo que llaman el instante
sicológico, vino la reconciliadora lluvia de oro. Simple chantage.
Algo podrían contarnos Dreyfus y Grace. Regla general: minorías tan
valiosas como las mayorías, pues las unas no abrigaron propósitos
mejores que las otras. Hoy mismo, en oposicionistas y gobiernistas no
vemos luces y tinieblas que batallan por obtener la victoria, sino
tizones que humean en lugares opuestos.
Entonces ¿de qué nos sirven los Congresos? ¿Por qué, en lugar de
discutir la disminución o el aumento de las dietas, no ponen en tela
de juicio la necesidad y conveniencia de suprimirse? ¡Qué han de
hacerlo! Senadurías y diputaciones dejan de ser cargos temporales y
van concluyendo por constituir prebendas inamovibles, feudos
hereditarios, bienes propios de ciertas familias, en determinadas
circunscripciones. Hay hombres que, habiendo ejercido por treinta o
cuarenta años las funciones de representante, legan a sus hijos o
nietos la senaduría o la diputación. No han encontrado la manera de
llevarse las curules al otro mundo. Haciendo el solo papel de amenes o
turiferarios del Gobierno, los honorables resultan carísimos, tanto
por los emolumentos de ley y las propinas extras, como por los favores
y canonjías que merodean para sus ahijados, sus electores y sus
parientes. Comadrejas de bolsas insondables, llevan consigo a toda su
larga parentela de hambrones y desarrapados. En cada miembro del Poder
Legislativo hay un enorme parásito con su innumerable colonia de
subparásitos, una especie de animal colectivo y omnívoro que succiona
los jugos vitales de la Nación.
El actual Ministro de Hacienda declaró ante las Cámaras Legislativas
que "muchas obras públicas de urgente necesidad se aplazaban
indefinidamente, porque el dinero asignado para ellas se invertía en
pagar Congresos ordinarios y extraordinarios". El zurriagazo no
levantó la más leve roncha en la epidermis de los honorables: fue
ovillo de lana, arrojado contra el pellejo de un hipopótamo. El
merecido agravio, lejos de amenguarles el apetito, les enardeció el
hambre, así que alevosamente, en sesión secreta, se adjudicaron la
renta anual de tres mil seiscientos soles. Después, echándola de
sensibles a la indignación general, quisieron volver sobre sus pasos y
hasta darse el lujo de renunciar a las dietas: pura broma (no la
llamaremos bellaquería), pues mientras en el Congreso lanzaban
discursos henchidos de un desinterés sanfranciscano, fuera de]
Parlamento y en amena compañía celebraban con estrepitosas
francachelas el advenimiento de los tres mil seiscientos al año.
Y ¡cuánto bueno podría hacerse con el dinero malgastado en fomentar la
logorrea parlamentaria! La protección al ganado lanar y al vacuno
daría más beneficios que el mantenimiento del régimen representativo.
Nadie negará que un kilo de buena lana o un litro de buena leche, vale
más que el pliego de interpelaciones formuladas por un senador
oposicionista, o que la resma de discursos emitidos por un diputado
ministerial. Decimos logorrea, pues lo que nuestros legisladores
hablan corresponde muy bien a lo que hacen. Como autómatas parlantes o
bombas de arrojar discursos, funcionan tan desastradamente que a
menudo se llevan de encuentro el sentido común y la Gramática.
Desearíamos que algún tenaz rebuscador de papeles volviera y
revolviera el Diario de los Debates, para averiguar cuántas partículas
de oro se esconden bajo esa inconmensurable montaña de cascote y
desperdicios.
II
Volvemos a preguntar ¿de qué nos sirven los Congresos? sirven de
prueba irrefragable para manifestar la incurable tontería de la
muchedumbre, al dejarse dominar por una fracción de gentes maleables,
a medio civilizar y hasta analfabetas, sin la más leve inclinación a
lo bello ni a lo justo, con el solo instinto de husmear por qué lado
vienen los honores y el dinero, o hablando sin mucha delicadeza, la
ración de paja y grano.
A más de tenernos por cerca de medio siglo bajo la Constitución
retrógrada de 1860, los Congresos nos han dictado la Ley de Elecciones
y el Código de Justicia Militar: la primera que pone toda la máquina
electoral en manos del gobierno, es decir, del Presidente; el segundo
que sanciona todas las iniquidades posibles, desde la pena capital
hasta la confiscalización de bienes, y coloca perennemente a la Nación
bajo un régimen que no se disculpa sino en el estado de sitio.
Mas, no sólo el Perú, casi todos los pueblos del orbe civilizado
abrigan la ilusión de que el sistema parlamentario inicia y afianza el
reinado de la libertad. Como un autócrata domina por la fuerza,
valiéndose de genízaros o de cosacos, así un presidente constitucional
puede ejercer tiránicamente el mando, apoyándose en cámaras de
servidores abyectos y mercenarios. Congresos tuvimos en el Perú que
valían tanto como un batallón de genízaros o un regimiento de cosacos.
Venga de un solo individuo, venga de una colectividad, la tiranía es
tiranía.
Los Congresos sucederán a los Congresos pareciéndose los unos a los
otros, legándose sus dos cámaras y su elocuencia, como los camellos se
trasmiten sus jorobas y los cerdos su gruñido. Nuestros legisladores
seguirán legislando, sin averiguar si causan admiración o menosprecio
ni cuidarse de si el país acepta o rechaza las leyes, no pensando sino
en recibir la consigna oficial y captarse la benévola y aprobatoria
sonrisa del gran elector. En lo que muestran honradez relativa o
fidelidad al compromiso: no siendo elegidos de la Nación sino hechuras
del amo, al amo deben servicios y complacencias. Legislen, pues, los
legisladores, hagan y deshagan de nosotros, quiten y pongan leyes,
engorden y medren con su interminable secuela de parientes, electores
y ahijados: Cromwell no se diseña en el horizonte, el pueblo no da
señales de coger el azote y cruzar rostros en que rara vez asomaron el
pudor y la vergüenza.
Más aquí, no sólo el Congreso dicta leyes: legisla todo el mundo, y
como hijos del Imperio Romano, somos legisladores en potencia. Alguien
lo dijo ya: "Aquí legisla la Junta de Vigilancia del Registro de la
Propiedad, legisla la Junta Departamental, legisla el Consejo Superior
de Instrucción, legislan las Cortes y los jueces, legisla a diario el
Gobierno, etc.".
¡Oh manía legiferante de los políticos peruanos! Quieren improvisar
hombres a fuerza de imponer leyes: no hay organismos, y decretan
funciones; no hay ojos, y exigen largavistas; no hay manos, y ordenan
guantes. Quizá no existe candidato a la Presidencia, juez, diputado,
bachiller, amanuense o portero que no archive en la cabeza su
constitución, sus códigos, sus leyes orgánicas, sus decretos ni sus
bandos. Todos guardan la salvación de la patria en algunos rimeros de
papel entintado con algunas varas de proyectos y lucubraciones.
¡Cuánto político por afición atávica venida de su abuelo el conserje o
de su padre el ex-senador suplente! (Cuánto sociólogo por haber oído
el nombre de Comte y saber la existencia de Spencer y Fouillée). Esos
políticos y sociólogos, pretendiendo conducir a las naciones, nos
causan el efecto de un mosquito afanándose por desquiciar a un
planeta. Ocurren ganas de apercollarles y decirles:
-¡Basta de reformas y proyectos, de logomaquias y galimatías! Más de
ochenta años hace que ustedes viven chachareando en las Cámaras,
desbarrando en los ministerios, rastacuereando en las legislaciones y
dragoneando en los puestos de la administración pública. Vayan unos a
carenar buques, otros a barretear minas, otros a mondar legumbres,
otros a bordar casullas, otros a manejar escobas, otros a segar hierba
o quebrantar novillos.
La vergüenza del Perú no está en haber sido arrollado y mutilado por
Chile (¿qué pueblo no ha sufrido mutilaciones ni derrotas?); el
oprobio y la ignominia vienen de seguir soportando el yugo de tanto
orador sin oratoria, de tanto moralizador sin moral, de tanto sabio
sin sabiduría. Sí, ustedes son la carcoma y el deshonor del Perú, oh
barberos y sacamuelas de la Sociología, oh Purgones y Sangredos de la
política, oh charlatanes y confeccionadores de miríficas drogas para
sanar y prevenir todas las enfermedades del cuerpo social.
Cuando transcurran los tiempos, cuando nuevas generaciones divisen las
cosas desde su verdadero punto de mira, las gentes se admirarán de ver
cómo pudo existir nación tan desdichada para servir de juguete a
bufones y criminales tan pequeños.
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*Horas de Lucha, 1906