Informe
Señal de Alerta-Herbert Mujica Rojas
21-12-2022
Lima debería implorar perdón al Perú
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Los días precedentes
confirmaron con elocuencia imbatible, el divorcio entre una Lima infestada de
conservadores a ultranza y el resto del país que tiene sus propias dinámicas,
protestas, creaciones y orgullos invictos. Lima pretende persistir con el
desdén mandón y lo único que ha cosechado fueron 26 trágicas muertes a balazos.
Y tenemos un gobierno que
no se inmuta en la tragedia y quiere hacernos creer que es un tema de cambio de
primer ministro. O sea de ajustes mínimo. La vida humana es “deleznable”.
¿Qué hacen los parlamentarios
electos de provincias cuando llegan a Lima?: urgen ser llamados congresistas de
la República; ¿qué aprenden aquí los hombres y mujeres de la cosa pública?: a mentir,
a hablar en estúpido, a abundar en millones de indefiniciones y a prometer lo
que no pueden cumplir.
¿Qué embrujo maléfico,
sortilegio contumaz o hechizo malhadado, pervierte, tuberculiza, convierte en
monstruos a los ciudadanos de esta capital que se cree divina rectora de los
destinos del país?
Lima tiene 487 años de
fundada por el porquerizo natural de Trujillo de Extremadura, España, Francisco
Pizarro, y desde entonces, cual foete castigador, ha impuesto su peso
centralista, nucleador fragilísimo, racista y discriminador, al resto del país.
Lima debería implorar perdón al Perú.
Bien ha preguntado Manuel
Cerna, estudioso del arte y sus expresiones culturales: ¿Merece Lima seguir
siendo capital del Perú?
Los miedos de comunicación
limeños, prensa concentrada, se creen nacionales, pontifican desde la capital a
la vasta e inmensa geografía patria. Hay “especialistas, politólogos,
analistas, internacionalistas” –debajo de cada piedra- que jamás visitaron la
puna, la selva o siquiera la serranía, pero desde el muelle sillón citadino
creen “aportar” con soluciones modernas, de avanzada o inclusivas para los
pobladores de la nación.
Todo lo anterior apoyado
en dólares que vienen del exterior y que han formado una nomenclatura o
aristocracia pseudo-intelectual –igual de racista, criolla y discriminadora-
que se alaba a sí misma, eleva o desgracia a quienes son sus integrantes o
enemigos, respectivamente.
Un muerto, o 26 como en
estos últimos 10 días, una tragedia, un sismo, un apresamiento, no es igual si
se trata de Lima que de provincias. En el primer caso, el asunto es grave; en
el segundo, de menor y más deleznable prioridad. Si alguna.
Muchos estudios abordaron
la pregunta si la población capitalina trata bien a los que no lo son y la
respuesta mayoritaria, abrumadora y aberrante es que no era así. ¿Puede causar
sorpresa semejante “descubrimiento sociológico”?
La limeñización (aquí vale
ese gentilicio) de vastísimos sectores es un fenómeno que ocurre con frecuencia
en todas las grandes capitales. Sin embargo, y a la par, coetánea y con fuerza
innegable, persisten en toda su virtud musical, artística y telúrica, bolsones
de amor provinciano que practican sus rutinas de variada índole.
Lima actúa con
paternalismo pseudo-protector. Mira de arriba abajo al resto del país. Por
algunas extrañas e inexplicables razones, la megalópolis sigue concitando
atracción a los del interior que, en muchos casos, no tienen más remedio que
abandonar sus tierras para llegar a una ciudad hostil, pestilente, plena en
ladrones de saco y corbata, multilingues y expertos en dar declaraciones
justificando sus robos y estafas al país.
El adocenamiento limeño
invade cerebros, estupidiza ecuménicamente y anquilosa a partidos,
instituciones de todo orden y convierte en ociosos y haraganes sempiternos a
quienes se guarecen en la cosa pública y en la privada. Los primeros viven
felices esperando el seguro salario; los segundos, están en puestos que no
pocas veces reposan edificados sobre licitaciones con nombre propio; contratos
amañados; exacciones violentas y legales contra el país vía concesiones o
privatizaciones, etc.
Castradora, frívola, mediocre
y gris, escenario de las más grandes tragedias cívicas de la nación, fábrica
aviesa de figuras y figurones, falsos valores, impostores y cacos, en blanco y
negro y en la televisión o radio, en el Congreso o gobierno, Lima es una olla
infinita de fétidas sensaciones.
Si el Perú es lo que es,
en gran parte se lo debe a esta ciudad yuguladora y angurrienta de vivir
rimbombante y en la impostación de “buenas costumbres”, voz atildada y una
evidente y vergonzosa falta de pantalones y firmeza para destruir a sus
sagrados íconos con apellidos “decentes”.
Lima debería implorar
perdón al Perú.
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