Navidad: ¡forasteros en su
propia tierra!
por Joan Guimaray; janoguimaray@hotmail.com
23-12-2014
Desde niño siempre escuché a la gente, decir: "¡feliz
navidad!". A los vecinos más cercanos vi abrazarse con las sonrisas
numeradas. La alegría parecía brotar desde sus entrañas. Desde sus entrañas
parecía brotar la alegría. Entonces, en mi estulta puerilidad pensé que la
navidad era sinónimo de alegría, creí que era la fiesta de todas las razas y el
regocijo de todas las condiciones sociales. Pensé que por lo menos, por ese
día, la ausencia de la tristeza era inexorable y que el mundo quedaba exento de
voces lastimeras y libre de dolores crujientes. Pero, más tarde con el
ineludible peso de las estaciones sobre mis hombros, supe que un buen tramo de
la vida había caminado como muchos, embriagado con el olor de lechones y pavos
al horno y encantado con el edulcorante aroma de chocolates calientes y
panecillos con frutas confitadas; hasta que mi propia inquieta adolescencia me
llevó a descubrir otros parajes, lúgubres lugares de los que jamás había tenido
ni la más remota idea de sus existencias, distintos andurriales, donde la
celebrada fiesta de la natividad, en lugar de abrigarme el semblante con el
encanto de su manto y mostrarme su acostumbrado traje de alegría, lo que hizo
fue lacerarme el alma golpeándome en las cuerdas de mi sensibilidad, desgarrarme
el ánimo con su profundo suspiro de impotencia y rozarme la humanidad con su
eterna resignación. Pues allí, nadie tenía las "noches buenas", ni
nadie decía: ¡felices pascuas!
Desde aquel día en que descubrí esa otra cara de la navidad, se me
cayeron de mi hemisferio todos mis infantiles recuerdos de las pasadas
"noches buenas". Ahora, cada vez que se aproximan estas anuales
fiestas del fin y del comienzo, lo único que siento recorrer por mis
desconocidos ribazos, es el escozor de la tristeza, mientras que un enorme desencanto
me envuelve la existencia, recordándome que a más de 2 mil años de la primera
natividad, el género humano sigue siendo un eterno errante sobre la faz de la
tierra. Pues la teomanía de gobernantes, la soberbia de jefes de Estado, la
arrogancia de inventores, la genialidad de los científicos, y el bobo
pragmatismo de los tecnócratas, no han podido resolver la pobreza humana. De
modo que, mientras en el Perú como en el mundo existan millones de seres
famélicos, y mientras por las calles y plazas de las grandes metrópolis
deambulen niños con estómagos vacíos y sin ninguna esperanza de nada, pues la
navidad seguirá siendo una exclusiva fiesta de los que tienen dinero, de esos
que controlan los grandes mercados, y de aquellos que creen que son los únicos dueños
del mundo. Entre tanto, jamás sentirán ni siquiera la fugaz alegría de navidad,
los que pertenecen al otro mundo del que me refiero, un mundo donde nadie sabe
de regalos navideños, tampoco de árboles y luces, ni de tarjetas y villancicos,
y mucho menos del sabor de las cenas. Es un mundo distinto del otro, donde los
Quispe, los Mamani, los Chuquiruna, los Choquehuanca, los Chumbiauca y otros,
siguen siendo eternos forasteros en su propia tierra. A ellos, no les tocará la
puerta ese generoso viejo de barbas blancas trajeado de rojo. Allí, nadie
recibirá regalos ni exclamará: ¡Papá Noél! Tampoco pasarán por allí: Melchor,
Gaspar ni Baltasar. En ese mundo del que hablo en vano, todavía no han visto la
estrella de Belén. Ese mundo que me desgarra mi humana existencia, es el mundo
de aquellos seres que la noche del 24 de diciembre, se acostarán como todas las
noches, como antes y como siempre, con las manos aferradas a la nada, sin
probar ambrosías ni cenas, y sin sentir la cálida piel de la navidad.
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