Piérola
por Manuel González Prada; Figuras y figurones,
Obras, Tomo I, volumen 2, pp. 337-373, Lima 1986
Por más que los europeos nos miren retratados en libros y diarios o
nos vean desfilar en caricaturas y sainetes, nunca se formarán una
idea precisa del ambiente que respiramos ni se imaginarán con
exactitud a los hombres que nos gobiernan.
Si Enrique Heine envidiaba la suerte de los Magyares porque morían en
garras de leones mientras los alemanes sucumbían en los dientes de
perros y lobos ¿qué diremos nosotros? Aunque poseamos muchas
constituciones, muchos códigos y muchas leyes y decretos, los peruanos
gemimos bajo tiranías inconcebibles ya en el Viejo Mundo, vivimos en
la época terciaria de la política sufriendo las embestidas de reptiles
y mamíferos desaparecidos de la fauna europea.
En Piérola diseñamos a uno de los bárbaros prehistóricos en medio de
la civilización moderna, a uno de esos presidentes sudamericanos que
justifican las palabras de Child, Gustavo Le Bon y Cecilio Rhodes.
I
Durante algunos años, Chile atisbaba la ocasión de lanzarse sobre el
guano y el salitre: la riqueza del Perú le quitaba el sueño. En 1879,
cuando su presupuesto acusaba un enorme déficit y sus finanzas sufrían
una crisis no muy lejana de la quiebra fiscal, sus hombres públicos se
resolvieron a tentar la empresa bélico-mercantil o asalto a la bolsa
de los vecinos: a más de la oportunidad de caer sobre nosotros,
hallaron entonces la causa justificativa de la agresión —nuestra
inofensiva y candorosa alianza con Bolivia.
Inflamada la guerra, sucedió lo que debía de esperarse dada la
condición del Perú: nuestros buques sucumbieron ante la escuadra
enemiga, nuestros improvisados batallones quedaron vencidos y
deshechos por fuerzas mejor armadas y mejor dirigidas. Si con la
captura del Huáscar aseguraba Chile su dominio en el mar, con la
victoria de San Francisco ganaba el litoral de Bolivia, Iquique,
Pisagua, Tarapacá. Mas su codicia no estaba satisfecha y volvía los
ojos hacia Tacna y Arica. Entonces el pueblo de Lima, como enfermo que
se imagina sanar repentinamente con sólo variar de medicinas y de
médico, pasó de la legalidad a la dictadura, derrocó a La Puerta y
levantó a Piérola.
Y conviene decir el pueblo de Lima, al considerar que un hombre solo,
entregado a sí mismo, sin colaboradores ni cómplices, sin el auxilio
del ejército ni la anuencia de las masas populares, no habría logrado
consumar el golpe ni entronizarse en el mando. Aunque la Ciudad de los
Reyes no se distinga por los sentimientos viriles ni los arranques
heroicos, sabe con la sola abstención o fuerza de inercia cortar el
vuelo a los ambiciosos e impedir el arraigo de las tiranías.2 En la
Dictadura del 79, tanta responsabilidad cabe, pues, al hombre que tuvo
la audacia de imponerla como al pueblo que aceptó la degradación de
sufrirla.
Sin la guerra con Chile, el Régimen Dictatorio no habría pasado de un
auto sacramental con intermedio de ópera bufa y evoluciones
funambulescas; pero entre la sangre, la muerte y el incendio se
convirtió en una tragicomedia, en una especie de Orestiada refundida
en El Dómine Lucas.
Dado el hombre ¿se concebiría diferente representación? Piérola nació
en los amores del Genio Atolondramiento con el Hada Imprevisión: de
ahí que en sus revoluciones no se descubra el plan de un político sino
la empresa de un aventurero. Con fe ciega en la fatalidad, como un
creyente de Mahoma, o confiado en el auxilio de la Providencia, como
un fanático de la Edad Media, él no calcula las probabilidades del
buen éxito, no mide la magnitud de los estorbos, no estudia a los
hombres para descubrir sus vicios o virtudes ni entrevé la sucesión
lógica de los acontecimientos: cierra los ojos y dispara, como jinete
con delírium tremens en un caballo desbocado.
Chile mismo no habría elegido mejor aliado. Cuando convenía ceñirse a
disciplinar soldados, reunir material de guerra y aumentar los
recursos fiscales, Piérola remueve las más pasivas instituciones: era
el caso de ordenar, y desordena; de hacer, y deshace; de conservar, y
destruye; de operar, y sueña. En el estado de guerra, cuando las
funciones del cuerpo social son de más intensidad y de mayor
extensión, suprime órganos o les sustituye con mecanismos artificiales
y muertos. Peor aún: asume el Poder Legislativo, el Ejecutivo, el
Judicial, el Generalato en Jefe del Ejército, el Almirantazgo de la
Marina, en fin, presume realizar una obra que no imaginaron Alejandro,
César, Carlomagno ni Bonaparte. Un dedo pretende monopolizar todas las
funciones del organismo.
Como Poder Judicial, expide, o mejor dicho, firma un laudo
reconociendo a la Casa Dreyfus un "saldo de veinte millones de soles",
precisamente cuando ese mismo Dreyfus se declaraba deudor al Perú y
estaba en vísperas de celebrar una "transacción equitativa y amigable"
con nuestro Agente Financiero en París. De ese laudo provienen
nuestras más graves complicaciones financieras: dígalo el forzado
arbitraje de Berna.
Como Poder Legislativo, promulga un Estatuto inquisitorial y vejatorio
que él mismo viola el primero cuando la desmoralización cunde en todas
las capas sociales, cuando tiene en sus manos al desertor, al espía y
al concusionario. Así corta (como sucedió con García Maldonado los
juicios por desfalcos y gatuperios en) que resultan complicados sus
acólitos, sus caudatarios, sus amigos y sus deudos. Sólo muestra mano
de hierro para fusilar a un pobre soldado de marina y a Faustino
Vásquez, "no obstante las irregularidades legales cometidas en el
proceso" (sic).
Como Poder Ejecutivo... Pero ¿quién sigue a Piérola en su actividad de
polea loca, en su vertiginosa carrera de locomotora lanzada a todo
vapor y sin maquinista? Al recorrer hoy las series de leyes y decretos
que por conducto de sus pasivos Secretarios manaban incesantemente de
su cerebro, como por los boquetes de una pared vieja y cuarteada sale
un enredado sistema de correas sin fin; al leer sus resoluciones sobre
delitos de prensa, fundación del Instituto de Bellas Artes, Gran Libro
de la República y uniforme del Vicario General de los Ejércitos; al
verle celebrar 3 como un segundo Lepanto el aniversario de la
escaramuza entre el Huáscar y dos fragatas inglesas; al considerar el
embrollo financiero que producía rechazando los billetes fiscales y
estableciendo la libra esterlina como moneda legal, para en seguida
regresar al papel moneda con la emisión de los incas; al recordar la
barahúnda que introducía en la Reserva y ejército de línea con su
renovación de jefes y cambio de táctica, la misma víspera de San Juan
y Miraflores, duda uno si está bajo la acción de una pesadilla o se
encuentra cogido en una balumba de locos arrebatados por el delirio
incoherente. Eso fue un chorro continuo de aberraciones y absurdos,
una avalancha de quimeras y desvaríos, un diluvio disparatorio, no de
cuarenta días y cuarenta noches sino de cerca de cuatrocientos días
con sus cuatrocientas noches.
Y ¡los hombres que aplauden y rodean al Dictador! En vísperas de las
batallas de enero, cuando los ejércitos chileno y peruano se hallan a
la vista, sus generales huyen furtivamente del campamento para venir a
refocilarse con las prostitutas de Lima, sus ministros bailan desnudos
en las saturnales de los barrios bajos o repletos de alcohol se
desploman en las plazas y calles de la ciudad. Basta ser primo de una
madre abadesa para conseguir una Prefectura, basta descender de un
canónigo para desempeñar una Comandancia General. Cuando se cruzan
barchilón y sacristán, el uno pregunta: "¿Cómo va, mi coronel?" y el
otro responde: "Para servir a usted, mi comandante". Mayores hay que
eructan a cañazo revuelto con chanfaina mal digerida, mientras dejan
asomar por los bordes del kepí unas inmemoriales aglutinaciones de
viruta, cola y aserrín. Porque el Dictador, desdeñando la ciencia y la
espada de los hombres encanecidos en la guerra, concede grados
militares a los leguleyos, a los mercaderes, a los pilluelos y a los
sinvergüenzas, con la misma facilidad que Don Quijote de la Mancha
otorgaba el don a la Tolosa y a la Molinera.
En esta vegetación viciosa y malsana, reinan de preferencia los hongos
nacidos en el estercolero del echeniquismo. Con los supervivientes y
herederos de la antigua mazorca, el robo asciende al rango de
institución social. Se roba en la dieta de los enfermos y en el rancho
de los soldados, hasta el extremo que las guarniciones de los fuertes
permanecen días enteros sin víveres ni leña.4 Cañones hay que no
funcionan por falta de saquetes: la franela, en lugar de contener
pólvora, ha servido para envolver la ciática o reumatismo de alguna
recomendable matrona. Los ambulantes despojan a los heridos o les
sustraen las prendas valiosas, porque al sagrado de la Cruz Roja se
acogen no sólo muchos prudentes que desean ponerse a salvo de las
balas chilenas, sino algunos desalmados que en el dolor y la muerte
quieren beneficiar un rico filón.
Supongamos que una tribu de beduinos acampara en el Palacio de
Gobierno y sus alrededores; mejor aún, imaginemos que en un museo de
Antropología se escaparan los monstruos recogidos en las cinco partes
del Globo, y adquiriríamos una idea remota de los personajes que desde
fines de 1879 hasta principios de 1881 componían el círculo del
Dictador.5
Si por lo dicho en los anteriores párrafos se vislumbra el lado serio
de la Dictadura, por lo siguiente se divisa su lado jocoso.
Piérola no sólo se caracteriza por el atolondramiento y la
imprevisión: estrambótica mezcolanza de lo cómico siniestro con lo
trágico ridículo, resume la caricatura de personajes diametralmente
opuestos. Así, cuando funda la Legión del Mérito 6 y establece en las
sucursales de Palacio un Versailles con viejas almidonadas y
reteñidas, se le diría un Luis XIV rebajado a la talla de Nene Pulgar,
y cuando lanza contra los veteranos de Chile a los infelices reclutas
de la puna, habiendo observado la precaución de hacerles confesar y
comulgar antes de enseñarles el manejo del rifle, parece un Gambetta
clerical y tonsurado. Con esa personalidad ambigua, se desdobla y
completa metamorfosis inesperadas: organiza con el nombre de Partido
Demócrata una facción maleante y agresiva, inflama el odio justo del
oprimido contra el opresor y anuncia una formidable liquidación
social; pero una vez encaramado en el Poder, cuando debería lanzar
rayos y truenos, enciende un fosforillo de cera y produce el retintín
de unos cascabeles: de Espartaco surge Polichinela, como de una vaina
con incrustaciones de oro sale un chafarote de cartón.
Por eso, mientras algunos rugen de cólera y hasta lloran al columbrar
el despeñamiento seguro de la Nación en un abismo sin luz ni salida,
otros se ríen a caquinos al presenciar el desenvolvimiento de un drama
donde figura un héroe trapalón y cursi, una especie de trinidad
carnavalesca formada por la integración de Arlequino, Roberto Macaire
y un rata de La Gran Vía.
Imposible no reírse de Piérola al verle recorrer las calles de Lima
con estrechísimos pantalones de gamuza, enormes botas de carabinero
español, casco a la prusiana y dolman sin nacionalidad. Se empinaba
sobre descomunales tacones para disimular la deficiencia de la
estatura, echaba atrás la cabeza, abombaba el pecho y avanzaba con
pasos diminutos y acompasados, moviendo las piernas, no con la
suavidad de un miembro que articula sino con la rigidez de un compás o
la tiesura de una barra que sube y cae de golpe. Separado de su
cortejo, aislado para ofrecer mejor blanco a los ojos de la
concurrencia, miraba sin pestañear, a manera de las Divinidades
Indostánicas, embebecido y transfigurado como si en lontananza
divisara los deslumbrantes resplandores de su apoteosis futura. Era
Robespierre en la fiesta del Ser Supremo, era un vencedor romano en
los honores del triunfo, era más aún, porque nadie -emperador o
monarca- atravesó jamás las calles de una ciudad como Piérola cruzó
Lima el 24 de setiembre de 1880 al seguir el anda de Nuestra Señora de
las Mercedes. Los chuscos y las granujas lanzaban una carcajada
homérica, los más ciegos partidarios del Dictador se mordían los
labios para no reventar de risa al presenciar algo así como el desfile
de Tom Pouce con el yelmo de Mambrino: todo el mundo palpaba lo
ridículo del acto, del disfraz del hombre; menos Piérola, que avanzaba
triunfante, sereno, inmutable en su papel de Magnus Imperator.7
Y durante los doce o trece meses de la Dictadura, ni un solo momento
dejó de hacer el Magnus Imperator, si no con la magnificencia de un
Julio César, al menos con la fatuidad de un Pompeyo. Antes que nada,
se tituló Jefe Supremo de la Nación y Protector de la Raza Indígena;
en seguida se formó una especie de corte donde predominaban abogados
que le tenían por buen general y militares que le creían eximio doctor
en leyes. Hacía observar la más rigurosa etiqueta, se arrellanaba en
un sillón dorado y no recibía tarjeta o papel sin venir en una bandeja
de plata conducida por un lacayo de rigurosa librea. Hasta con sus más
íntimos familiares usaba un tono imperioso y enfático. Si alguno por
descuido no le prodigaba el Excelentísimo Señor, él se lo recordaba
con frialdad y aspereza. " — Caballero, habla usted con el Jefe
Supremo", dijo a un condiscípulo que llanamente le endilgó el
acostumbrado tú. Dibujaba en sus labios una eterna sonrisa de
suficiencia o menosprecio, y de cuando en cuando tomaba un aire
lánguido y fatigado, como si le abrumara el peso irresistible de su
propio genio. Seguramente, al cruzar por delante de un espejo, se
inclinaba con religioso respeto.
En los negocios de Estado fallaba ex cáthedra, marcando el timbre de
su vocecilla nasal y desapacible. Las más veces se expresaba con
monosílabos o frases cortadas y sibilinas para no descubrir la
integridad de sus concepciones: aparentaba guardar en el cerebro un
rico tesoro que habría depreciado enseñándole a ignorantes y profanos.
El legendario "tengo mi plan" lo justificaba y lo explicaba todo. Para
muchos, tan exagerado disimulo nacía de un profundo saber, de una
consumada política. El silencio del oráculo producía el asombro en
algunos infelices que se apiñaban en los rincones de Palacio y se
decían a media voz, puesto el índice sobre los labios:
"-Don Nicolás no habla, pero ya veremos cuando opere". Sin embargo,
algunos de esos malintencionados y burlones que no faltan en ninguna
parte, se demandaban si el silencio de Piérola sería el prudente
silencio de Conrado, y si los famosos planes se parecerían a la
gestación de una mujer joven y fuerte o a la hidropesía de las viejas
verdes, de esas pobres señoras que llegadas a la edad climatérica
toman por embarazo la hinchazón, cosen los pañales, almidonan las
gorritas, adornan la cuna, eligen el padrino y aguardan todos los días
a un muchacho que nunca llega.
Guiados por semejante cabeza, parece inútil preguntar a dónde fuimos.
Sin auxilios ni refuerzos, reducido a luchar contra fuerzas superiores
en número, disciplina y armamento, el ejército peruano del Sur
sucumbió en el Campo de la Alianza.8 Después de Tacna cayó Arica, y
después de Arica le llegaba su vez a Lima. La pérdida de la capital no
tardó mucho en realizarse: al empuje de los veteranos chilenos se
desbarataron en San Juan y Chorrillos las improvisadas y colecticias
legiones del Dictador, y en vano parte de la Reserva opuso en los
reductos de Miraflores una resistencia heroica y desesperada. Lima
cayó en poder de los chilenos, y Piérola, aturdido pero no curado,
huyó a guarecerse en las encrucijadas de la sierra.
Al poco tiempo se hizo nombrar General por la Asamblea de Ayacucho.
II
Aunque la fisonomía del hombre quede ya esbozada en sus rasgos
característicos, debemos acentuarla más: no importa recargar las
líneas o incurrir en algunas repeticiones.
En Piérola resalta una cosa admirable: la olímpica serenidad para
sobrellevar las responsabilidades que gravitan sobre sus hombros.
Desde hace unos treinta años, las mayores calamidades vienen de su
mano, mereciendo llamarse el hombre nefasto por excelencia: como
Ministro de Hacienda, celebra el Contrato Dreyfus y arruina las
finanzas nacionales; como Dictador, consuma la derrota y agrava la
desventurada condición del país. ¿Quién dirá los caudales dilapidados
ni las vidas sacrificadas a su ambición y codicia? No habiendo
ejercido ninguna profesión ni producido nada útil o bello, gastó su
vida en practicar la industria sudamericana de las revoluciones. En el
largo curso de su existencia no ha sido más que una máquina empleada
en destruir o paralizar las fuerzas vivas de la Nación. Sin embargo,
en medio de la sangre y del llanto, del incendio y de las ruinas, de
la desesperación y de la muerte, en medio de su obra, se queda tan
impávido y sereno como el niño que rompe un jarrón de Sévres o deshoja
un ramo de flores.
Más que impávido y sereno, vive tan ufano y satisfecho como si nos
hubiera redimido de la esclavitud y fuera el Moisés o Judas Macabeo de
nuestra raza. Creyendo insuficientes las nubes de incienso que le
arrojan los turiferarios de la prensa oficial, no mueve nunca el labio
sin hacer su panegírico y alabar las excelencias de su gobierno.
Escuchémosle: Pardo, Prado, La Puerta, Iglesias, Cáceres, Morales
Bermúdez, Borgoño, todos erraron y delinquieron: sólo él resplandece
incólume, libre de error y pecado. Según lo deja traslucir, la
historia del Perú se divide ya en tres grandes épocas: desde Manco
Cápac hasta Francisco Pizarro, desde Francisco Pizarro hasta Nicolás
de Piérola y desde Nicolás de Piérola hasta la consumación de los
siglos.
Con el orgullo, la vanidad y la soberbia se explica todo, desde la
satisfacción y ufanía hasta las alabanzas propias y la olímpica
serenidad. Profesando la convicción de que unos nacen para mandar y
otros para obedecer, incluyéndose naturalmente en el número de los
favorecidos, Piérola se figura que los peruanos le debemos obediencia
y pleito homenaje. En el Palacio de Gobierno todos los Presidentes son
inquilinos, él es el propietario. Como proclama la existencia de
hombres providenciales, vive plenamente seguro de "haber sido creado
por un decreto especial y nominativo del Eterno".9 Se comprende, pues,
que desde las alturas donde se imagina colocado "nos divise como
átomos sin la menor semejanza con él"10 y se haya formado tan sublime
concepto de sí mismo que "respetuosamente lleve la cabeza sobre sus
hombros como si transportara el Santísimo Sacramento".11 Cuando en
1895 abre o instala su Asamblea Demócrata "en el nombre de Dios
Creador y Conservador del Universo", no hace más que solicitar la
presencia de un amigo para demandarle unos cuantos consejos. Admira
que al titularse Protector de la Raza Indígena no se hubiera llamado
también Defensor de Jesús en el Tahuantisuyu. Pero no cabe duda que al
sufrir los descalabros de Los Angeles, Yacango, San Juan y Miraflores
acusaba a Dios de ingrato y olvidadizo.
¡Ser providencial, grande hombre! Se desvive y se desvela por
manifestarse magnífico en sus dichos y hechos, por imitar y seguir a
las celebridades antiguas y modernas. No alcanzando a producir nada
original, retiene frases históricas y con el mayor aplomo las endosa,
más o menos alteradas, como si fueran chispas de su ingenio. Ya
sabemos de qué manera parodió la gasconada de Jules Favre: "Ni una
piedra de nuestras fortalezas, ni una pulgada de nuestro territorio".
Ministro de Hacienda, tuvo la osadía de apropiarse un arranque de
Guizot contra Mole y querer abrumar a los diputados de la oposición
diciéndoles: "Por más que algunos se empinen, no llegarán a la altura
de mi desprecio". Insolencia disculpable en Guizot que por su talla
parecía un eucalipto arraigado en el suelo del Parlamento,
imperdonable y ridícula en Piérola que por su estatura semejaba en la
tribuna un uistiti asomándose por la bota del ogro. Luis XIV ¿no se
llamaba o se dejaba llamar Le Roi-Soleil — el Rey-Sol? Piérola exclama
hoy cuando le hablan de su moribundo reinado: "Ya soy le soleil
conchante" (sic).
De Dictador quiso imitar a Bolívar y Prado, sin acordarse que Bolívar
se llamaba el Libertador Bolívar, ni que Prado, dictador in nomine, no
ejerció ninguna tiranía, declinó la autoridad en su ministerio y, más
que nada, supo justificar la Dictadura con el 2 de Mayo. Vivanco,
soñando ser el Napoleón III de los Andes, tuvo amago de pera y
consumación de mostachos; no obstante, se quedó sin el Imperio,
gracias al oportuno sable de Castilla. Queriendo ser ambos Napoleones
a la vez, Piérola realiza el bigote y la pera de Badinguet; mas como
la naturaleza del cabello le impide lucir el famoso mechón lacio de
Bonaparte, lleva en la frente un rizo que tiñe de blanco, engoma y
retuerce hasta comunicarle la forma de un aplanado tirabuzón de
hojalata. Probablemente habrá sabido que Mahoma ostentaba en la
comisura de las cejas una especie de lucero y se dice: "Vaya, el
tirabuzón por el lucero".
Se rodeó siempre de favoritos porque así lo acostumbraron los reyes; y
felizmente no se acordó de Enrique III, pues nos habría organizado una
escolta de miñones o maricas. En lo más encendido de la guerra con
Chile, pensando que Napoleón dictaba desde Moscú reglamentos para los
teatros de París, funda en Lima un Instituto de Bellas Artes, Letras y
Monumentos Públicos. Al recordar que Julio César, en medio de sus
conquistas, se daba margen para escribir libros de Gramática, o que
todo un Carlomagno bajaba del trono para vigilar su gallinero, nos
habría confeccionado leyes ortográficas sobre la sustitución de la y
por la i o decretos sobre la empolladura artificial de los huevos de
ganso. Desde hace algún tiempo se modela según el actual Emperador de
Alemania, sin fijarse que el menos agudo puede llamar a Bonaparte el
hombre, a Guillermo II el actor, a Nicolás de Piérola el fantoche.
Llevado por la manía de singularizarse; de monopolizar las miradas, de
acaparar la admiración, escribe su nombre en todos los edificios
públicos, erige su busto donde puede y graba su efigie donde cabe,
desde los sellos postales hasta la moneda. Las frases que el Padre
Coloma aplica a la Currita Albornoz, le vienen como de molde: "Si
asiste a una boda, quiere ser la novia; si a un bautizo, el recién
nacido; si a un entierro, el muerto". Si alguna vez le ahorcaran, se
alegraría con tal de bambolearse en el palo más alto.12 Habría deseado
estirarse como un álamo para sobresalir entre la muchedumbre y dar
ocasión a que todo el mundo se preguntara: "¿Cómo se llama ese
gigante?". Habría dado la honra de su madre y la vida de su padre,
habría gemido cien años en la parrilla de San Lorenzo, habría vendido
su alma al Diablo, por unas cuantas pulgadas de estatura. Ya se
comprende la rabia y el despecho del hombre que soñando medirse con
Goliat, despierta igualándose a Tirabeque y Sancho; del individuo que
pensando rozar las estrellas con la frente, sólo consigue rascar el
suelo con el fundillo.
La vanidad y la soberbia, el no creerse nunca en el desacierto ni en
condición inferior a los demás, hacen que Piérola ignore el
sentimiento de lo ridículo y ofrezca el más curioso espécimen del bobo
serio. Ofuscado por la veneración de sí mismo y juzgándose incapaz de
merecer la burla, carece de la malicia necesaria para distinguir
cuándo la sonrisa del interlocutor expresa la inocente verdad y cuándo
encierra el agridulce de la ironía. Por eso, al atacarle, no sirven de
nada rasguños de pluma ni cosquilleos de sátira benigna: se necesita
banderillas de fuego y rociadas de ácidos corrosivos. Naturaleza burda
y mal descortezada, vive a mil leguas de aquellos finos y delicados
espíritus que miden escrupulosamente sus acciones y palabras, se
conservan en la línea correcta y prefieren verse empalados cien veces,
antes de quedar una sola vez expuestos a la burla y el escarnio. De
otra manera ¿cómo darse títulos que se reclaman de La Vida Parisiense
y piden la música de Offenbach? ¿Cómo emperejilarse con adefesios que
merecen una orquesta de pitos y una lluvia de tomates? Mas exigirle a
Piérola seriedad en las acciones y gravedad en el vestido equivale a
querer un imposible. Si algunos hombres no ríen ni provocan la risa,
otros nacen para servir de irrisión y mofa: en lo más trágico de la
vida, en el dolor y las enfermedades, en el suplicio y la agonía,
ofrecen algo que nos induce a compadecerles riendo. Convertidos en
cadáver, los ridículos a nativitate presentan alguna mueca o gesto que
produce risa. Tal es Piérola: él y lo ridículo andan invariablemente
unidos. Cuando quiere echarla de hombre serio y grave se iguala con
esos caballeros que salen a paseo muy afeitados, muy prendidos, muy
flamantes y que sin embargo pasan causando una bulliciosa hilaridad
porque en la espalda llevan una calavera de albayalde o dejan asomar
la punta de la camisa por bajo los faldones de la leva. ¡Ridículo,
eternamente ridículo!
Pero hay actos de Piérola, no sólo ridículos sino de una desesperante
frivolidad, de una frivolidad femenina, pueril, incalificable. Se
ocupa de formar anagramas con su nombre (León Dapier) y viaja de
incógnito -por donde nadie le conoce- haciéndose llamar Castillo en el
Talismán, Teodoro de Alba en el Ecuador, Fernández Garreaud en París y
no recordamos si Mister White en Londres, Herr von Tiefenbacher en
Berlín o el Signar Vermicelli en Roma. Al evadirse de la prisión a que
en 1890 le redujo Cáceres, deja en la celda sus patillas, un corsé, un
detente, una variada serie de sus propias fotografías y no sabemos si
una colección de pantorrillas y nalgas postizas. En marzo de 1895,
antes de recoger cadáveres y curar heridos, se manda coser el uniforme
de General de División. Algunas almas caritativas le disuadieron de
llevarle. Últimamente le hemos visto hacer cuestión de gobierno el
color y calidad de las medias que envolverían las pantorrillas de su
valet de pied y de su valet de chambre. ¡Qué mucho! si en plena
Dictadura, con los chilenos a las goteras de Lima, consume horas
delante del espejo para ensayar alguna casaquilla o entorchado, y en
las conversaciones de sobremesa con sus Ministros y Comandantes
Generales discute larga y acaloradamente sobre si en la cima de su
casco pondrá un cóndor o un pararrayos. El uniforme estrenado en la
procesión de las Mercedes le costó más desvelos que la defensa de
Lima.
Con todo, Piérola tiene la malignidad bellaca, la inclinación a la
intriga vulgar o de escaleras abajo, en una palabra, la astucia. Y con
ella patentiza más su naturaleza burda y mal descortezada, su pequeñez
intelectual y moral, porque la astucia no pertenece a los hombres que
llevan el cerebro atestado de grandes ideas y el corazón rebosando de
nobles sentimientos: como el musgo en las piedras, la astucia nace en
las almas estériles y pobres. Los pensadores y los buenos se muestran
leales, crédulos, fáciles de sufrir el engaño; por el contrario ¿quién
se la juega al rústico y al patán? Astuto el posadero que da gato por
liebre, astuto el mercachifle que hace pagar la tela de algodón por
género de lana; astuto el boticario que endilga el aquafontis por un
maravilloso específico; astuto el gitano que vende un asno viejo y
mañoso por un pollino amable y de buen corazón. Gil Blas se burla de
Newton, un piel roja de Darwin. Si la astucia no recomienda mucho al
hombre, tampoco arguye en favor del animal: astutos el zorro, la
serpiente y la chinche; mas no el toro, el caballo ni el perro. Y lo
curioso está en que a Piérola se le mira venir desde lejos y se le
dice: "Ya te conozco, besugo": todos sus planes maquiavélicos resaltan
como parche blanco en tela negra. Queriendo hacer el fino, parece un
oso bailando la cachucha española y el minué francés. Se figura
eclipsar a Metternich o Talleyrand cuando se porta como el camello que
sepulta la cabeza en el arenal y deja al aire libre las dos jorobas.
Se congratula muchas veces de haber asestado un golpe maestro y digno
de la inmortalidad, como Tartarín de Tarascón se vanagloriaba de cazar
leones cuando había cometido el alevoso asesinato de un burro.
Pero, descúbrase o no se descubra la trama, le importa un comino,
siendo lo que llaman los franceses un je-m'en-fou-tiste, un hombre que
sigue las divisas de el que venga atrás que arree y después de mí el
diluvio. Su entrada en la vida pública lo dice muy bien. Salido apenas
del Seminario, cuando no posee más bienes que su título de abogado
(adquirido por arte de birlibirloque) cuando siente por primera y
última vez en su vida el deseo de trabajar honradamente, abre una
puerta-cajón o tenducho en la calle de Melchormalo, con el fin de
vender, no sembradoras para las haciendas ni picos para las minas,
sino santitos de yeso, fruslerías, Tónico Oriental y muchísimos
menjurjes para remozar viejos verdes y revocar jamonas averiadas. No
perseveró mucho en el comercio, más bien dicho, no le dejaron
perseverar, pues como se busca un bravo para que dé una puñalada, le
sacaron de su mostrador para que firmara el Contrato Dreyfus. Para
coger el cetro de Roma, Cincinato abandonó la esteva del arado; para
recibir el portafolio de Hacienda, Piérola deja la leche antefélica y
el ungüento del soldado.
Según Ph. de Rougemont, "el general Echenique, uno de los personajes
más comprometidos en esta intriga financiera, fue el que se encargó de
encontrar al hombre. "-Tengo, le dijo al Presidente, lo que usted
desea. No busque más. Un deudo mío, muy joven, muy pobre, muy oscuro y
muy ambicioso; tan vanidoso como falto de escrúpulo; lego en las
finanzas, pero bastante inteligente y bastante atrevido para hacer
creer que posee a fondo la Ciencia Económica, es el único hombre que
llena las condiciones del programa.13
Sin saber jota de finanzas, ignorando si la voz penique servía para
designar un asteroide o un molusco, firma un contrato leonino y nos
entrega maniatados a la mala fe y rapacidad de unos cuantos
especuladores cosmopolitas. Si el contrato hubiera favorecido a los
Consignatarios con perjuicio de Dreyfus y Compañía, le habría firmado
con el mismo tupé, con la misma ligereza. También, si en lugar de
hacerle Ministro de Hacienda, le hubieran nombrado Arzobispo de Lima,
ingeniero del Estado, profesor de lengua china, Contralmirante de la
Escuadra o comadrón de la Maternidad, habría aceptado el cargo, sin
titubear, creyéndose con aptitudes necesarias para ejercerle. El no
quería sino el trampolín donde pegar el salto y caer en la Caja
Fiscal.
Una vez ingerido en la política, habiendo saboreado las dulzuras de
signar contratos y manejar fondos públicos, no se satisface con
segundos papeles y dirige sus miradas a la Presidencia de la
República, al mismo tiempo que Manuel Pardo se afana por constituir el
Partido Civil. Entonces organiza una facción o bandería con ínfulas
liberales y democráticas. Veamos el liberalismo y la democracia de
Piérola.
Educado en Santo Toribio, al calor non soneto del clérigo Huertas,
ordenado de órdenes menores, Piérola no se desnudó del espíritu
clerical y jesuítico al borrarse la corona y desvestirse de la sotana:
conservó el indeleble sello del défroque. Desde los primeros ensayos
que bajo el seudónimo de Lucas Fernández publicó en no sabemos qué
periodiquillo fundado, redactado y fomentado por clérigos 14 hasta los
editoriales que dio a luz con su nombre en El Tiempo y anónimos en El
País, no defendió más causas que las retrógradas, no predicó más ideas
que las ultramontanas. A las pocas horas de organizada la Dictadura,
antes de dirigirse al Cuerpo Diplomático residente en Lima, se
arrodilla ante el Delegado de León XIII para besarle humildemente la
sandalia, "reiterarle la fe inquebrantable y el amor filial, y pedirle
su bendición apostólica". En el artículo 3o del Estatuto Provisorio
establece que "no se altera el artículo 4o de la Constitución,
relativo a la Religión del Estado". En su Declaración de Principios y
bases para la organización del Partido Demócrata, en ese piramidal y
famoso, documento donde trozos de Agronomía se mezclan a fragmentos de
Lugares Teológicos, donde preceptos de Higiene se confunden con leyes
de Economía Política y donde la Mineralogía anda en contubernio con
las "elecciones populares por medio del voto acumulativo", Piérola nos
habla de todo, sin olvidar "el drenaje, el halaje, el warrant
comercial" ni "el paludismo de los terrenos pantanosos", menos de la
cuestión religiosa: la juzga intangible.15
Hoy mismo acude fielmente a las asistencias religiosas, invierte sumas
enormes en refaccionar las iglesias, harta de oro a los obispos
nacionales que asisten al Concilio Latino Americano, favorece todas
las pretensiones absorbentes del clero y, con un simple decreto,
desvirtúa los pocos buenos efectos de la ley sobre matrimonio entre
los no católicos.
Al tacharle de hipócrita porque en sus días negros o de mandatario
indefinido asiste a misa con devocionario en mano, se pone en cruz,
besa el suelo y lanza fervientes jaculatorias, se le calumniará: cree
de buena fe, aunque su religión no pase de fango revuelto con agua
bendita. El no ha dejado las regiones inferiores de la religiosidad o
superstición, y practica acciones que pugnan con el Catolicismo, con
la Moral y hasta con la Higiene pública, porque su proceso mental se
parece al estado sicológico del negro que antes de violar y matar,
reza la oración del justo juez o pone los labios en el escapulario de
Nuestra Señora del Carmen. Sembrando el fanatismo y protegiendo las
órdenes religiosas, Piérola se imagina redimir sus culpas y hacer
mérito para ganar el cielo. Como por la noche "peca bueno" aunque no
"de balde" y al mediodía paga caro el remiendo de alguna torre
churrigueresca, resulta que sus buenos conciudadanos le costeamos el
pecado y la penitencia.
No cabe negar su hipocresía política. Billinghurst, el correligionario
y amigo de treinta años, el hombre que debe conocerle más a fondo, le
dice con muchísima razón: "La hipocresía política es mil veces más
funesta que la hipocresía religiosa, y usted don Nicolás, posee la
primera en grado que nadie que no lo conozca íntimamente podría
imaginarse".16 Y ¿no hay su mérito en eso? ¿Parece nada fundar toda
una vida pública y privada en el engaño y la mentira? Se cuenta de
hombres que mienten por conveniencia o costumbre; pero ¿se cita muchos
que tengan derecho a llamarse la hipocresía personificada?
La mentira gorda, la que llamamos madre porque de ella nacen todas las
demás, es su democracia. El hombre que en el Ministerio de Hacienda
nos engañó con su pericia financiera y en la Dictadura volvió a
engañarnos con su genio militar, sigue y seguirá engañándonos con sus
ideas democráticas. Mas, por mucho que intente alucinarnos con
pepitorias fraternizantes y divagaciones igualitarias, Piérola deja
traslucir en los menores actos de la vida su espíritu conservador y
autoritario. Aunque venga del echeniquismo, pertenece a la escuela de
Vivanco, el General que no ganó batallas, el académico que no escribió
ningún folleto, el marido que no engendró un solo hijo a su mujer. La
teoría de la escuela vivanquista se condensaba en sostener que para
gobernar al Perú no se requiere de leyes ni de constituciones, sino de
mucha energía, personificada en unos mostachos a la Napoleón III.
El Jefe del Partido Demócrata no sólo es monárquico por temperamento y
clerical por educación, sino aristócrata, no sabemos por qué. Habría
representado con gusto el papel aristocrático de Manuel Pardo si
hubiera nacido en más elevada esfera social, y sobre todo, si no se
hubiese malquistado con las personas decentes o consignatarios del
guano, al celebrar el Contrato Dreyfus. No pudiendo encabezar el
Civilismo, fundó el Partido Demócrata; careciendo de mucho para
nivelarse con Pardo, se declaró su enemigo mortal. El mismo lo ha
confesado con el mayor cinismo: "Tomé lo que me dejaron".
El odio de Piérola a Pardo se agravaba con la envidia, cosa muy
natural, dadas las condiciones sociales y hasta la contextura física
de ambos: era el odio del mulato al descendiente de sus antiguos amos,
del homúnculo enclenque y simiesco al hombre alto y bien constituido.
Porque Manuel Pardo, a pesar de su mirada siniestra, tenía una figura
arrogante, simpática y varonil; mientras Nicolás de Piérola,
deficiente de cuerpo y desfavorecido de cara, no poseía ninguna
perfección que hiciera olvidar el prognatismo de las mandíbulas, el
pigmento de la piel ni las vedijas del cabello. La distancia entre los
dos enemigos se marca bien diciendo que al entrar en una casa, a Pardo
se le hubiera creído el amo, a Piérola el sirviente. En lo moral
presentaban mayores divergencias que en lo físico y lo social: cuando
se habla de Pardo, se menciona sus defectos y en seguida se rememora
sus virtudes públicas y privadas; cuando se trata de Piérola, se
recuerda vicios y nada más. Si no, vengan los más empecinados
Demócratas y respondan: ¿cuál es la virtud de su jefe?
Se concibe, pues, que el día más feliz en la vida de Piérola, fue el
16 de noviembre de 1878, cuando un sargento (hipnotizado por no
sabemos quiénes) hirió de muerte a Manuel Pardo: le quedaba el campo
libre, se helaba la única mano capaz de tenerle a raya. Pero no
bastaba eliminar al enemigo y sustituirle en el Poder, faltaba
eclipsarle en mérito. Examinando los dichos y hechos de Piérola, se
nota que vivió tentando esfuerzos inauditos para levantarse sobre
Pardo. Con todos sus defectos, mejor dicho, con todos sus errores
(algunos gravísimos) Pardo se diseña como el único mandatario que,
después de Santa Cruz, haya concebido un plan político y abierto uno
que otro surco luminoso; Piérola no sabe dónde va ni da a entender lo
que desea, porque todo lo embrolla y lo descompone: genio
esencialmente maléfico, donde pone una mano deja una huella roja,
donde imprime la otra deja una mancha negra. En verse pequeño ante
Pardo encontró por muchos años su desesperación y su martirio; y hoy
mismo, sobreponiéndose al miedo y al remordimiento, evocará la
ensangrentada figura de su víctima para medirse con ella.
III
¿Se dirá que el hombre antiguo, el Piérola de 1880, no debe igualarse
al Piérola de hoy, instruido ya con su larga residencia en Europa y
amaestrado con las lecciones de la experiencia? Así lo piensan muchos,
resignándose a que el Perú haya sido un ánima vili o mandíbula de
muerto donde un aprendiz de sacamuelas ensaya sus tenazas y adiestra
sus manos. De modo que gastamos el oro, vertimos la sangre y perdimos
la honra para que un buen señor se perfeccionara en el arte de
gobernarnos. ¿Lo hemos logrado?
En la Naturaleza se verifican transformaciones con visos de milagros,
y los individuos experimentan cambios que simulan una reversión del
ser; pero nunca sucede que un manzano produzca rosas ni que un
moscardón labre capullos de seda. En el hombre mismo se presentan
cualidades irreductibles: se nace y se muere con ellas. Hace dos o
tres mil años que se afirmó: "Aunque majes al necio en un mortero
entre granos de trigo a pisón majados, no se quitará de él su
necedad".
Cierto, Piérola residió muchos años en París; mas ¿qué hizo? rondar la
casa de Dreyfus, espiar las salidas y entradas de Dreyfus, hablar con
el portero de Dreyfus, solicitar audiencias de Dreyfus, subir las
escaleras de Dreyfus, hacer antesala en las habitaciones de Dreyfus,
encorvarse humildemente en presencia de Dreyfus. El puede informarnos
sobre el número de catarros sufridos por Dreyfus en 1891 y sobre las
propiedades terapéuticas de las enemas administradas a Dreyfus en
1892. Hasta nos fijaría la exacta proporción entre la aguja de Nuestra
Señora de París y cualquiera de los supositorios aplicados a Dreyfus
en 1893.
Respiró en el mundo europeo el ambiente cargado de emanaciones
científicas y gérmenes libertarios, sin asimilarse un átomo de ciencia
moderna ni de espíritu libre. ¿Qué sabe él de bibliotecas y museos, de
invenciones y descubrimientos, de sabios y filósofos? Para medir su
calibre intelectual y pesar su bagaje científico, basta decir que se
gloría de no haber leído sino un solo libro en más de veinte años. No
le mencionen, pues, a Darwin ni Spencer, a Haeckel ni Hartmann, a
Córate ni Claude Bernard, porque les creería fondistas, peluqueros,
fabricantes de conservas o vendedores de afrodisíacos y fotografías
pornográficas. Tampoco le hablen de Bellas Artes ni de monumentos:
sería muy capaz de preferir un cromo chillón a una tela de Millet, de
confundir los machones de la Torre Eiffel con un friso del Partenón o
de tomar la chimenea de una fábrica por el obelisco de Luxor.
París no ha sido la escuela sino el cubil para devorar la presa: ahí
disfrutó las gordas economías del Contrato Dreyfus, ahí saboreó los
pingües ahorros de la Dictadura. Cuando la presa concluía y era
necesario pegar un nuevo zarpazo a las finanzas nacionales, entonces
dirigió el rumbo hacia el Perú trayendo planes de revolución,
proyectos de leyes y decretos, sales inglesas, inyecciones orquíticas
de Brown Sécquard y botellas con infusiones de zarzaparrilla en agua
de Lourdes.
Piérola en Francia se quedó tan Piérola, como la pelotilla de migajón
continúa de migajón por mucho que se mezcle algunos años con perlas y
diamantes. De otro modo ¿pensaría como piensa y hablaría como habla?
Sus actos y palabras nos corroboran en que lejos de haberse curado con
la edad y los viajes, presenta hoy más agravados los síntomas de
vacilación mental e incoherencia. No se agita en las regiones de la
locura; pero debe de estar muy próximo a los límites oscuros donde
empieza el reblandecimiento cerebral o la parálisis. Si penetráramos
en su cráneo, veríamos una especie de limbo donde pasan entre medias
luces y como figuras de un cinematógrafo, el Palacio de Gobierno y la
Catedral de Lima, el pouf de una cocotte y la bolsa de un banquero.
¡El cráneo de Piérola! Todo lo que entra en su mollera, se refracta
ofreciendo una imagen desviada, como bastón clavado en el agua, porque
su cerebro no consta de dos hemisferios donde se marcan
circunvoluciones más o menos complicadas, sino de un intestino, largo
y angosto, que da vueltas y revueltas, que se tuerce y se retuerce
sobre sí mismo para formar una diabólica y enmarañada aglomeración de
trenzas chinas y nudos gordianos. Si el intestino almacena fósforo, lo
dirá la autopsia. Y ¡el dueño de semejante órgano presume de orador y
escritor! Al inaugurar una fábrica de sombreros, dijo, después de
constatar la presencia de Dios en la ceremonia: "Fatigados estamos de
hombres que hablan: necesitamos hombres que hagan". Frases que
significan: Admírenme a mí que me porto como Cincinato, hablo como
Cicerón y escribo como Tácito.
Si lo moral de Piérola se obtiene vaciando en un molde la ferocidad de
un cafre y la lujuria de un gorila, lo intelectual se consigue
amalgamando la ergotería frailuna de un teólogo con la artimaña
leguleyesca de un picapleitos: es un casuístico doctor de Salamanca
involucrado en un fulleresco tinterillo de Camaná. Inventaría la línea
curva, la quinta rueda del coche y el laberinto de Creta. Sus
proclamas, sus manifiestos, sus mensajes, sus discursos, sus decretos,
cuanto mana de su pluma o de sus labios, se reduce a una pululación de
antiguallas y lugares comunes, en una prosa enrevesada, bombástica,
gerundiana: nunca una idea concreta y original, nunca una frase
cristalizada y luminosa.
Si sus pensamientos semejan el volar y revolotear de murciélagos en la
penumbra de una cripta, su lenguaje recuerda el traquetear de
carromato vacío, corriendo por un cascajal. ¡Qué términos, o mejor
dicho qué terminotes y qué terminajos! Careciendo así de la gracia que
seduce y hace olvidar los defectos, como de la fuerza que arrastra y
obliga a caminar por las regiones más áridas y abruptas, se vuelve
insufrible: para leer tres líneas de su pluma se requiere seis kilos
de paciencia, para oír dos oraciones de su boca se necesita blindarse
las orejas con triple coraza de algodón. No es el escritor sino el
grafómano y el cacógrafo, no el orador sino el logómano y el cacólogo.
Por eso, al hablar o escribir, no tiene facundia o afluencia sino
manía razonadora o imbecilidad verbosa; no inspiración sino logorrea
de enigmas, acertijos y logogrifos, salpimentados de Cabala, Talmud y
Apocalipsis.
Con los trozos escogidos de Piérola se formaría un florilegio muy
semejante a un rosario de pepinos, hojas de col y tomates, engarzados
en la tripa de una cabra. Sus obras completas causarían el efecto de
una ensalada turca batida en una sopa rusa. En la vida de San
Francisco figura el hermano Junípero que se distinguía por la
incongruencia de sus confecciones culinarias, pues introducía en la
olla las frutas sin pelar, los huevos con cáscara y los pollos
vírgenes de sus crestas, de sus plumas y de sus estacas. Para concluir
con la literatura de Piérola, basta decir que todas sus producciones
merecen llamarse guisos del hermano Junípero.
Si los viajes no convirtieron a Piérola en orador oíble, en literato
legible ni en causeur tolerable, le infundieron o perfeccionaron la
ciencia práctica de la vida, el arte de adquirir dinero. Sin heredar
bienes de fortuna, casarse con mujer rica, descubrir mina, encontrarse
entierro ni ganar el premio gordo de ninguna lotería, él ha vivido a
lo grande, fomentando más de un hogar, haciendo continuas excursiones
por América y Europa. En lo tocante al dinero figura como inventor de
genio, como un prodigio, hasta como dueño de un órgano especial. La
nariz del sabueso para rastrear al ciervo la tiene Piérola para oler
la mosca: abandonado en el Sahara, náufrago en la isla de Robinson,
perdido en los ventisqueros del Polo, encontraría un tesoro y un
amigo. ¡De cuánto no serviría a los catadores de minas y buscadores de
entierros, si quisiera usar ese don o sexto sentido que le concedió la
Naturaleza! Con instalarse en una eminencia y husmear unos cuantos
segundos, Piérola nos revelaría si en un kilómetro a la redonda hay o
no hay bolsones y tapados. Se habla de telegrafía inalámbrica ¡bicoca!
Piérola, sin efracción ni escalada, sin lima ni ganzúa, sin contacto
de los dedos con la bolsa, deja in albis o como patena al Caballero de
la Tenaza en persona. Algo saben los Barrenechea, los Olivan, los
Gambetta, los Ehrmann, los Piantanida, los Flórez, los Billinghurst,
etc., porque abundan tanto las víctimas que de sus fondos podría
sacarse una buena dote para las once mil vírgenes.
Y con tanta suavidad y maña verifica la limpieza que el limpiado se
queda tan satisfecho como si fuera el limpiador. Le han servido de
sésamo ábrete, las dos palabras tradicionales -la Causa. El bueno del
General Castilla, no sabiendo repetir con Luis XIV "el Estado soy yo",
se llamaba a sí mismo "el Gobierno" y solía decir con la mayor
gravedad: "el Gobierno se halla constipado; el Gobierno guarda cama;
el Gobierno sufre de irritación a los callos"... Ignoramos si Piérola
se titula el señor la Causa; pero seguramente se rige por el siguiente
raciocinio: "La Causa no prospera sin que su caudillo prospere; yo soy
el caudillo de la Causa: ergo mis amigos y correligionarios se
encuentran en la obligación ineludible de enviarme dinero para un
equipaje a la Daumont, un departamento lujoso y confortable en el
Faubourg Saint-Honoré, una estación de baños en Royan o Biarritz y
para echar una cana al aire en Le Moulin Rouge o Les Folies-Bergére".
Si la inteligencia de Piérola no se mejoró con los años y los viajes,
si el carácter agravó los defectos en lugar de corregirles ¿cómo nos
propinaría hoy un buen Gobierno? La verdadera política se reduce a una
moral en acción. La Presidencia inaugurada en 1895 vale tanto como la
Dictadura de 1879: en la Dictadura se arroga facultades omnímodas y
nos conduce como un señor feudal a sus siervos; en la Presidencia nos
manda con el mismo poder discrecional, interpretando a su antojo las
leyes, dándolas efecto retroactivo, anulándolas con un simple decreto,
tergiversándolas hipócritamente o violándolas con la mayor
desfachatez, seguro de no hallar en las Cámaras un freno moderador ni
en la prensa un juez incorruptible y severo.
Insistamos sobre algunos de sus actos, empezando por el más
culminante: su alianza con los Civilistas. En la carta dirigida en
setiembre de 1898 al Comité Central del Partido Demócrata, afirma
Piérola que "sería difícil señalar diferencia de principios entre el
Partido Civil y el Partido Demócrata". Así, los veinticinco años de
conspiraciones y guerras civiles, los tesoros derrochados y las vidas
sacrificadas, la ruina del país y el asesinato de Manuel Pardo, sólo
han servido para descubrir un día que entre el Demócrata y el
Civilista no cabe diferencia, que ambos marchaban por distinta senda
para llegar al mismo término. Debemos preguntar a Civilistas y
Demócratas ¿ustedes son agentes de policía que se juntan en el
domicilio de una persona honrada o simples malhechores que en
avanzadas horas de la noche se reconocen ante una caja de hierro?
¡Inocentes y candorosos Demócratas! Sin saberlo profesaban el
Civilismo como el doctor Paganel hablaba portugués creyendo expresarse
en castellano.
Al celebrar la alianza, Piérola no reniega de sus convicciones (desde
que toda su vida no abrigó más propósito que satisfacer su ambición de
mando); traiciona, sí, descaradamente a sus correligionarios, les pone
en ridículo, les deja relegados en segundo término, como incapaces de
gobernar sin la dirección de los Civilistas. Esos famosos Demócratas,
esa falange de Catones y Licurgos, esa reserva intelectual y moral que
el país aguardaba como única tabla de salvación, no fue más que una
falsificación de personajes, que una desfilada grotesca de gigantones
con mucho volumen de trapo y caña, pero con muy reducida consistencia
de hombre.
Quizá en la alianza con los Civilistas se oculta una acción expiatoria
y laudable, una obra de arrepentimiento y reparación. A Nicolás de
Piérola le ahoga la sangre de Manuel Pardo. Oír el nombre de Pardo le
equivale a recibir una bofetada. Pardo le amarga el bocado, le
avinagra la bebida, le envenena el placer, le quita el sueño. Tal vez,
en sus noches de agitación y desvelo, cuando el remordimiento le causa
fiebre y la fiebre le produce alucinaciones, Piérola siente en su
cuello la irresistible mano de Pardo que le arranca del sillón
presidencial, le arrastra por los salones de Palacio y le conduce a la
plaza mayor para colgarle en una torre de la catedral o en el farol de
Tomás Gutiérrez. Con una de esas noches dantescas o shakespereanas se
explica la alianza: no pudiendo resucitar al muerto, se quiere seguir
su idea. Como los antiguos creyentes presentaban a los Dioses
irritados el holocausto de una ternera, de una oveja o de un cisne,
Piérola ofrece a la ensangrentada sombra de Pardo el sacrificio de
todo el rebaño demócrata.
No olvidemos las finanzas, caballo de batalla de Piérola y sus
conmilitones. La célebre gallina que un Rey de Francia quería ver
todos los domingos en la olla de sus más desvalidos súbditos, parece
que los habitantes del Perú la saboreamos todos los días, si hemos de
creer al Jefe Supremo y a los accionistas de las Sociedades
Recaudadoras. "A nadie se debe, se administra con economía, se da
ejemplo de honradez, reina el bienestar general...". Así grita el amo,
lo repiten sus comensales y lo pregonan los escatófilos de la prensa
subvencionada.
"¡A nadie se debe!" y los inscriptos en las listas pasivas no reciben
sino la tercera parte de sus haberes, y los tenedores de bonos de la
deuda interna imploran inútilmente porque no se les siga defraudando,
y la Peruvian reclama unos cien mil soles, y el Presupuesto arroja un
déficit de tres millones. "¡Se administra con economía!" y se crea
nuevas oficinas y nuevos cargos para los amigos o los deudos, y se
concede a los favoritos sumas ingentes por comisiones que no
desempeñan, y se derrocha miles de miles en fomentar una prensa
aduladora y servil, y se emprende obras innecesarias o ridículas con
el fin de conservar a sueldo una masa de electores, y sin plan ni
control se arroja millones en el insaciable estómago del Pichis. "¡Se
da ejemplo de honradez!" y se encarpeta la denuncia de fraudes
fiscales por la suma de doce millones de soles, y se engloba en la
deuda nacional las deudas particulares, y clandestinamente se negocia
los bonos de la Coalición, y por segunda o tercera mano se compra los
devengados de las viudas, y de la noche a la mañana se hace
desaparecer el millón de la sal, y se contribuye a que el descamisado
de ayer se transforme hoy en rico señor con sólo ingerirse en el
manejo de los negocios públicos, y, en resumen, se establece
verdaderas finanzas dictatoriales, pues se dispone de las rentas del
Fisco, sin ceñirse al presupuesto, sin rendir cuenta de ninguna
especie, sin que nadie sepa cómo ni en qué se ha invertido más de
cincuenta millones en menos de cuatro años. "¡Reina el bienestar
general!" y los derechos aduaneros se duplican y triplican, y las
gabelas nacen y se aumentan, y los artículos de primera necesidad
encarecen extraordinariamente, y salvo algunos valles donde se produce
la caña, la agricultura decae, mientras la industria desfallece y el
comercio arrastra una vida triste y miserable, hasta el grado que el
primer puerto de la Nación va muriendo de asfixia y anemia.
Sólo en Lima florece un bienestar simulado y restringido: el hartazgo
de algunos privilegiados y parásitos. Con las Sociedades Recaudadoras
se ha constituido una plutocracia u oligarquía de financieros para
esquilmar a la Nación: funciona hoy en la capital un maravilloso
trapiche donde van los contribuyentes para dejar el jugo y salir
convertidos en residuo seco, estoposo y combustible. Y a los
cañaveleros de esta nueva especie ¿qué les importa el crujir y gemir
de la carne de trapiche? En todo el mundo, los negociantes y los ricos
simplifican de tal modo sus órganos y funciones que al fin se reducen
a la mera condición de estómagos provistos de innumerables tentáculos
para coger la presa. Apresar y digerir, palabras sacramentales que lo
explican y lo justifican todo. Esos hombres simplificados o ventrales
rodean y aclaman a Piérola, como rodearon y aclamaron a Iglesias,
Cáceres y Morales Bermúdez, como habrían rodeado y aclamado al mismo
Patricio Lynch, si los chilenos, en vez de arrasar bárbaramente los
fundos, destruir las casas e imponer odiosos cupos, hubieran tenido la
malignidad o maquiavelismo de respetar las haciendas, las habitaciones
y las bolsas de los ricos. Nada significa, pues, si los ventrales
dicen que todo anda bien, que reina el bienestar general: hablan
iluminados por la filosofía optimista de las panzas llenas.
La situación económica de hoy se debe figurar así: unos cuantos
hombres, a puerta cerrada y sentados en derredor de una mesa, comen y
beben, mientras una muchedumbre harapienta y escuálida husmea por las
rendijas y reprime los bostezos del hambre, sin atreverse a romper las
puertas y exigir lo estrictamente necesario. Y el porvenir se diseña
más sombrío que el presente, dado que Piérola sacrifica el gran bien
de mañana por el escaso bien de hoy y pospone la dicha de todos a la
dicha de unos cuantos, siguiendo el sistema del salvaje que para coger
el fruto derriba el árbol, imitando al egoísta que para cocinar un
huevo prendiera fuego a una ciudad.
Si el hombre que en las finanzas produce tan aciagos resultados diera
algo provechoso en los demás ramos de la Administración, asistiríamos
al fenómeno de una planta que en unas ramas se vistiera de cardos y
tomates, a la vez que en otras se adornara con botones de rosa y
racimos de uva. Piérola se imagina sacar mucho bueno de su cabeza y
erigir monumentos inmortales, sin pensar que vive imitando al loco de
Cervantes, que se da un trabajo ímprobo y consume todas sus fuerzas en
hinchar perros con un canuto. ¿Qué obra de sus manos significa un
adelanto y promete vivir un día más de lo que dure su período?
El tiene dos signos propios y geniales: la fecundidad de sustituir una
cosa por otra igual con diferente nombre, y el don de enredar,
descomponer y malear lo que presume corregir o mejorar. Su Tribunal
Disciplinario remeda al Tribunal de los Siete Jueces; su Escuela
Militar de Aplicación no se distingue de la Escuela de Clases; su
Consejo Gubernativo (concilio laico) reúne en un solo cuerpo las
diversas Comisiones Consultivas organizadas por Manuel Pardo, según el
modelo francés. En su proyectada Ley de Imprenta ahoga la
manifestación libre del pensamiento, haciendo de autores y editores
unos parias de las autoridades subalternas; en su Ley Electoral da
campo a tantas argucias y complicaciones que él mismo resulta cogido
en sus propias redes y no logra escapar sino cometiendo un cúmulo de
arbitrariedades; en su Código de Justicia Militar, o parodia del
antiguo y bárbaro Código Español, restablece los anacrónicos fueros,
viola nuestra Constitución y pone a toda la República bajo la ley
marcial como si perennemente viviéramos en estado de sitio.
Felizmente, se encariña hoy con una institución o una ley, y mañana
las olvida como si nunca hubieran existido. ¿Se acuerda ya del Consejo
Gubernativo, del Tribunal Disciplinario ni del Código de Instrucción?
¿Dónde esas magnas obras anunciadas en la Declaración de Principios?
¿Dónde los caminos abiertos? ¿Dónde las pampas irrigadas? ¿Dónde los
pantanos desecados? ¿Dónde los inmigrantes? ¿Dónde el drenaje y el
halaje?
Piérola no persigue más fin que dar golpes teatrales, valiéndose del
engaño y la superchería. Impide dictatorialmente una conferencia
pacífica, y a las pocas horas declara ante el Congreso que "el
Gobierno exagera las libertades públicas";17 ordena bajo cuerda la
confiscación o robo de un taller tipográfico, y hace aparecer el acto
como "procedimientos judiciales en una imprenta";18 no consiente que
el Poder Legislativo restaure las garantías individuales, y luego
promulga un decreto renunciando a las facultades extraordinarias, con
una magnanimidad a lo Carlos V en Hernani, magnanimidad que no le
estorba para llenar las cárceles de Lima y los aljibes del Callao; de
mañana pega un buen drenaje a la Caja Fiscal, y por la noche, en la
tertulia de Palacio, se suena las narices con un pañuelo deshilachado
y viejo para manifestar que todo el Jefe Supremo de la Nación vive en
una pobreza franciscana. Pero la broma fin de siécle, el clown de la
farsa, el hecho magno y que basta para dibujarle de cuerpo entero, es
el siguiente: suprime la Junta Electoral, organiza cuadrillas de
garroteros que magullen a los sufragantes libres, establece
públicamente el más sórdido cohecho, funda en el mismo Palacio una
fábrica de candidaturas oficiales, comete cuanto abuso puede cometerse
para falsear una elección, y en seguida se inscribe en el registro,
saca su boleta de ciudadano y va majestuosamente a depositar su voto
en el ánfora, para "dar a sus conciudadanos un ejemplo de virtudes
cívicas".
Si el Jefe Demócrata vale hoy tanto como ayer ¿quién halla la menor
diferencia entre los hombres que le rodearon en la Dictadura y los
hombres que actualmente le siguen y le aclaman? Hablen esos viejos,
impotentes para el bien y fecundos para el mal, esos viejos que
prostituyen la Justicia y deshonran la Magistratura, esos viejos que
empezaron su vida con un bautismo en el lodo y la van concluyendo por
una inmersión en el albañal, esos viejos que no acaban de morir porque
la muerte les rechaza y la sepultura siente asco de recibirles. Pero
existe algo más odioso que los viejos (disculpables por el
reblandecimiento cerebral y la atrofia cardíaca) ese algo es la
juventud enrolada en las filas del nuevo régimen. ¿Dónde viven esos
jóvenes Demócratas? no en las universidades asimilando la ciencia, no
en las minas extrayendo y beneficiando el metal, no en las haciendas
labrando la tierra; pululan en las calles haciendo política de bajo
vuelo, en las oficinas públicas merodeando destinos, en los
alrededores de la Caja Fiscal extendiendo la mano para recoger la
limosna del Estado. ¿Qué son? lechigadas de abortos morales
engendrados con úrea en lugar de sustancia viril, racimos de frutas
podridas antes de madurar, organismos anémicos y endebles, carcomidos
por una enfermedad epidémica hoy en Lima — la gangrena juvenil. Esos
jóvenes y esos viejos, esos seres inferiores o degenerados, no
adaptándose a la atmósfera del hombre superior o libre, buscan el
ambiente del harem, y se enorgullecen de ganar puestos más o menos
lucrativos según la mayor o menor flexibilidad para ejercer oficios
bajos en las alcobas de las favoritas presidenciales.
Y ¡esas autoridades! Con muchos de los prefectos, subprefectos,
gobernadores y comisarios se formaría un exquisito ramillete de
ganapanes, crapulosos, quitabolsas, proxenetas, torsionarios y
violadores. De la servidumbre galonada y de la ínfima ralea judicial
salen hoy los actores principales, los cómplices y los encubridores de
los más vergonzosos y repugnantes crímenes y delitos. Mujeres y niños,
jóvenes y viejos, nadie vive seguro en su libertad, en sus bienes ni
en su honra.
En el sistema Demócrata, no sólo se infiere el mal directamente y al
adversario, sino indirectamente y al limpio de toda responsabilidad:
conviene que no falte una víctima. ¿Se quiere operar directamente
sobre un enemigo del Gobierno? pues se le fragua un juicio criminal o
civil por medio de testigos falsos escogidos en el viscoso gremio de
alguaciles, agentes de pleitos y jueces de paz. ¿Se quiere dañar
indirectamente al adversario ausente? pues se calumnia, se infama y se
persigue a su mujer, a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos y a sus
amigos. A falta de personas, la pagan los bienes.
Si se extorsiona y roba, díganlo las partidas de ganado arrebatadas a
los indios y públicamente vendidas en las poblaciones del Centro; si
se encarcela, díganlo Cano, Rivera Santander, Zapatel, los supuestos
revolucionarios de Arequipa y cien más que se consumen y desesperan en
los cuatro muros de una prisión; si se tortura, díganlo Antenor
Vargas, Fidel Cáceres y Rodríguez Castaños; si se viola, dígalo Pasión
Muchaypiña; si se mata violentamente, no lo diga Cáceda (salvado no
sabemos cómo) pero díganlo los Villares en el Guayabo y los indios de
llave y Huanta; si se da muerte dulce, quitando a la víctima los
medios de subsistir, haciéndola saborear día por día y hora por hora
las amarguras del hambre, díganlo Mariano Torres y su familia.
Para que lo infame y lo trágico se unan a lo grotesco y lo ridículo,
reviven hoy las mascaradas y mojigangas de la Dictadura. El Código de
Justicia Militar corresponde al Estatuto Provisorio, la Gran Avenida
Central hace pendant a la Ciudadela San Cristóbal, la celebración de
San Nicolás se iguala con el aniversario de la escaramuza entre el
Huáscar y los buques ingleses, la apertura de la Escuela Militar de
Aplicación vale tanto como la fiesta de las Mercedes, la casaca
inédita de general se da la mano con el uniforme de Dictador, la gorra
coalicionista o a la Miss Helyett nada puede envidiar al casco alemán
o yelmo de Mambrino, la esclavina y el sombrero del Vicario General se
las tienen de bueno a bueno con el calzón corto, las medias azules y
las pantorrillas postizas de los cocheros palatinos.
Pero ¿cómo seguir a Piérola en esa fecundidad macabra, en esa vida de
cadáver a quien le crecen los pelos y las uñas mientras se le pudre el
cerebro y se le agusana el corazón? Todo se dice al afirmar que,
siempre el mismo, nos ha dado y sigue dándonos un gobierno de
iniquidad y mentira, de favoritismo y malversación, de lupanar y
sacristía: si en 1880 era un payaso ecuestre evolucionando en un circo
de sangre, desde 1895 es un clown pedestre haciendo cabriolas en un
tapiz de miriñaques y sotanas.
Así, pues, el hombre actual no se diferencia del hombre antiguo, el
Presidente sigue las huellas del Dictador; y no podía suceder de otra
manera desde que la patología del individuo no ha experimentado la más
leve modificación. Hoy como ayer, el estado mórbido de Piérola se
diagnostica de este modo, no contando por supuesto con achaques leves
o pequeñas dolencias intercurrentes: megalomanía, hipertrofia del yo y
tendencias al delirio incoherente, agravadas con eretismo crónico y
decretorrea en el período agudo.
IV
Y semejante hombre, empinándose más alto que Bolívar, se congratula de
"haber construido el nuevo hogar del Perú".
Imaginar que se pega un tajo decisivo entre el pasado y el porvenir de
una sociedad, que merced a unas cuantas leyes mal trasegadas se muda
la condición mental de un pueblo, y que se amasa y se amolda a los
hombres como si poseyeran la maleabilidad de la cera, es abrigar una
concepción infantil de las cosas. Las aglomeraciones humanas no se
parecen a bolas de billar que lanzamos con el golpe del taco ni a
fluidos gruesos que adaptamos a la forma del recipiente: como los
individuos, las colectividades poseen su yo más o menos reductible.
Para modificar a un pueblo se necesita modificar a los individuos, no
sólo intelectual y moralmente, sino de un modo físico. ¿Qué higiene o
qué medio de obtener una alimentación sana y barata nos ha dado
Piérola? ¿Qué escuelas ha fundado? ¿Qué lecciones de moralidad nos ha
ofrecido? El constructor de hogares nuevos no puede ni siquiera
ofrecérsenos como ejemplo de buen esposo, desde que ha vivido y vive
en el seno de la lubricidad, considerando las puertas falsas como
resortes de gobierno, el proxenetismo como institución social y la
cantárida como indispensable colaborador político.
Lo nuevo se construye con lo nuevo; y el gobernante que para modificar
a un pueblo se vale de instituciones añejas y leyes retrógradas se
parece al arquitecto que se vanagloria de levantar una casa nueva
cuando toma un viejo caserón y le remienda con adobes desmochados,
maderas apolilladas y hierros enmohecidos. Los individuos y las
naciones no edifican algo bueno y estable sin fundarlo en la verdad y
la justicia; ahora bien, toda la existencia de Piérola se reduce a un
bloque de iniquidades y mentiras, a una barbarie en acción. ¿Acaso el
hombre civilizado se caracteriza por sólo cubrirse de paño y
alumbrarse con luz eléctrica? La civilización se mide por el
encumbramiento moral, más que por la cultura científica: quien al
mínimum de egoísmo reúne el máximum de conmiseración y
desprendimiento, se llama civilizado; quien todo lo pospone al interés
individual haciendo de su yo el centro del Universo, debe llamarse
bárbaro; más que bárbaro, ave de rapiña.
El triunfo del Partido Demócrata no ha significado la aparición de
elementos saludables y reconstituyentes sino la fermentación de
gérmenes morbosos y disociadores. Esos Coalicionistas, que blasonaban
de "arrasar con la tiranía de Cáceres y restablecer el augusto imperio
de la Ley", han procedido con tanta ilegalidad y tanta perfidia que
nos obligan a clamar por los gobiernos militares. Siquiera los
soldadotes herían de frente y a la luz del Sol: eran enemigos
desenmascarados o fieras diurnas, no alimañas oblicuas, nocturnas y
cavernosas. Lo venido del cuartel no hace tanto mal como lo salido de
la sacristía, ni el microbio de la sangre posee tanta virulencia como
el microbio del agua bendita.
En el actual reinado de Loyola y Priapo, en la fusión de cosas tan
opuestas como la hipocresía y el cinismo, los Civilistas no merecen
perdón ni excusa. Ellos, en vez de actuar como freno moderador o
camisola de fuerza, sirven de claque y bombo cuando no de agentes
provocadores y aguijón. Todo lo aplauden o lo disculpan y lo aceptan,
siendo algo así como los padres putativos y comadrones de los
monstruos concebidos en el desorganizado cerebro de Piérola. Con aire
de sacrificarse en aras de la Nación, besan la mano que siempre les
abofeteó, lamen la bota que siempre les magulló las posaderas. Y
sufrirían mayores ultrajes, si la remuneración creciera
proporcionalmente a la bajeza: a los Civilistas no les duele caer al
cieno, cuando ruedan por una escalera de oro; no les importa
revolcarse en la ignominia, con tal de sentir llena la bolsa y
atiborrado el estómago.
Ya el país sale de su engaño, se quita la venda. La facción
demócrata-civilista, embotada a fuerza de locupletarse en las
Sociedades Recaudadoras y los negocios a la sordina, no escucha los
estallidos de la opinión ni divisa en el semblante de las gentes
honradas el gesto de repugnancia y asco, ese gesto precursor de
tempestades y desastres. Desastres y tempestades van a renacer, por
más que muchos no lo crean o finjan no creerlo. Gracias a la acción
opresiva de los gobiernos, en el Perú no conocemos la protesta
enérgica y vibrante del meeting: saltamos de la muda pasividad a la
cólera ciega: sufrimos a modo de ovejas, y en el momento menos pensado
embestimos a manera de tigres. Y no cabe medio, porque así lo quieren
las autoridades. Si en las naciones civilizadas los hombres del Poder
viven atentos a la voz de la opinión, aquí sucede lo contrario: en
gobernar contra la nación se resume todo el ideal de nuestros
mandatarios. Ellos incuban las revoluciones, no los pueblos, como se
figuran los sociólogos que nos juzgan de oída, o nos observan desde
las nubes. Si vivimos en perenne dictadura ¿qué extraño el combatir
para derribarla? Clausurando imprentas, desbaratando reuniones
pacíficas, lanzando turbas contra los diputados de la minoría, no
respetando vidas, propiedades ni honras, Piérola agota el sufrimiento
de las ovejas y excita la cólera de los tigres. El revolucionario de
veinticinco años hace un presente griego a su inmediato sucesor, le
deja el legado de una revolución.
Los hartos y felices encarecen las excelencias de la paz y
anatematizan los horrores de la guerra civil. ¡Paz! grita el
especulador de los bancos; ¡paz! el burócrata o servidor del Estado;
¡paz! el accionista de las Recaudadoras; ¡paz! el contratista de obras
fiscales; ¡paz! el escritorzuelo de periódicos oficiales u oficiosos.
¡Paz! grita el mismo Piérola mientras alguien le responde ¡guerra!
porque desde el instante que nacimos a la vida republicana, toda la
política nacional se reduce a un juego de balancín donde evolucionan
dos payasos: el ascendido a lo más alto proclama el statu quo, el
descendido a lo más bajo predica el movimiento.
Los criminales impunes afirman que "en el Perú no existe sanción
moral", fundándose naturalmente en haber escapado ellos mismos a la
cárcel del Código Penal y a los faroles de las justicias populares.
Conviene distinguir la sanción moral de la sanción jurídica, pues
muchos criminales, burladores de la acción de las leyes, no han podido
librarse del veredicto público y yacen ajusticiados en la conciencia
de las gentes honradas. Y ¿quién nos asegura que tras la inofensiva
sanción moral no venga mañana el castigo? Las grandes justicias
populares marchan con pies de plomo, mas al fin llegan.
Pero, aunque no existieran gentes honradas, aunque todo el Perú
sufriera una perturbación visual para llamar negro a lo blanco y
blanco a lo negro, aunque un irremediable eclipse moral envolviera la
conciencia de todos los individuos hasta el punto de reconocer en
Piérola una personalidad justiciera y honorable, aunque todos, sin
excepción de uno solo, se arrodillaran a sus pies y le embriagaran con
nubes de incienso y cánticos de alabanza, nosotros no cejaríamos un
solo palmo ni borraríamos una sola de las palabras consignadas en
estas hojas. Frente a frente de Piérola, le diríamos con ese tú
necesario y expresivo que sirve tanto para significar el respeto y el
amor como para acentuar el desprecio y el odio:
Tú eres la causa principal de nuestra desgracia y de nuestra deshonra,
tú vendiste a vil precio la riqueza nacional, tú allanaste el camino a
la planta conquistadora de Chile, tú inoculaste en las venas del
pueblo el virus de todas las malas pasiones, tú hiciste de la ambición
una Divinidad y de la mentira un culto, tú prostituiste la verdad y la
justicia, tú manchaste o violaste cuanto se puede manchar o violar, y
como única y suficiente prueba de las acusaciones, recogemos del suelo
y te arrojamos a la cara una mínima parte de la sangre y del lodo que
has desparramado en treinta años de conspiraciones y pronunciamientos,
de iniquidades y miserias, de ruinas y devastaciones.
.......................................................................................
1 Nicolás de Piérola, nacido en Camaná (Arequipa) en 1839. Ministro de
Hacienda en 1869; Jefe Supremo de la Nación durante la Dictadura, de
diciembre de 1879 a enero de 1881; Presidente de la República de 1895
a 1899. Fundador del Partido Demócrata. Fallecido en Lima en 1913.
El presente artículo —escrito a fines de 1898 o principios de 1899— es
inédito: su publicación fue impedida, en dos oportunidades sucesivas,
por el gobierno de Piérola. En la primera, agentes de policía
penetraron en el taller tipográfico donde se preparaba la publicación
en folleto, destruyeron la maquinaría y confiscaron el manuscrito.
Pero un cajista leal logró conservar una prueba de las Partes I y II,
que entregó más tarde a González Prada: es así cómo, en los originales
que han llegado a nuestro poder, las Partes I y II están en prueba de
galera, y las Partes III y IV, manuscritas, pues el autor debió
rehacer estas secciones del original perdido.
Una segunda tentativa de publicación, en agosto de 1899 (en El
Independíente, cuyas prensas fueron también destrozadas por esbirros)
resultó tan «fructuosa como la primera. Concluido en setiembre de 1899
el período presidencial de Piérola, González Prada consideró, sin
duda, pasada la oportunidad política de estas páginas, y han
permanecido inéditas hasta la fecha.
Un detalle: el manuscrito que confiscó la policía fue entregado al
Presidente: Piérola ha sido, pues, la única persona en conocer este
artículo, fue-n del círculo familiar del autor. (Nota del editor).
2 El autor ha borrado aquí, dejándolo en forma ilegible, un párrafo
alusivo a la revolución de los Gutiérrez. Parece probable que lo
suprimido repitiera pensamiento semejante al expresado en Manuel Pardo
(página 133) sobre los sucesos de Lima en julio de 1872. (Nota del
editor).
3 Sólo faltaba fijar la suma que Dreyfus entregaría, suma destinada
para comprar al Gobierno de Turquía un blindado. Al recibirse en París
noticias de la revolución efectuada por Piérola el 21 de diciembre del
79, Dreyfus cambió de tono: sabía muy bien a qué atenerse.
4 Nota marginal del autor: A persona decente, miembro de familia
respetable, hay que despedirla de un hospital porque se roba la carne
y la leche de los heridos.
5 Nota marginal del autor: Una legión de proveedores y rematistas se
lanza sobre la Nación para explotarla y esquilmarla, cuando más
apremiada se ve por las circunstancias y cuando más necesidad tiene de
recursos.
6 Nota marginal del autor: Por decreto de 28 de mayo de 1880, Piérola
hizo otorgar a Grau, a título póstumo, la condecoración de segunda
clase en la Legión del Mérito...
7 Nota marginal del autor: Uniforme de Piérola, al desembarcar en
Pacocha el 19 de noviembre de 1874, según Zubiría:
"Kepí sui géneris, porque sus bordados no correspondían a ninguna de
las altas clases conocidas en el ejército.
"Levita de aspirante, porque no tenía presillas ni insignia alguna de
clase militar.
"Pantalón del fuero común.
"Botas a lo Federico II.
"Faja bicolor con borlas de oro, de gran mariscal o de ministro de estado.
"Espada de subteniente de gendarmes".
(Justiniano de Zumbía, La Expedición de El Talismán, Valparaíso, Imp.
del Mercurio, 1875; pág. 140).
8 Al margen del, texto original aparece escrita con lápiz esta frase
trunca: "El epitafio de Piérola fue.. ." El autor tuvo,
indudablemente, el propósito de aludir a la conocida satisfacción que
produjeron en el Dictador y su círculo las derrotas del ejército del
Sur. A fin de completar el pensamiento inconcluso, juzgamos oportuno
reproducir los siguientes comentarios de don José María Químper:
"El Dictador sacrificó a su ambición a aquel puñado de héroes (el
ejército de Montero) hostilizándolo cuanto le fue posible y negándole
todo refuerzo o ayuda de cualquiera clase. La noticia del desastre se
recibió con dolor profundo por todos; pero Piérola y los suyos no
supieron siquiera disimular su alegría. No existía ya ni sombra de
oposición al régimen dictatorial, que dominaba sin rival en un vasto
cementerio. La Patria, órgano de Piérola, con un cinismo que rayaba en
demencia, calificó placenteramente la derrota de Tacna como "la
destrucción del único elemento que restaba del anterior carcomido
régimen"; se refería al constitucional".
Manifiesto del ex-Ministro de Hacienda J.M. Químper a la Nación.—
Citado por Tomás Caivano en su Historia de la Guerra de América entre
Chile, Perú y Bolivia; Lima, 1901, Vol. 1, pág. 287. (Nota del
editor).
9 Renán lo dijo por Víctor Hugo.
10 Saint-Simon refiriéndose al Duque de Bourgogne: "De la hauteur des
cieux il ne regardait les hommes que comme des atomes avec qui il
n'avait aucune ressemblance, quels qu'ils fussent".
11 Desmoulins hablando de Saint-Just.
12 En nota marginal, el autor ha escrito la siguiente variante: "Si
alguna vez le ahorcaran, rabiaría, como el envidioso de la Antología
Griega, contra el ajusticiado que bamboleara en una cuerda más alta".
(Nota del editor).
13 Ph. de Rougemont : Une page de l'histoire de la díctature de
Nicolás de Piérola en 1880, Melun, Imp. A. Dubois, 1883; pág.10.
14 El Arzobispo de Lima lo subvencionaba con cuarenta soles.
15 Apurados debieron de verse los Quispes y los Mamanis para entender
"el warrant, el halaje, el drenaje y el paludismo", porque la
Declaración de Principios está redactada, según su autor, "en forma
ligeramente razonada y sucinta como lo consiente el propósito de
llevarlos (los principios) con claridad hasta las últimas filas de
nuestros adherentes".
16 Carta del 18 de abril de 1899.
17 Alude el autor a su conferencia Librepensamiento de acción, inserta
en el libro Horas de Lucha con la siguiente nota: "Discurso que debió
leerse el 28 de agosto de 1898 en la tercera Conferencia organizada
por la Liga de Librepensadores del Perú. La lectura no pudo
efectuarse porque el Gobierno la impidió". (Nota del editor).
18 Referencia al atentado de 24 de febrero de 1899 contra el
periódico Germinal (órgano de La Unión Nacional) dirigido por González
Prada. (Nota del editor).
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