Una mujer*
por Zully Pinchi Ramírez; zullyarlene39@gmail.com
24-3-2019
El sonido del despertador hizo levantar a Valeria, sus
grandes ojos negros se quedaron
inmóviles mirando el techo del lujoso cuarto del hotel donde se
hospedaba en Madrid, la habitación era bastante grande y estaba ubicada a unas
calles de la transitada Gran Vía, el ruido, no le permitía, dormir cinco
minutos más.
Dos cigarrillos y un café le sirvieron de desayuno, mientras observaba un horizonte
lejano que la hizo recordar a Eduardo, el motivo de su viaje, ilusión que la
llevó a cruzar el Atlántico desde América, el aire congelado como un soplo,
refrescó su rostro al sacar las cenizas por la ventana, mirar el pasar de la
gente, la hizo sentir muy plena, qué más podía pedir, si dentro de unas horas
se reencontraría con el gran amor de su vida, se comerían a besos y podrían
juntar dos almas, llenas de lujuria.
En los días de su juventud, Valeria solía ser intensa y
romántica, se encerraba en su cuarto y escribía horas de horas al amor, soñando
que algún día un hombre la tomaría entre sus brazos y la llevaría a volar por
Plutón, por la Osa Mayor y por todas las constelaciones planetarias, pero los
más de diez años de desamor al lado de su esposo, Lorenzo Fabián, un político colombiano,
bastante conocido por venir de una familia de personas dedicadas por décadas al
servicio público, hicieron que se vuelva fría, insípida y hasta un poco arisca.
El tren a París
Valeria y Fabián viajaron a Europa, por asuntos de trabajo,
dentro de su itinerario, se encontraba París, aquel viaje había sido utilizado
como un pretexto para arreglar sus problemas maritales, pero resultó ser peor
que un desastre. En el tren, Valeria se dirigió hacia el baño pero antes se desvió del camino y fue hacía la
cafetería, sin querer tropezó con una taza de chocolate caliente, alzó los ojos
para ofrecer disculpas y vio por primera vez a Eduardo, sintió que la sangre,
venas y arterias palpitaban junto con el estómago, al ver sus bellos ojos, una
sensación de cariño y exclamación interior por ese hombre tan guapo que la
estaba haciendo temblar. Se alejó hacía la caja pidiendo un café con leche,
mientras Eduardo no le quitaba la mirada de encima.
-¿Viajas sola?-
-Sí, dijo Valeria. (temblando y casi
susurrando)
El coqueteo ocular fue como el escorpión
dejando el aguijón venenoso en su presa, la hipnotizó, Eduardo sintió sus
feromonas, devoró a Valeria con su mirada, y ella, una mujer que se sentía
muerta en vida, buscaba resucitar sus destrezas sexuales perdidas y cohibidas
debajo de su vestido largo rojo, él, sin decir una sola palabra le propuso
hacerle sentir placer en algún recoveco del tren, asintió con la cabeza y lo
siguió, caminaron por cuatro vagones, buscando desesperadamente un baño libre,
donde no hubiera nadie cerca. El tiempo pasaba y Valeria había olvidado a su
esposo que la esperaba en uno de los asientos del tren.
-Te parece bien aquí, creo que no hay
nadie. ¿Cómo te llamas?
-Valeria-
-Mucho gusto, Yo soy Eduardo-
- ¿Alguien te ha dicho que eres muy
hermosa, casi como una diosa?-
No tardaron ni dos segundos en asegurar la
puerta, y él se acercó, la besó suavemente, mientras acariciaba su larga
cabellera negra, sus manos recorrieron espalda y senos, acarició su hermoso
rostro, besó sus pequeñas orejas, le dio mil besos en las mejillas y volvió a
los labios, sus manos fueron sin detenerse, muy atrevidas a todo, introdujo sus
dejos en el escote del vestido, tocó con fuerza sus piernas, le rompió todo su ropaje, descubriendo sus
tatuajes, se acercó a observarlos en cuestión de segundos, los besó, subió
bruscamente a su diafragma y llegó al lugar más íntimo y privado de Valeria,
ella empezó a gemir, intentando correr, huir
y no permitir que aquella excitación terminara en una copulación, pero
fue imposible detener a aquel mar intempestivo llamado: Eduardo, la había
poseído totalmente y después de pronunciar su nombre y dar algunos gritos de
éxtasis, los dos llegaron al clímax.
-Valeria, permíteme por favor, volver a
verte, ten mi tarjeta, llámame pronto-
-No sé si lo haré, es que, yo… estoy
casada.
-Eso a mí no me importa-
Valeria corrió a su asiento del tren, se
puso su abrigo y una bufanda en el cuello y se hizo la dormida para que su
esposo no se diera cuenta de que su vestido había sido estropeado.
Valeria, tenía 35 años, bonita, morena y
delgada. Trabajaba arduamente en su matrimonio y en la crianza de sus hijas al
mismo tiempo en que subía peldaños en su carrera profesional como antropóloga.
Nació en Colombia en una familia acomodada, convencional y católica pero su
ideología agnóstica la rebelaron al sistema, al machismo y al qué dirán.
Eduardo, madrileño, de 43 años, casado por
terceras nupcias con una hermosa francesa, veinte años menos que él. Extremadamente
noble, alto, rubio y con unos fascinantes ojos azules, había perdido toda
ilusión en el amor, a la edad que tenía no había encontrado a alguien que le
hiciera perder la cabeza.
Estaba completamente dedicado a
representar los negocios que su padre le había heredado y tenía muy buenas
cualidades altruistas, a menudo apoyaba asociaciones de mujeres maltratadas,
animalistas y también ayudaba a causas sociales. En todo momento quería llenar
los vacíos tan profundos de su corazón, erróneamente creía que el dinero, los
títulos y los logros de su vida, le llenarían sus expectativas pero no fue así,
a pesar de sus múltiples romances, cada vez la orfandad de pasiones le calaban
la columna vertebral.
La cita
Llegando a París, Valeria se las arregló
para llamar a Eduardo y quedar en encontrarse en un hotel cerca de la Torre
Eiffel y del río Sena. Ella esperaba al misterioso hombre que le había robado
más de mil suspiros en el baño de un tren.
-Valeria ¡baja, caminemos un rato-
-No, Eduardo, me estoy arriesgando en
verte, mi esposo también está en París-
- Sigues con eso… los dos sabemos que tú no amas ni deseas a tu
esposo-
Eduardo entró al aposento, la empujó encima
de la cama, tomó su móvil y puso una canción romántica, mientras la besaba como
si el mundo se fuera a acabar, como si estuvieran filmando una película
prohibida, como si fueran dos adolescentes descubriendo el éxtasis, la música
sonaba y Eduardo subía o bajaba de intensidad la manera de penetrarla, la luz
tenue hacía brillar el escenario, la miró a los ojos diciéndole tiernamente que
la amaba, la dejó completamente desnuda, mirando sus formas tan exquisitas y
deseables, besó de arriba abajo y de norte a sur su hermoso cuerpo, perdiéndose
en su piel cálida y pálida. Se volvieron locos, los orgasmos en ella eran
infinitos, la noche perdida no pudo contar la cantidad de veces que hicieron el amor.
Durante los siguientes veinte días,
Eduardo y Valeria, continuaron viéndose, el sexo rápidamente se convirtió en un
sentimiento incontrolable, tanto así que ninguno de los dos podía evitar
comerse, devorarse, dando rienda suelta a todas las poses inimaginables del
idilio efervescente y esporádico que les tocaba vivir.
La promesa
El último día que se vieron, Valeria y
Eduardo, caminaron por las calles aledañas al museo de Louvre, y mientras el
sol del invierno, los iluminaba, las manos tímidas de cada uno no dejaban de
entrelazarse, en uno de los semáforos, Eduardo no pudo más y con euforia abrazó
a Valeria, sorpresivamente la hizo ir hacía un callejón, estando de pie, le
quitó la ropa interior, bajó a besar sus muslos, llegando a los labios menores
y mayores, cruzando la frontera del pubis hasta desembarcar en el clítoris, logrando gemidos desenfrenados de
su amada suplicándole que la hiciera suya.
Esa madrugada ambos prometieron que no
permitirían que nada ni nadie los separara nunca, con una pequeña piedra puntiaguda,
se hicieron un corte en las palmas de la mano, juntándolas sellaron un pacto de
sangre mientras la luna llena era testiga y la lluvia celestina incondicional.
La confesión
Valeria no puede soportar el tiempo que
está pasando desde que ha dejado de ver a su amado, la tristeza se refleja en
ella, ha cumplido 40 años, y a escondidas todas las noches tiene compulsivas
sesiones de onanismo pensando en Eduardo y su espíritu se va secando como una
hierba estéril que no puede florecer y se desvanece de tanto llorar cada vez
que recuerda toda su historia con él.
Van mil novecientos setenta y dos días de
amarse, un año sin verse, viviendo un amor incondicional que le deja un sabor a
miel y el recuerdo del olor a bosque
aromatizado con limón de su hombre ardiente que le hizo conocer lo más insólito
de lo inalcanzable. Su relación se había basado en encuentros furtivos y
ocultos, llamadas telefónicas, mensajes por whatsapp, incontables correos
electrónicos y fotos por facebook.
La actitud soberbia de su ambicioso esposo
cada día la decepcionaba y la orillaba a ver un matrimonio en decadencia con un
ataúd decorado con sábanas negras en lugar de un lecho matrimonial.
Lorenzo Fabián, 61 años, calculador,
cínico y nada atractivo, llevaba años engañando a Valeria, la dejaba siempre
consternada con sus desplantes en la alcoba y solo se interesaba en ella cuando
debían ir juntos a actos públicos, por la apariencia desesperada para obtener
sus sueños políticos.
La noche del quince de diciembre Valeria
decide comprar un pasaje a escondidas con destino a Madrid, y quedarse allá,
sabía que sería juzgada, por la sociedad hipócrita en la que vivía, como la
mujer adúltera, pero estaba decidida a soportar el dolor de las piedras, de los
insultos y de las ignominias, empacó sus cosas y marchó con rumbo al
aeropuerto.
El reencuentro
El taxi llegó al hotel a recoger a
Valeria, llevaba puesto el vestido favorito de Eduardo y una corbata azul que
le daría de regalo, con la sonrisa inmensa, lucía radiante, finalmente el
chalet de la avenida Recoletos sería su nido de amor por un tiempo indefinido.
- Valeria, te amo tanto, he soñado muchas
madrugadas con este momento-
-
Yo te amo más, Eduardo, por fin podremos estar juntos para siempre-
Se bañaron, excitados se acariciaron los
glúteos, besándose desesperados, pasando sus lenguas por sus cuellos, ciegos
guiándose por los sonidos de sus gritos llenos de euforia.
De pronto un ruido estremecedor, se
escuchó y asustó a Valeria, mientras caía el agua en la ducha, salió y no
encontró a Eduardo, lo buscó por toda la casa, y después de algunos minutos, lo
encontró lleno de sangre en las escaleras, se derrumbó y llamó a la ambulancia.
-
No,
Eduardo, mi amor por favor, no te
mueras, te lo ruego, te lo imploro, ¿quién te ha hecho esto, por qué?, no puede
ser, despierta, dime algo, respóndeme …-
Valeria no podía dejar de llorar, su alegría de un minuto al otro, era un dolor
atravesando su ser.
-¿Valeria Santibáñez?
- Sí-
- Le informamos que el señor Eduardo López
acaba de morir asesinado por una bala en el
pecho-
Salió del hospital desconcertada con rabia
y dolor. El maquillaje corría por todo su rostro, desfigurándola. No solo había
perdido al único hombre que la había hecho sentir mujer, sino, su última
esperanza, su júbilo y gozo, su compañero, con quien comenzaría una nueva vida,
con quien pasaría las próximas
navidades, esquiando en la nieve de los Alpes suizos. Arrodillada
sujetándose de su bolso, sabía que había muerto ella misma, había sentido las
mil veces que hicieron el amor que eran uno, que se comprendían, que se
compenetraban, que por él había dejado todo y a su vez el dejó a su familia por
ella. Lorenzo Fabián lleno de celos contrató a un sicario profesional para
acabar con la vida de Eduardo y ahora el destino o Dios la castigaban
implacablemente, dejándola sola, abandonada y sin nada, en un país que no era
el suyo, lejos del cielo y del infierno sin saber si existía el hades o los
principados de tormento, su hombre, ya no existía más, era un difunto, un
cadáver, un ángel, una imaginación o solo un suspiro.
………………………………………
*Imposible No Comerse (En el volcán de los amores canallas),
Antonino Nieto Rodríguez, coordinador. P. 305. Editado en Ocaña, Castilla La
Mancha (U.E.), febrero 2019, Antequera, Málaga, España.
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