Dos intrusas en Semana Santa: Isolda y Salomé
por Jorge Smith Maguiña; kokosmithm@hotmail.com
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31-3-2021
Lo musical y lo religioso en la
mayor parte de las culturas han estado en sus inicios siempre muy emparentados.
Lo uno de
alguna manera, reenviaba a lo otro, o bien a través del canto laudatorio que se
convertía en plegaria y ensalzaba las divinidades o en forma meramente
instrumental acompañando todo tipo de rituales religiosos. En el antiguo Egipto
se dice que los sacerdotes siempre
cantaban o aprendían a cantar y en muchos de los casos, incluso se afirma que a
las personas que cantaban bien, se las escogía para que fuesen sacerdotes. Se
consideraba que poseían un don divino y por lo mismo su voz podía ser una
especie de vía a través de la cual las divinidades escuchasen las necesidades o
imploraciones de los humanos. Lo musical por lo mismo, a través del canto o en
cualquiera de sus formas ha sido un vehículo, para expresar religiosidad y lo
trascendente. En la cultura occidental lo fue igual, y desde muy temprano, la
composición musical, dejó de ser mera creación anónima, para convertirse en un
producto creado por una persona específica.
Los
grandes compositores de la música occidental, Bach, Mozart o Beethoven, Verdi y
otros por solo citar algunos, en algún momento de su obra creadora han
sentido el deseo o la necesidad de abordar la temática religiosa como fuente de
inspiración. No necesariamente asociando sus obras a lo confesional de alguna
religión específica, sino como una forma de definir su inspiración personal
tomando como base un tema religioso. La música de Bach, que era un creyente
convicto y confeso, está plagada de inspiración religiosa, y al creyente como
al que no lo es, el vuelo estético y su divina inspiración continúa
conmoviéndolos. En Mozart es igual, sus misas y sobre todo su obra póstuma, el
Requiem, nos sobrecogen, no por su religiosidad, sino por su profunda
espiritualidad. Mozart, alguien de cierta manera obsesionado por el tema de la
muerte como lo muestran las cartas a su padre, era capaz de inocular vida a sus
composiciones mas sombrías. Por otro lado, obras de un agnóstico como Verdi, en
obras como su monumental Requiem, que es en realidad algo así como una ópera
disfrazada de música religiosa, si bien es una música al borde de lo profano,
no por eso puede dejar de suscitar en quien la escucha, no solo emoción
estética por su belleza, sino incluso también generar hasta sentimientos
religiosos. Tal es la versatilidad del arte musical.
Este año,
la Semana Santa a causa de la pandemia tendrá diversas manifestaciones
musicales en forma muy limitada por los rigurosos protocolos de todo tipo. Como
es usual en estas fechas, en algunos lugares del mundo habrán interpretaciones de los Requiems de Mozart,
de Verdi o el de Fauré entre otros y sin duda también se interpretarán las
monumentales Pasiones de Bach, la de San Juan y sobre todo la de San Mateo. El
genial Bach, se inspiró en los textos evangélicos para poner en música la
pasión de Cristo. La pasión es un tema doloroso en sí y con el ropaje musical
de Bach o de otros grandes compositores, dichas obras logran dimensiones
verdaderamente sublimes. Bach conocía esa secreta fórmula, que como nadie le
permitía traducir el sentimiento religioso en arte musical y por lo mismo sus
pasiones y su Misa en si menor, estarán siempre en la cima de las creaciones
humanas, y en Semana Santa o en cualquier día del año serán siempre
bienvenidas.
Si
bien en estos días, que con forzada resignación estamos acostumbrados a ver por
enésima vez en la televisión de señal abierta las grandes producciones de
Hollywood sobre temas bíblicos, estos últimos años gracias a la feliz
alternativa que nos permiten los programas por cable o las transmisiones que
incluso en directo se dan por esta vía, tendremos una variedad inagotable de
agradables sorpresas. Sorpresas digo, porque hoy en día, coincidiendo con
la Semana Santa, se nos proponen obras que no solo, no están ligadas a una
temática específicamente religiosa y yo diría que son más bien paganas, pero no
por eso, dejan de estar entre las más bellas del arte musical y
teatral. Me refiero a las óperas "Tristán e Isolda" de Wagner y
a la "Salomé" de Richard Strauss. Esta última inspirada en la hermosa obra del mismo nombre
escrita por Oscar Wilde. Dichas obras en su exquisita irreverencia, desmenuzan
la compleja subjetividad del ser humano frente al adulterio, a la pasión y el
desenfreno en sus diversos matices.
Los
personajes de Isolda y Salomé en manos de esos eximios orfebres del arte
poético y musical, se convierten en indagaciones magistrales sobre el alma
femenina, sobre las reticencias y las dudas, que vuelven una y otra vez como
una obsesión recurrente en sus personajes y se explicitan, sobre todo, cuando los
compositores transcriben en música esa compleja mecánica en la cual se
confunden la pasión y la impaciencia, el deseo obsesivo o el capricho suicida,
llevando a los personajes a un trágico final.
En
Isolda, en todo momento percibimos el poder inmenso de la pasión sobre el
carácter, empujando al personaje hacia su destino, obviando cualquier
circunstancia atenuante y por otro lado también percibimos el poder de la
obsesión y sus consecuencias, cuando se pierde la brújula y el sentido de la
realidad. En esos momentos a Isolda, como también a Salomé, les es difícil
evadir, la sutil y casi invisible frontera que separa el deseo del capricho.
La ópera
de Wagner, “Tristán e Isolda”, al margen de sus intrínsecos valores como obra
de arte, fue la transposición artística de un episodio real en la vida del
compositor. Componer dicha obra, fue para sí, una restitución de algo que la
vida real le negaba al compositor.
Sin duda
alguna, el lazo que tuvo Wagner con Mathilde Wesendonck, inspiradora del
personaje, fue la pasión más profunda y fértil que el compositor tuvo durante
su atormentada existencia.
Esta
ópera, sobre todo al inicio, nos da la impresión de una gran lentitud que poco
a poco se va convirtiendo en paroxismo. No es eso raro en Wagner, pues sus obras
se caracterizan por esa inconsistencia dramática en el actuar de sus
personajes, ya que el verdadero drama o la acción más se producen en la
intensidad de los estados del alma de sus personajes, que en los detalles
aparentes o exteriores de las acciones que vemos sobre escena.
En
Wagner el drama incluso está más en la música que sobre la escena y transpone
lo que ocurre dentro de los personajes con mayor fidelidad e insistencia que lo
que ocurre fuera de ellos. Sin embargo, aunque la música por su naturaleza
misma es un arte que permite y lleva a una extrema abstracción, en todo momento
al presenciar sus óperas y sobre todo "Tristán e Isolda", sentimos en
sus personajes la respiración de seres reales, tangibles y cercanos a nosotros
mismos. Nadie como Wagner para combinar en una misma obra o en un solo
personaje, lo crudo y lo sublime y de allí que sus óperas, al escucharlas,
quizás puedan gustarnos o no, pero es imposible ser indiferente a la poderosa
alquimia de sus desmesuradas e hipnóticas creaciones.
La
"Salomé" de Richard Strauss, que toma como libreto en forma casi
literal, el texto poético de Oscar Wilde y pertenece también a ese mismo jardín
de las plantas venenosas del arte occidental. Por su temática, por su estilo y
por su ambiguo mensaje. Incluso para aquel iconoclasta que fue toda su vida
Wilde, este texto tenía una singular importancia. Salomé se estrenó en París en
1896, cuando él se encontraba todavía purgando cárcel. Incluso en una carta al
salir de ella, escribió: "la puesta en escena de Salomé, fue un hecho que
pesó en mi favor, para el tratamiento que recibí en la cárcel por parte de las
autoridades y estoy profundamente agradecido a los que intervinieron en
ella."
El
texto de “Salomé” había sido originalmente escrito en francés y causa de la
censura no había podido ser presentada en Londres como obra de teatro en 1892.
La censura adujo que el autor daba un tratamiento demasiado libre y casi
escandaloso a los personajes bíblicos. Igual ocurrió cuando el compositor
Richard Strauss, seducido por el texto de la obra y el personaje de Salomé, lo
tomó como libreto para componer una ópera de un solo acto, que denominó
"Salomé". Era increíble sin embargo, que aún en ese crisol de talento
e inteligencia y de relativa tolerancia que era la Viena de comienzos del siglo
XX, Strauss con todo su prestigio de compositor no hubiese podido evitar que la
censura prohibiese la presentación de su ópera. Al final esta solo pudo ser
presentada años después , en 1905 en Alemania, en Dresden.
¿Que
tenía el texto del libreto de Salomé, que fuese tan escandaloso, que logró
durante años generar resistencias por parte de la censura de Londres y Viena?
Analizando
las cosas con parámetros modernos y aún con los de la época, había pocos
argumentos que justificasen tal censura. Lo que ocurría era que la vida un
tanto relajada que llevaba Wilde, la cual suscitó diversos escándalos, lo
llevaron incluso a la cárcel. Estas reticencias hacia su persona, contaminaron
también, la aceptación que se tenía de su obra como escritor.
Hoy
podemos saborear el arte de Wilde en toda su plenitud. No encontramos nada que
nos escandalice. Es cierto que las cosas han cambiado o sin duda y sobre todo
porque ya no hay nada que pueda ser ofensivo o escandaloso para la libertina y
vacua sensibilidad de nuestro tiempo.
Hay
muchas mujeres libertinas en la Biblia, algunas lo son incluso en mayor grado
que la princesa Salomé. En realidad este episodio es recordado sobre todo por
estar ligado a la muerte del profeta Juan, justamente por capricho de la
princesa Salomé. Más generoso en extensión en el texto bíblico, es el recuento
hecho de la personalidad de Herodes, el padrasto de la princesa o de Herodías,
su ponzoñosa esposa y madre de Salomé. Es el arte sin par de Oscar Wilde, que
recrea el personaje de “Salomé”, dándole su debida importancia, sacándola de lo
anecdótico y logrando así, transmitir lo que debió de haber sido la perversa
personalidad de la bella hijastra de Herodes, el tetrarca de Judea.
El tema
del drama es simple: en el curso de un banquete, Herodes le solicita a Salomé,
que ejecute una danza. Insiste y esta se niega. Luego le dice que a cambio de
una danza, le dará cualquier cosa que ella pida. La princesa al final acepta y
es esa escena, que en la partitura de la ópera “Salomé” de Richard Strauss, es
conocida con el nombre de la "Danza de los Siete Velos". Este
fragmento de la obra es un verdadero monumento de invención sinfónica y se
presta mucho al virtuosismo orquestal.
Salomé
había pedido nada menos que a cambio de su danza, se le entregue la cabeza del
profeta Juan, por el cual ella se había sentido ofendida, pero por cuya
personalidad y apariencia la princesa se encontraba al mismo tiempo
fascinada.
Salomé
después de ejecutar la danza, en forma insistente pide que el acuerdo se cumpla
lo acordado con Herodes, quien comienza a inquietarse y poco a poco a
arrepentirse de haber dado su palabra para cumplir tal promesa. Es consciente
de los sórdidos vaticinios que puede tener para él y su reino el mancharse las
manos con la sangre de un hombre, el cual aunque es su prisionero, él considera
un santo, simplemente para saciar el capricho de su hijastra. Sin embargo nada
cuenta para Salomé salvo su obsesión, en lo cual es secundada por su madre
Herodías. Agobiado, Herodes accede al insistente pedido.
La cabeza
decapitada de Juan, le es traída a Salomé en una bandeja de plata y luego en
una larga, lenta y grotesca escena, la princesa se envuelve en un inquietante
monólogo frente a la cabeza inerte de Juan. Ella le habla a Juan de la fascinación
por el color de su piel, de sus cabellos y de sus labios:
"Nada
en el mundo era más blanco que la blancura de tu piel.
Nada en
el mundo era más negro que la negrura de tus cabellos."
Salomé,
describe detalle por detalle, todo aquello de la apariencia y la personalidad
de Juan que le atraía y sobre todo el hecho de que era el único hombre que se
había atrevido a rechazarla. Terminado el monólogo, como un momento cumbre de
esta mórbida situación, la princesa besa los labios inertes de Juan. Horrorizado,
escandalizado y hasta lleno de pavor por la grotesca escena, Herodes llama a
los soldados y ordena que den muerte a Salomé.
Toda la
ópera, vestida extraordinariamente por la música de Strauss, es un progresivo
crescendo, donde los personajes, enceguecidos por sus obsesiones, con lentitud
pero con paso firme, se dirigen a su trágico destino. El esteticismo morboso
que tiñe algunas de las obras maestras de fines del siglo XIX y comienzos del
XX, tiene en Salomé su quintaesencia. Hay ese característico decadentismo
"fin de siecle", ese culto de lo bello mezclado con lo sórdido.
Musicalmente, la obra es por momentos algo monótona, por estar compuesta por
largos monólogos que se insertan a la música y más aún cuando la vemos en una
versión solo teatral, sin música.
Como
ópera mas bien, es una obra sobre todo en lo musical, de una riqueza sin
límites, que precisa por parte de los actores/cantantes que puedan interpretar
los roles, condiciones y talento dramático fuera de lo común, que puedan
transmitir esa característica sensibilidad, muchas veces perversa, mórbida y
con mensajes contradictorios de muchos personajes de obras teatrales y
operísticas de aquella época. Ya en el texto teatral cada palabra, para
contener y expresar tan ambiguos y confusos sentimientos y cada palabra para
nombrar cada objeto en su acepción inmediata o simbólica, precisan además de
una dicción muy especial.
Al igual
que Isolda, la hija de Irlanda, la princesa Salomé es un personaje nocturno. De
allí que para ambas, sus respectivos dramas ocurran bajo el hechizo de la noche
en el caso de Isolda y de la Luna en el caso de Salomé.
Esperamos
en los próximos años, también tener equivalentes e inesperadas sorpresas en
ocasión de la Semana Santa. Que se deje por un año descansar y reparar sus
heridas a la apasionada Isolda, pero eso sí, que para compensar la ausencia de
la pecaminosa Salomé, la hija de Herodías, escuchemos entonar su plegaria antes
de morir a la sublime Desdémona de Verdi o cantar sus renuncias a la tentación
del pecado al casto Parsifal de Wagner.
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