por Manuel González Prada
Pájinas Libres, 1885
8-10-2006
Épocas hai en que todo un pueblo se personifica en un solo
individuo: Grecia en Alejandro, Roma en César, España en Carlos V, Inglaterra
en Cromwell, Francia en Napoleón, América en Bolívar. El Perú en 1879 no era
Prado, La Puerta
ni Piérola, era Grau.
Cuando el Huáscar zarpaba de algún puerto en busca de
aventuras, siempre arriesgadas, aunque a veces infructuosas, todos volvían los
ojos al Comandante de la nave, todos le seguían con las alas del corazón, todos
estaban con él. Nadie ignoraba que el triunfo rayaba en lo imposible, atendida
la superioridad de la escuadra chilena; pero el orgullo nacional se lisonjeaba
de ver en el Huáscar un caballero andante de los mares, una imajen del famoso
paladín que no contaba sus enemigos antes del combate, porque aguardaba
contarles vencidos o muertos.
Nosotros, lejítimos herederos de la caballerosidad
española, nos embriagábamos con el perfume de acciones heroicas, en tanto que
otros, menos ilusos que nosotros i más imbuidos en las máximas del siglo,
desdeñaban el humo de la gloria i s'engolosinaban con el manjar de victorias
fáciles i baratas.
I
¡Merecíamos disculpa!
El Huáscar forzaba los bloqueos, daba caza a los transportes,
sorprendía las escuadras, bombardeaba los puertos, escapaba ileso de las
celadas o persecuciones, i más que nave, parecía un ser viviente con vuelo de
águila, vista de lince i astucia de zorro. Merced al Huáscar, el mundo que
sigue la causa de los vencedores, olvidaba nuestros desastres i nos quemaba
incienso; merced al Huáscar, los corazones menos abiertos a la esperanza
cobraban entusiasmo i sentían el jeneroso estímulo del sacrificio; merced al
Huáscar, en fin, el enemigo se desconcertaba en sus planes, tenía vacilaciones
desalentadoras i devoraba el despecho de la vanidad humillada, porque el
monitor, vijilando las costas del Sur, apareciendo en el instante menos
aguardado, parecía decir a la ambición de Chile: "Tú no pasarás de
aquí". Todo esto debimos al Huáscar, i el alma del monitor era Grau.
II
Nació Miguel Grau en Piura el año 1834. Nada notable ocurre
en su infancia, i sólo merece consignarse que, después de recibir la
instrucción primaria en la
Escuela Náutica de Paita, se trasladó a Lima para continuar
su educación en el colejio del poeta Fernando Velarde.
A la muerte del discípulo, el maestro le consagró una
entusiasta composición en verso. Descartando las exajeraciones, naturales a un
poeta sentimental i romántico, se puede colejir por los endecasílabos de
Velarde, que Grau era un niño tranquilo i silencioso, quien sabe taciturno.
Nunca fuiste risueño ni
elocuente
Y tu faz pocas veces sonreía
Pero inspirabas entusiasmo
ardiente,
Cariñosa y profunda simpatía
(Fernando Velarde)
Mui pronto debió de hastiarse con los estudios i más aún
con el réjimen escolar, cuando al empezar la adolescencia s'enrola en la
tripulación de un buque mercante. Seis o siete años navegó por América, Europa
i Asia, queriendo ser piloto práctico antes que marino teórico, prefiriendo
costear continentes i correr temporales a navegar mecido constantemente por las
olas del Pacífico.
Consideró la marina mercante como una escuela transitoria, no
como una profesión estable, pues al creerse con aptitudes para gobernar un buque,
ingresó a la Armada
nacional. ¿A qué seguir paso a paso la carrera del guardia marina en 1857, del
capitán de navío en 1873, del contralmirante en 1879? Reconstituir conforme a
plan matemático la existencia de un personaje, conceder intención al más
insignificante de sus actos, ver augurios de proezas en los juegos inocentes
del niño, es fantasear una leyenda, no escribir una biografía. En el ordinario
curso de la vida, el hombre camina prosaicamente, a ras del suelo, i sólo se
descubre superior a los demás, con intermitencias, en los instantes supremos.
El año 1865 hubo momento en que Grau se atrajo las miradas
de toda la nación, en que tuvo pendiente de sus manos la suerte del país.
Conducía de los astilleros ingleses un buque de guerra a tiempo que la República se había
revolucionado para deshacer el tratado Vivanco-Pareja. Plegándose a los
revolucionarios, entregándoles el dominio del mar, Grau contribuyó eficazmente
al derrumbamiento de Pezet.
La popularidad de Grau empieza al encenderse la guerra
contra Chile. Antes pudo confundirse con sus émulos i compañeros de armas o
diseñarse con las figuras más notables del cuadro; pero en los días de la
prueba se dibujó de cuerpo entero, se destacó sobre todos, les eclipsó a todos.
Fué comparado con Noel y Gálvez, i disfrutó como Washington la dicha de ser
"el primero en el amor de sus conciudadanos". El Perú todo le apostrofaba
como, Napoleón a Goethe: "Eres un hombre".
III
Y lo era, tanto por el valor como por las otras cualidades
morales. En su vida, en su persona, en la más insignificante sus acciones, se
conformaba con el tipo lejendario del marino.
Humano hasta el exceso, practicaba jenerosidades que en el
fragor de la guerra concluían por sublevar nuestra cólera. Hoi mismo, al
recordar la saña implacable del chileno vencedor, deploramos la exajerada
clemencia de Grau en la noche de Iquique. Para comprenderle i disculparle, se
necesita realizar un esfuerzo, acallar las punzadas de la herida entreabierta,
ver los acontecimientos desde mayor altura. Entonces se reconoce que no merecen
llamarse grandes los tigres que matan por matar o hieren por herir, sino los
hombres que hasta en el vértigo de la lucha saben economizar vidas i ahorrar
dolores.
Sencillo, arraigado a las tradiciones relijiosas, ajeno a
las dudas del filósofo, hacía gala de cristiano i demandaba la absolución del
sacerdote antes de partir con la bendición de todos los corazones. Siendo
sinceramente relijioso, no conocía la codicia --esa vitalidad de los hombres
yertos--, ni la cólera violenta --ese momentáneo valor de los cobardes--, ni la
soberbia --ese calor maldito que sólo enjendra víboras en el pecho--. A tanto
llegaba la humildad de su carácter que, hostigado un día por las alabanzas de
los necios que asedian a los hombres de mérito, esclamó: "Vamos, yo no soi
más que un pobre marinero que trata de servir a su patria".
Por su silencio en el peligro, parecía hijo de otros
climas, pues nunca daba indicios del bullicioso atolondramiento que distingue a
los pueblos meridionales. Si alguna vez hubiera querido arengar a su
tripulación, habría dicho espartanamente, como Nelson en Trafalgar: "La
patria confía en que todos cumplan con su deber". Hasta en el porte
familiar se manifestaba sobrio de palabras: lejos dél la verbosidad que
falsifica la elocuencia i remeda el talento. Hablaba como anticipándose al
pensamiento de sus con la más leve contradicción. Su cerebro discernía con
lentitud, su palabra fluía con largos intervalos de silencio, i su voz de
timbre femenino contrastaba notablemente con sus facciones varoniles i toscas.
Ese marino forjado en el yunque de los espíritus fuertes,
inflexible en aplicar a los culpables todo el rigor de las ordenanzas, se
hallaba dotado de sensibilidad esquisita, amaba tiernamente a sus hijos, tenía
marcada predilección por los niños. Sin embargo, su enerjía moral no s'enervaba
con el sentimiento como lo probó en 1865 al adherirse a la revolución:
rechazando ascensos i pingües ofertas de oro, desoyendo las sujestiones o
consejos de sus más íntimos amigos, resistiendo a los ruegos e intimaciones de
su mismo padre, hizo lo que le parecía mejor, cumplió con su deber.
Tan inmaculado en la vida privada como en la pública, tan
honrado en el salón de la casa como en el camarote del buque, formaba contraste
con nuestros políticos i nuestros guerreros, existía como un verdadero
anacronismo.
Como flor de sus virtudes, trascendía la resignación: nadie
conocía más el peligro, i marchaba de frente, con los ojos abiertos, con la
serenidad en el semblante. En él, nada cómico ni estudiado: personificaba la
naturalidad. Al ver su rostro leal i abierto, al cojer su mano áspera i encallecida,
se palpaba que la sangre venía de un corazón noble i jeneroso.
Tal era el hombre que en buque mal artillado, con marinería
inesperta, se vió rodeado i acometido por toda la escuadra chilena el 8 de octubre
de 1879.
IV
En el combate homérico de uno contra siete, pudo Grau
rendirse al enemigo; pero comprendió que por voluntad nacional estaba condenado
a morir, que sus compatriotas no le habrían perdonado el mendigar la vida en la
escala de los buques vencedores. Efectivamente. Si a los admiradores de Grau se
les hubiera preguntado qué exijían del Comandante del Huáscar el 8 de Octubre,
todos habrían respondido con el Horacio de Corneille: ¡Que muriera!".
Todo podía sufrirse con estoica resignación, menos el
Huáscar a flote con su Comandante vivo. Necesitábamos el sacrificio de los
buenos i humildes para borrar el oprobio de malos i soberbios. Sin Grau en la Punta de Angamos, sin
Bolognesi en el Morro de Arica ¿tendríamos derecho de llamarnos nación? ¡Qué
escándalo no dimos al mundo, desde las ridículas escaramuzas hasta las
inesplicables dispersiones en masa, desde la fuga traidora de los caudillos
hasta las sediciones bizantinas, desde la maquinaciones subterráneas de los
ambiciosos vulgares hasta las tristes arlequinadas de los héroes funambulescos!
En la guerra con Chile, no sólo derramamos la sangre,
exhibimos la lepra. Se disculpa el encalle de una fragata con tripulación novel
i capitán atolondrado, se perdona la derrota de un ejército indisciplinado con
jefes ineptos o cobardes, se concibe el amilanamiento de un pueblo por los
continuos descalabros en mar i tierra; pero no se disculpa, no se perdona ni se
concibe la reversión del orden moral, el completo desbarajuste de la vida
pública, la danza macabra de polichinelas con disfraz de Alejandros i Césares.
Sin embargo, en el grotesco i sombrío drama de la derrota,
surjieron de cuando en cuando figuras luminosas i simpáticas. La guerra, con
todos sus males, nos hizo el bien de probar que todavía sabemos enjendrar
hombres de temple viril. Alentémonos, pues: la rosa no florece en el pantano; i
el pueblo en que nacen un Grau i un Bolognesi no está ni muerto ni
completamente dejenerado. Regocijémonos, si es posible: la tristeza de los
injustamente vencidos conoce alegrías sinceras, así como el sueño de los
vencedores implacables tiene despertamientos amargos, pesadillas horrorosas.
La columna rostral erijida para conmemorar el 2 de Mayo se
corona con la victoria en actitud de subir al cielo, es decir, a la rejión
impasible que no escucha los ayes de la víctima ni las imprecaciones del
verdugo. El futuro monumento de Grau ostentará en su parte más encumbrada un
coloso en ademán d'estender el brazo derecho hacia los mares del Sur.
Catalina de Rusia fijó en una calle meridional de San Petersburgo
un cartel que decía: "Por aquí es el camino a Constantinopla". Cuando
la raza eslava siente impulsos de caminar hacia las tierras verdes" ¿no
recuerda las tentadoras palabras de Catalina? Si Grau se levantara hoi del
sepulcro, nos diría... Es inútil repetir sus palabras: todos adivinamos ya qué
deberes hemos de cumplir, adónde tenemos que dirijirnos mañana.
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