Cuarentena permanente de la pobreza
por Horacio Gago Prialé; hgagopri@gmail.com
22-5-2020
La ecuación del peruano
mortal, ese de a pie, responsable de llevar el pan con el trabajo callejero de
todos los días, sobre la posibilidad de morir por el COVID 19, es trágica pero
más simple de lo que parece. Si muere el 10 por ciento de los contagiados y se
contagia el 30% de los expuestos al virus, y se recupera el 40% de los
internados, entonces vale la pena salir a arriesgarse y seguir trayendo el pan
honradamente a casa, masculla ese peruano, mientras todos en familia, los hijos
y la esposa incluidos, se reclaman entre sí soluciones concretas. Salir a la
calle atizará el fuego, lo sabe, pero esto es preferible a morir de hambre o de
indignidad.
Los estadísticos de la
Universidad de San Marcos han descubierto esta semana que la cifra de
fallecimientos en el país superó los 5.200 en abril, cifra inédita y disparada,
siendo que sin pandemia, normalmente bordea los 2.800. Es decir, de pronto,
aparecen 2.400 fallecidos adicionales que nunca estuvieron en las estadísticas.
Nadie es tan tonto para no advertir que esa es la cifra del COVID 19, sea
porque los test oficiales los detectaron o jamás se dignaron a hacerlo. Igual así, el peruano de a pie prefiere
jugárselas. Y sale.
El jurista portugués
Boaventura de Souza hace poco recordaba que millones de seres humanos viven en
cuarentena por diversas razones desde hace décadas: los refugiados, los niños
explotados, los moradores de tugurios, los ancianos olvidados, etcétera. En el Perú y otros países con extendida
pobreza como Brasil, existen millones de personas en cuarentena permanente, a
la intemperie, sin acceso a ningún seguro médico, sobrellevando el día a día.
Es la cuarentena de la pobreza la que obliga a comer un pan diario por cabeza,
o como en la favela Paraisópolis en Sao Paulo, con dos jabones al mes para una
familia de ocho personas. ¿Lavarse las manos con abundante agua y jabón,
obsesivamente, muchas veces al día? Sí, claro, si saliese agua de las cañerías
quizá.
El fracaso del Estado, para
no decir del y de los gobiernos, no se limita a carecer de UCIs o respiradores
mecánicos, test moleculares, o dejar impagos a los médicos o abandonarlos
literalmente a su suerte, lo que en sí mismo es extremamente grave. El fracaso
profundo es no tener la más remota idea de futuro, ni un solo plan, ni tan
siquiera una palabra orientadora para el peruano o brasileño de a pie que
decidieron jugar la ruleta rusa una vez más esta mañana de miércoles de pandemia.
Si ya es gravísimo recurrir a
la mentira como, lo hace el ingeniero Martín Vizcarra en la diaria explicación
de las cifras, o necesitar sonar triunfalista, cooptar medios y amañar
encuestas para llegar indemne a las siguientes elecciones, peor es no tener
nada qué decir al ciudadano en cuarentena perpetua. Contar historias de enormes
reservas internacionales y alto grado de inversión, no es suficiente.
El 2020 será un año que todos
recordaremos ya sea por llorar a familiares y amigos fallecidos, o derrumbarse
nuestras economías personales, pero también por ser el divisorio de aguas entre
la era del Estado inepto y la posibilidad de un enorme cambio, comenzando por
el nuevo pacto social y la formalización.
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