Eduardo Bueno León, amigo, mentor, compañero
por Luis Angel Bellota; luisangelcb@hotmail.com
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2-6-2021
Con enorme pesar, me entero del deceso de
Eduardo Bueno León. Una víctima más de esta maldición global llamada covid. Días
atrás me participaron del quiebre de su estado de salud; una tercera persona
que es usuario empedernido de las redes sociales me avisó de un extraño mensaje
que el propio Eduardo había subido a su cuenta de Facebook. Con varios días de
anticipación, en él se despedía de este plano existencial. No podía creerlo y
lamenté mucho la noticia, pero mantuve la esperanza de que se recuperara y
saliera avante. Sin embargo, su destino ya estaba echado y pocos días después
falleció. En el ínterin, a la distancia y con la impotencia de no poder hacer
nada más que esperar noticias suyas o elevar una oración por él, me fui
enterando del acelerado quiebre de su condición física gracias a Arantxa, su
hija putativa. Conmovido, mantuve informado de la situación a los amigos y
conocidos en común con los que podía tener contacto. Todos lo lamentamos y
todos pedimos por su salud, pero nada pudo evitar el trágico final.
A lo largo del último año mantuvo un perfil
bajo que lo llevó a un ostracismo personal que interrumpía cuando hablaba
brevemente con sus amigos. Aunque nunca me lo dijo, deduje que no pudo superar
totalmente la profunda depresión que le causó haber perdido a Verónica, su
amada esposa. Hacia mediados de 2017, mientras compartíamos la mesa dominical
en el Salón Covadonga de la colonia Roma, Eduardo se permitió sollozar delante
de mí mientras recordaba el viacrucis que vivió por el cáncer que le
arrebató a Verónica. Con sacrificios de todo tipo y un amor gigante, hizo todo lo que estuvo a su
alcance para salvarla del cruel desenlace. Aunado a ello, hacia el final de su
vida la situación económica no era la más boyante y el encierro debió de
empeorar su estado de ánimo. Si bien la comunicación con él se tornó tan
escueta como esporádica, siempre mantuvimos la franca amistad que nos unió desde
hace 15 años. Un problema de orden familiar lo hizo volver de la capital
mexicana, que había adoptado como suya, a su natal Lima; en los dos años
previos a su regreso convivimos con más frecuencia y pude comprobar, por
enésima vez, su enorme valía como intelectual. Nunca dejó de impresionarme. Un
comentario suyo entrañaba un aforismo o una idea semilla para comprender algún
problema de naturaleza sociopolítica. Combinaba la sociología con el análisis
político de una forma extraordinaria. Gracias a él, vale decir, tuve a Eduardo
Ruiz Contardo como tutor en la maestría y, a la postre, reafirmé mi vocación
por América Latina. Quiero evocar su sapiencia y la pasión con la que
transmitía el conocimiento. Por algo mantuvo el respeto y la admiración de
quienes tomamos cátedra con él en la Universidad Iberoamericana, la unam, la Universidad Anáhuac o la
Universidad del Mar. Estoy seguro que lo mismo opinarán aquellos políticos que
en algún momento contrataron sus servicios.
Hombre de una cultura libresca y de un
pensamiento crítico que no hacía concesiones con nada ni con nadie, entre los
ex alumnos que le conocí y los concurrentes que asistieron a una de tantas charlas
suyas y con los cuales pude platicar por alguna razón que no viene al caso,
todos sin excepción, aún quienes no comulgaran políticamente con él, expresaban
admiración por su esmerada preparación pero sobre todo por su impecable forma
de analizar un problema político que en apariencia no ameritaba más que un
comentario superficial o el típico lugar común. Sin pretensiones, puedo
jactarme de haber tenido la suerte de tomar clases con él en la primavera de
2006 y luego, como oyente, en el otoño de 2007.
La primera materia que tomé fue Sistemas políticos y formas de gobierno
contemporáneos, la segunda Cambio
político. En ambas aprendí la importancia que tiene la ciencia política
para los historiadores y la historia para los politólogos. Proviniendo de la licenciatura
en Historia, mi acercamiento teórico más importante para estudiar la política
se lo agradezco a Eduardo. De hecho, si me metí a sus clases fue por los
comentarios elogiosos que hacían mis compañeros de carrera que tuvieron la
suerte de haber llevado con él un curso semestral de historia contemporánea
latinoamericana. Recuerdo con aprecio los apuntes interminables que debía tomar
cada vez que exponía frente al salón y que fuera de él me daba a la tarea de
completar durante los largos minutos –que no tardaban en convertirse en horas–
mientras discurríamos en la cafetería de maestros de la Iberoamericana. Con el
tiempo, esas reuniones pasaron a un ámbito más privado y lo que habían sido un
par de cursos universitarios terminaron siendo charlas de amigos que parecían
clases particulares de análisis político, literatura e historia reciente de
América Latina.
Con gusto puedo presumir cuando hace
varios años Eduardo Bueno comentó, emocionado, que su formación política se la
debía a Víctor Raúl Haya de la Torre –a quien cariñosamente llamaba el Viejo– y que algo de ella se había
colado a sus alumnos. Ergo, algunas
ideas que Haya pontificó y enseñó en la Casa del Pueblo llegaron a los
educandos a quienes Eduardo dictó clase varios años después de fallecido el
histórico líder popular. Si Haya les metió en la cabeza a sus pupilos leer
concienzudamente el periódico todos los días, uno de ellos hizo lo propio y me
conminó a hacer lo mismo pues “si no lees los diarios no puedes opinar un
carajo”. Hasta la fecha es un hábito que practico religiosamente y que da buenos
réditos en la permanente educación cívica y profesional de quien tiene a bien
hacerlo.
Si un eje en la vida de Haya de la Torre fue
la educación de las generaciones que lo sucederían, su legado siguió rindiendo
frutos gracias al tesón de quienes tuvieron la dicha de ser instruidos por él.
Asumo que algo debo tener de hayista sin haber escuchado las disertaciones del
fundador del apra. El fallecido
tío de un amigo diplomático con el que charlé un par de veces en Lima aseguraba
haber conocido a Víctor Raúl en uno de sus exilios europeos; dando crédito a
sus palabras, relataba que cuando coincidieron en París las charlas de café
terminaban siendo verdaderas cátedras que duraban hasta bien avanzada la mañana
del día siguiente. Nadie cometía la imprudencia de interrumpirlo mientras aquél
perdía la noción del tiempo hablando de arte, religión, historia, política o
relaciones internacionales. Sin equiparar a Eduardo con su maestro, las muchas
conversaciones que tuve con él guardaban alguna evocación o similitud con esos
encuentros donde lo político, lo cultural y lo personal se entremezclaban.
Al leer un poco sobre la vida del
personaje que ancló su biografía con el devenir político de Perú durante buena
parte del siglo xx, sólo queda
admiración por la entereza que tuvo para rechazar cargos, dinero y negocios con
tal de mantener a flote convicciones e ideales. No amasó fortuna, pudiendo
hacerlo sin mayores dificultades. Este aspecto de su vida debería servir de
lección para las actuales dirigencias políticas en México y Perú; con honrosas
excepciones, en ambos países hermanos la mayoría de los legisladores y cuadros
adscritos al arco iris partidocrático adolecen de la cultura, la entrega y la
honestidad que hicieron de Víctor Raúl una luminaria en la historia política de
América Latina. La cárcel y persecución que padeció este último –así lo pienso–
dejaron una enseñanza de integridad entre aquellos que encontraron en el viejo líder
un canal de aprendizaje y no usaron su memoria para abusar del poder y enriquecerse
sin ningún reparo.
Eduardo siempre consideró la corrupción
como un déficit que generaba escollos en el desarrollo, la democratización y la
liberación de los pueblos latinoamericanos. Por él supe, de forma más
detallada, cuan abyecto fue el régimen fujimorista y cómo sus representantes se
organizaron para cometer toda laya de crímenes administrativos mientras
asesinaban opositores e intimidaban voces incómodas. Cuando terminó sus
estudios de pregrado en España sabía que no podría andar tranquilo por las
calles de Lima sí se declaraba opositor al autócrata peruano-japonés. También
rechazó la opción de integrarse al gobierno que perseguía y hostilizaba a sus
compañeros de partido. Así que optó por venir a México para continuar con sus
estudios a mediados de los años noventa y no tardó en darse cuenta que uno de
los motores del sistema político mexicano, sea el del viejo partido de Estado o
el de la democracia oligárquica, es la corrupción.
Fue consciente que ese mal público anidaba
y se reproducía entre los intelectuales y periodistas que encontraban en la cercanía
con el presidente, una mina de oro. Le encabronaba que algunos colegas
politólogos recibieran jugosos contratos por asesorar al gobierno con supuestos
estudios técnicos que no cambiaban las cosas o fueran premiados con viajes todo
pagado a congresos intrascendentes fuera del país por las propias universidades,
mientras él se rompía el lomo dando clases y cursos de capacitación que apenas
le daban para llegar a fin de mes. Una de sus primeras –y más negativas–
impresiones sobre los intelectuales mexicanos fue el recibimiento que les dio
el entonces director de la Flacso a los alumnos de su generación. Según el
relato de mi antiguo profesor, el funcionario en cuestión advirtió a puertas
cerradas y en tono de amenaza a los estudiantes ahí presentes que no anduvieran
haciendo política “ni asomaran la cabeza en la prensa”, so pena de retirarles
los apoyos y becas que recibían. Para ilustrar la insana relación entre el poder
y la intelligentsia local –y de paso
el autoritarismo interno que imperaba en el medio–, Eduardo contaba que ese
mismo personaje sí aprovechó su posición para obtener prebendas del gobierno
zedillista que por entonces hacía esfuerzos para legitimarse entre la opinión
pública internacional como un demócrata que guiaría el parto de la alternancia –mientras,
a espaldas del Congreso, rescataba con la hacienda pública a los banqueros que
financiaron las campañas del pri
en 1994–.
Mi amigo se admiraba del excelente nivel
académico que hay en el país pero reprobaba las pésimas costumbres de sus
representantes, como recibir favores de la clase política a cambio de apoyos en
los medios, estudios a modo y loas ramplonas. No padeció estrecheces económicas
pero sí vivió modestamente de su trabajo. Hasta donde alcanza mi memoria,
tampoco le conocí lujos ni gustos exuberantes. Tratarlo como persona y no sólo
como profesor me llevó a encontrar concordancias entre lo que decía y hacía. Cuando
recibía un pago por alguna charla o asesoría éste era incomparable con las
sumas que cobraban los escritores cortesanos de la alternancia democrática. En
su haber, fueron más los servicios académicos que prestó gratuitamente que
aquellos remunerados. A diferencia de las divas que habitan en el monte Olimpo
de la intelectualidad, Bueno no pecó de petulancia ni se sentía por arriba de
los demás gracias al amplio conocimiento que poseía. A los imbéciles que decían
barbaridades en los medios los exhibía con elegancia y gran sentido del humor. Esa
fue otra de sus virtudes.
Siendo estudiante de licenciatura varias
veces me dio un raite desde lejano
campus de la Universidad Iberoamericana al metro Barranca del muerto; en alguna
ocasión, estoy hablando de 2008, discutimos sobre la responsabilidad que tienen
los intelectuales en la ponderación de los problemas de fondo que afectan a una
sociedad sin caer en el facilismo de repartir culpas políticas. Recuerdo muy bien
que íbamos en su maltrecho auto sobre avenida Centenario en la alcaldía Álvaro
Obregón cuando declaró lapidariamente con su acento peruano –que nunca pudo
deshacerse de él–: “Eso de las consultorías es un negocio fabuloso”. La
conversación abordó la corrupción de las élites académicas y repasó el ascenso
de aquellos sujetos que usaban sus doctorados para impresionar políticos,
endulzarles los oídos, hacerles creer que México vivía una “democracia
imperfecta” –y no un régimen narco-cleptocrático– y dar consejos fútiles antes
de sacarles dinero público que sólo servía para mantener su estatus de
“intelectuales caviar”. No vale la pena mencionar el nombre de los aludidos,
pero basta mirar la trayectoria de algunos que escriben en las dos revistas
culturales más importantes, así como de aquellos que acaparan los espacios
radiofónicos, periodísticos y televisivos de la opinión pública mexicana y que
con un dejo de prepotencia relegan a los profesores y especialistas universitarios
que sí se encierran en sus cubículos para estudiar los componentes de una
realidad difícil y compleja. “Lúmpenes ilustrados”, “oráculos de lugares
comunes”, “termitas del presupuesto” o “profesionales del oportunismo”, eran
los términos coloquiales con los que mi maestro llamaba a los miembros honorarios
de esa pequeña pero ruidosa y deshonesta minoría.
Una de las últimas veces que hablamos en
persona recordó las figuras de Raúl Alfonsín, Fernando Belaúnde Terry, Adolfo
Ruiz Cortines, Salvador Allende y otro caballero cuyo nombre se me barre de la
memoria –creo que Alberto Lleras Camargo– como casos de dirigentes que, con el
buen ejemplo, demostraron que sí se podía ejercer el poder sin robar. En su
reflexión, que también sirvió para recordar las flaquezas de algunos de ellos y
los contextos bajos los cuales gobernaron, agregaba que casi todos habían sido
buenos oradores y tenían una vasta cultura; pese a que una educación escolar de
calidad o una formación axiológica en el hogar no aseguren hombres de Estado
químicamente puros, Eduardo pensaba que ambas podían reducir las posibilidades
de que nos representasen lacras deshonestas. De los ex presidentes arriba
mencionados recordaba que al pobre Alfonsín lo había imposibilitado la crisis
de la deuda pero su desastrosa presidencia no fue sinónimo de saqueo cleptocrático
y envilecimiento de la figura presidencial, como sí ocurrió con su sucesor. Indignado
por los casos de corrupción político-empresarial que dominaron la discusión
pública del Perú a raíz del escándalo desatado por Odebrecht, me acuerdo a la
perfección que soltó la frase: “carajo, parece que hoy día, para ser
revolucionario, basta con ser demócrata y honrado”.
Complejo como todos los seres humanos,
también ponderaba a Fidel Castro y a Hugo Chávez. Rechazaba el discurso
visceral que demonizaba a los dos y alegaba que si bien no eran demócratas
consumados tampoco eran los tiranos sanguinarios que muchos incautos creen ver
en ellos; a su manera, cada uno cambió para bien y para mal las condiciones de
vida de sus respectivos países. En el primero cuestionaba su falta de apertura
y en el segundo la incapacidad para garantizar seguridad física a la población.
La corrupción impune y la espeluznante criminalidad que azotan Venezuela son
dos caras de una deuda no saldada por el chavismo. Admiraba con argumentos el
sistema educativo y de salud cubano y encontraba más audacia política en Fidel
que en su par venezolano, aunque también puntualizaba que en el chavismo había muchas
coincidencias con el programa original del primer Haya de la Torre. Asimismo
reconocía el mérito del líder bolivariano para frenar la influencia yanqui en Sudamérica
y el Caribe. En consecuencia, afirmaba que el diálogo entre el apra y la Venezuela bolivariana era
necesario. Las circunstancias, ya lo sabemos, lo impidieron.
Cuando hablamos varias veces del fallecido
comandante Chávez, a quien trataba de entender ideológicamente, sostenía que su
gobierno no escondía la influencia del general nacionalista Juan Velasco
Alvarado. “Velasco concretó el programa del apra
y Chávez estuvo en Perú cuando era cadete”, dijo en una clase. Una revisión
biográfica del personaje en sus años de juventud apunta en esa dirección. No es
fortuito que muchos años después, cuando gobernó la nación petrolera, éste se
identificara abiertamente con el velasquismo.
Al hacer un análisis de los populismos
latinoamericanos, Eduardo hacía hincapié en que, paradójicamente, en algunos
países, las reformas sociales “las habían hecho los milicos que tanto
estigmatiza la izquierda”. “Léete a Ianni para que compruebas lo que digo”, remataba.
No estaba equivocado pues, como bien apuntaba, “no todos eran gorilas pro-oligarcas”
estilo Pinochet. Siempre hizo matices y no metía en el mismo saco a Perón, Videla
y Massera. El primero distribuyó la renta como nunca en la historia argentina,
el otro par comenzó un lento proceso de distribución regresiva del ingreso que,
con represión y terrorismo estatal mediante, dio arranque al achicamiento de
las clases medias. Cuando vayas a Argentina, me recomendó antes de cursar un
semestre de la carrera en Buenos Aires, “además de degustar el Malbec y
aficionarte al tango, trata de estudiar de cerca el peronismo”.
Fue un gran consejo que pude comprender
cuando leí en los diarios el poder que tienen los sindicatos o cada vez que escuchaba
los estribillos de la marcha peronista que cantaban las organizaciones adscritas
al kirchnerismo. Entendí también porque el mismo Chávez, que se vindicaba
peronista, fue recibido apoteósicamente por una multitud en aquel discurso en
el estadio porteño de Ferro en marzo de 2007. A los pocos días hablé por
teléfono con Eduardo y le conté mis impresiones del referido evento que también
registraron los medios mexicanos de comunicación; en lo que fue una clase
telefónica a distancia sobre el fenómeno populista, me advirtió que no me
rompiera demasiado la cabeza con las nuevas elucubraciones que se hacían desde
la prensa de izquierda –“mira las barbaridades que escriben con el hígado”–
pero tampoco prestase atención a las reducciones caricaturescas que hacían
tipos como Vargas Llosa. El alto precio de las materias primas fue aprovechado
por Chávez para construir obra social, distribuir la riqueza e integrar a los
sectores que habían sido excluidos de la promesa neoliberal en los años 90;
esas acciones convertían al socialismo
bolivariano en una experiencia más cercana al peronismo clásico que a la
Revolución Cubana. Sus excesos verbales, que ciertamente lindaban en la
demagogia, o el supuesto acoso que recibía la oposición golpista venezolana no
alcanzaban a convertirlo en un dictador; en cambio, su antiimperialismo y la
defensa de las clases trabajadoras sí lo emparentaban con Velasco y Perón.
En un intercambio de ideas sobre los
estudios latinoamericanos, Eduardo me hizo saber que un verdadero especialista en
la región no podía quedarse con lo aprendido en los libros; trátese de un
economista o un historiador, es casi obligatorio tener alma de periodista para
preguntar sobre todo lo relativo a la cultura, la política y la sociedad del
país que se visita, ya sea por turismo o por razones académicas. En pocas
palabras, sentirse tan peruano como mexicano o argentino pues, más allá de las
diferencias propias de cada país, compartimos varias cosas en común que nos
identificaban como parte de la historia. Es obvio que en cada charla no podía
tomar nota de todo lo que decía pero sí trataba de afilar mi memoria cuando
conversábamos amplia y profusamente. Sin darme cuenta, pasó de ser un excelente
maestro a un gran amigo. A la larga, un mentor insustituible.
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